Disyuntivas: Noche perpetua, Ășltima parte

El protagonista, gracias a los votos de nuestros lectores, sube a un taxi y sigue al viejo: este es el final de nuestro cuento interactivo. 
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AgitĂ© los brazos en el aire y detuve al taxi. “Siga a la camioneta negra”, le ordenĂ©, como si fuera el protagonista de un film noir. Dimos vuelta sobre Enrico MartĂ­nez, despuĂ©s en Morelos y cruzamos Bucareli detrĂĄs del vehĂ­culo del viejo. Me coloquĂ© entre los dos asientos delanteros del taxi y agucĂ© la mirada para ver lo que ocurrĂ­a en el interior de la camioneta. Los hombres no conversaban, pero sucediĂł algo extraño: el chofer le entregĂł un folder al viejo. Éste analizĂł su contenido y sacĂł algo que parecĂ­a una fotografĂ­a, luego la alzĂł hacia la luz y la mirĂł con detenimiento. SentĂ­ una mezcla de intriga e indignaciĂłn: aquel viejo veĂ­a mĂĄs de lo que todos creĂ­amos. La camioneta dio vuelta a la derecha en Reforma y se dirigiĂł hacia Garibaldi. Minutos despuĂ©s se detuvo en la Lagunilla, justo en la esquina donde confluyen los vendedores de antigĂŒedades. El viejo bajĂł del auto y se adentrĂł entre las chĂĄcharas. Hice lo mismo y lo seguĂ­ con cautela.

Tras pasar de largo varios puestos en los que se amontonaban las cosas mĂĄs insĂłlitas —ex votos pintados treinta años atrĂĄs, ceniceros conmemorativos de las olimpiadas del 68, retratos de asesinos seriales, y hasta una cabeza de rinoceronte—, el viejo se detuvo en uno que ofrecĂ­a fotografĂ­as de Ă©poca. Me quedĂ© a un metro atrĂĄs, fingiendo interesarme en una colecciĂłn de soldados de plomo mientras observaba por el rabillo del ojo la transacciĂłn del viejo. Le mostrĂł al vendedor las imĂĄgenes que llevaba en el folder —pude darme cuenta que eran fotografĂ­as tomadas a algunas de las fotografĂ­as que se mostraban en el puesto—, y Ă©ste localizĂł las originales y se las entregĂł. Acto seguido, el viejo las acercĂł a su rostro y las analizĂł una por una —pude contar quince—; escogiĂł tres retratos de tamaño grande y desechĂł el resto. PagĂł su compra y despuĂ©s enfilĂł de regreso a Reforma, pasando a mi lado. Apenas tuve tiempo de volver el rostro y clavar la mirada en el soldado de plomo que sostenĂ­a en mi mano desde hacĂ­a varios minutos. Hasta ese momento me percatĂ© de que le faltaba una pierna, como al del cuento de Hans Christian Andersen. PaguĂ© trescientos pesos por Ă©l y me acerquĂ© a Reforma, donde vi cĂłmo el viejo volvĂ­a a subir a la camioneta negra y se alejaba. Sin perder tiempo, parĂ© un taxi y reanudĂ© la persecuciĂłn.

Mientras avanzĂĄbamos por Insurgentes hacia el sur de la ciudad, metĂ­ la mano en la bolsa del pantalĂłn y palpĂ© la figurilla; la ausencia de su pierna me hizo reflexionar sobre las cosas rotas y abandonadas. ¿Acaso el viejo era un cazador de fotografĂ­as antiguas que colgaba en las paredes de su casa para conformar un ĂĄrbol genealĂłgico imaginario? ¿Estaba tan solo que necesitaba crearse sus propios fantasmas para que le hicieran compañía? Era probable, aunque eso no lo explicaba todo. PensĂ© en el retrato de la niña de los bucles, el parecido con el viejo, los mismos ojos tristes que miraban desde un mundo sepia. ¿Llegaba a tal grado su obsesiĂłn que buscaba retratos de personas que se parecieran a Ă©l?

Seguí elucubrando hasta que la camioneta se estacionó, y el chofer y el viejo descendieron de ella. Al bajarme del taxi me di cuenta a qué lugar habíamos llegado: al Hospital Psiquiåtrico Fray Bernardino. Entré al vestíbulo detrås de ellos y los vi alejarse por un pasillo. Necesitaba un pretexto para ingresar como visitante, así que aguardé unos minutos junto a la puerta mientras pensaba la manera de engañar a la recepcionista. No se me ocurrió nada, pero en ese momento el chofer apareció en el vestíbulo y me hizo una seña para que me acercara. Luego, dirigiéndose a la recepcionista, dijo:

—Viene con nosotros.

Me tomĂł por sorpresa; sin embargo, mi curiosidad nunca me habĂ­a llevado tan lejos, y ahora no me iba a echar para atrĂĄs. ObedecĂ­ y dejĂ© que el chofer me condujera por diversos pasillos hasta que desembocamos en un jardĂ­n. En el camino se me ocurrieron varios desenlaces posibles para aquella historia. Dos de ellos los recuerdo bien, porque dan fiel testimonio de mi paranoia latente: el viejo me odiaba y, al igual que yo habĂ­a hecho con Ă©l en los Ășltimos dĂ­as, registrĂł mi comportamiento, juntando suficiente evidencia para encerrarme en aquel manicomio. O quizĂĄ sĂłlo era conducido al pabellĂłn de locos peligrosos, donde uno de ellos se encargarĂ­a de asesinarme, en la ejecuciĂłn del crimen perfecto…

El viejo estaba sentado en una banca, junto a una mujer de unos sesenta años. El chofer me indicĂł que continuara solo, y aguardĂł a la entrada del jardĂ­n. Cuando lleguĂ© ante ellos, lo comprendĂ­ todo. Aunque ahora era una persona mayor, la mujer seguĂ­a teniendo los mismos ojos tristes del retrato, y se parecĂ­a aĂșn mĂĄs al viejo. Su mirada estaba perdida, y un hilo de baba le escurrĂ­a por la comisura de los labios.

—SiĂ©ntate —ordenĂł el viejo. TenĂ­a las dos manos cerradas sobre su bastĂłn, y los lentes oscuros aĂșn puestos.

Me coloquĂ© a su lado, sintiendo una mezcla de vergĂŒenza y compasiĂłn.

—Ahora puedes estar satisfecho —dijo con voz cansada—. Me has desenmascarado: en efecto, busco a los vecinos porque necesito compañía. Pero tambiĂ©n es cierto que sĂłlo salgo del edificio cuando vengo a visitarla a ella.

—No es su hija, ¿cierto?

—EscĂșchame con atenciĂłn ­—dijo, ignorando mi comentario—. Te dejarĂ© en paz, a cambio de que tĂș tambiĂ©n me dejes en paz. No dirĂĄs nada sobre mi ceguera parcial ni de la visita a este hospital, y yo no dirĂ© que eres un sujeto peligroso que acecha ancianos de manera enfermiza. Y, si alguna vez llegas a escribir sobre esto, tendrĂĄs que hacerlo utilizando otros nombres.

—De acuerdo —mascullĂ©.

No supe qué mås decir. Me puse de pie, sintiendo cómo me temblaban las piernas. Cuando me retiraba, el viejo volvió a hablar:

—Una Ășltima cosa —en su voz habĂ­a una mezcla de melancolĂ­a y resignaciĂłn—: ¿Es Ă©sta una buena historia?

—Sin duda —respondĂ­.

—Entonces mĂĄs te vale que escribas un buen cuento.

En el taxi de regreso, saquĂ© el soldado de plomo y lo sostuve en la palma de la mano mientras lo observaba. SabĂ­a que ya no podrĂ­a vivir en ese edificio —el viejo y yo nos habĂ­amos expuesto mutuamente—, y que era momento de hacerle caso a Carmen con la mudanza. Al igual que aquella figurilla, el viejo me habĂ­a encontrado. Ambos llegaron hasta mĂ­ sin que yo los buscara. El viejo tocaba vidas ajenas —los vecinos, los retratos, la paciente del hospital—, intentando iluminar su noche perpetua. En el camino, me habĂ­a regalado un cuento, un relato donde Ă©l era el protagonista. ¿Y el soldado? De momento se me escapaba su significado. Sin embargo, ahora tenĂ­a otra cosa en la quĂ© ocupar mi mente.

Desde entonces, la figurilla ocupa un lugar privilegiado en mi escritorio.

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Su libro mĂĄs reciente es el volumen de relatos de terror Mar Negro (AlmadĂ­a).


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