Xavier Villaurrutia, dramaturgo

Xavier Villaurrutia, dramaturgo

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Está en la naturaleza del escritor preparar temprano las cuchillas que cortarán su pluma y que atraerán, con sus propias palabras como carnada, los prodigios o el olvido hacia su obra concluida. Los primeros escritos generan una suerte de destino paginado que, en sincronía con las violencias del tiempo, harán efectiva su fatalidad sobre los textos de la vejez. El ensayo de juventud sólo puede escribirse ignorando el destino que se pone a rodar sobre las propias palabras como una nube paciente. Es la falta de conciencia la que permite al mundo regenerarse.

En “Grandeza del teatro” Xavier Villaurrutia (1903-1950) introduce los brillos y sombras con los que se podrán medir el deslumbramiento y la grisura de sus futuros textos dramáticos. Escrito en 1934, el ensayo convoca una poética del teatro con procedimiento clásico; a través de párrafos de admiración hacia otros, Villaurrutia devela sus propias virtudes y, al mismo tiempo, en la cara contraria de la misma página, enviando al infierno de los olvidables a los autores que se han olvidado de ser verdaderos artistas, pone la escalera de su propia caída. Ese salto de página divide al primer y segundo Villaurrutia. Su primer teatro, el de la “admiración al arte”, está inspirado por su juventud mientras que el segundo, el de la “acidia de arte”, es exhalado por su vejez. “Un escritor –escribe– deja de ser joven cuando empieza a escribir lo que hace, en vez de escribir lo que desea.”

Las bondades de su primer periodo dramático rigen sobre el libro Autos profanos, que incluye las obras escritas entre 1933 y 1943. Escritura robada al sueño de los Nocturnos, estas obras hablan con la autoridad de renovación del Teatro Ulises y Orientación, proyectos teatrales para ensayar la joven modernidad en el teatro mexicano por los que nuestra contemporánea vejez debería sentirse provocada. Sus dramaturgias profanas son actos de contrición, bodas y herejías literarias; como autor dramático, sabe que el teatro es imposible si se siguen sus cánones –arte supremo de la contradicción y lo maligno, se da sólo fuera de sí– y, por ello, desde los bautizos de las obras, la suya es una activación del drama como liturgia. Como él mismo escribe en un elogio a O’Neill, “trabaja ya no con anécdotas sino con categorías espirituales” y, en deuda con San Secondo y Giraudoux, considera “la obra de teatro como la objetivación, la materialización de un poema”. Así, Parece mentira, ¿En qué piensas?, Ha llegado el momento, El ausente y Sea usted breve forman el libro de dramaturgia mexicana que guarda más simetría y proporción con la historia de nuestro teatro como sentimiento y como ruptura imaginaria con lo real.

Parece mentira, estrenada en 1933, es su obra primera y maestra. Crisis del principio de realidad, comparte el sentir del siglo XX sobre la imaginación como estallido y obsesión cínica. El “Yo imagino su caso y siento lo que imagino” dicho por sus personajes participa del giro al insecto de lo real para ponerlo patas arriba. En ese poema que se espanta si se queda en el papel, Villaurrutia comparte la malicia y travesura de otros “giradores”, como Pessoa en su drama estático o Lorca en su teatro imposible, además de ser epígrafe del vacío de Beckett y de las rebeldes melancolías de Botho Strauss.

A vuelta de página, en la vejez Villaurrutia olvida que “la calidad es cantidad asimilada” y cae en la acidia de quienes “siguiendo la vieja receta se dedican a complacer indefinidamente a un público numeroso, de poca altura, que se conforma con facilidad y que, por lo mismo, es incapaz de exigir al autor un alimento nuevo”, como él mismo sentenció en su ensayo de juventud. Sus obras finales son un Wilde sin perversidad; La mujer legítima o El yerro candente son melodramas de domingo triste sobre la nueva clase urbana de la ciudad de México, modernizada a fuerza de proclamas sobre la “elevación moral”, como las recomendaciones de piedra que aún adornan el Parque México: “Todas las indicaciones que usted haga a sus hijos para respetar este parque elevarán su nivel moral y su cultura.”

“El único viaje digno nos lo proporciona el suicidio”; quizá con esta aguja Villaurrutia explica su final acidia dramatúrgica. En el caso de un dramaturgo, la autopsia es indispensable si se considera que el teatro sólo existe en el presente o en la eternidad. Quizá de ahí que se lea poco. Para el teatro el libro es muleta o cabestrillo. Pero a nosotros, que nos abrigamos bajo la incandescente lluvia temporal, sólo nos queda leerlo, visitar el campo quemado del embate literario. Es la falta de conciencia la que obliga al mundo a degenerarse. ~

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