Como muchos de mis congéneres, he pasado las últimas semanas tratando de llevar hasta sus límites conversacionales una nueva forma de inteligencia artificial llamada ChatGPT. Lo hacía sobre todo con preguntas que planteaba a futuros becarios en una vida profesional anterior. Por ejemplo: “¿Qué hora es en el sol?”, “¿qué diferencia hay entre ‘aparentemente’ y ‘a primera vista’?”. O incluso: “¿Cuántos géneros no existen?” Preguntas, en otras palabras, que, aunque no sean directamente metafísicas, exigen una intensa plasticidad mental.
Debo decir que la maquinita resistió sorprendentemente bien. Solo a la tercera pregunta capituló como le correspondía y –sin la menor duda– emitió una bienintencionada nota de prensa sobre el estado actual de la visión progresista de los géneros.
¿Y después? Pues nada más. Solo un cursor parpadeante, demasiado preparado para afrontar el siguiente reto que responder. Fue el momento en que me llamó la atención por primera vez la potencial naturaleza abismal de la innovación. Más concretamente, la imagen de una cultura venidera que vería todos los ideales del diálogo socrático convertidos en su contrario. Una cultura sin filosofía en el verdadero sentido de la palabra.
A diferencia de Sócrates, el chatbot ni siquiera sabe que no sabe nada. Por eso, en su mercado, solo opera con respuestas supuestamente basadas en hechos y no con preguntas sin respuesta. En lugar de esforzarse por mostrar ideas eternas, cada una de sus afirmaciones se basa en probabilidades siempre cambiantes. En lugar de desconfiar profundamente de la escritura como medio, como hacía Sócrates, porque permitía fingir el conocimiento, los chatbots se basan en la simulación del conocimiento a partir de textos escritos. En lugar de detenerse asombrado ante las preguntas más elevadas, el chatbot siempre ofrece alguna tontería inventada libremente, aunque no exista ningún dato para sustentarla. En lugar de sopesar las voces que participan en una conversación libre, se basa en su mera recopilación y recuento. En lugar de cuestionar productivamente la autoridad, iguala toda forma de autoridad evolucionada. En lugar de esforzarse por salir de la cueva de lo meramente creído con cada nuevo término, sus parpadeantes palabras en la penumbra se hacen pasar por la realidad misma. En lugar de ser impulsado por su propio demon, el devenir del chatbot es impulsado por el anónimo mammon. En lugar de buscar su propia voz, imita a la perfección la de todos los demás. En lugar de emanciparnos cada vez más como seres que aprenden, amenaza con dejarnos a todos en la condición de becarios permanentes.
No cabe duda de que ha comenzado una nueva era. Lo único que queda por aclarar es para qué género representa un progreso no solo aparente. Desde luego, no para el de los hombres socráticos. ¿O no es así? ~
Traducción del alemán de Lola Rodríguez
es filósofo. Su libro más reciente es
¿Sufren las piedras? (Taurus, 2023).