El oneirograma de Sergio González Rodríguez

A cinco años de su muerte, la figura de Sergio González Rodríguez sigue siendo una de las más fascinantes de la literatura mexicana. Excéntrico, erudito, moralista y valiente, el autor de Huesos en el desierto vivió escindido entre el esoterismo y las responsabilidades del intelectual público.
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Se cumple un lustro de la muerte de Sergio González Rodríguez (1950-2017) y saldo la deuda que me impuse cuando me enteré de que nunca más me encontraría con él, la de leer varios de sus ensayos y novelas, volúmenes que se iban acumulando –incriminándome– en la medida en que él mismo me los autografiaba con esa letra manuscrita suya tan peculiar, materia de una de sus meditaciones grafológicas en Teoría novelada de mí mismo, uno de sus libros póstumos. Entre 1993 y 2015 me encontré con Sergio casi sin falta dos veces a la semana en la redacción de El Ángel de Reforma, y llegamos a tener un tipo singular de amistad, la moldeada –me temo– por su excentricidad (“Lo que se cree en vida adquiere rango de verdad aunque sea mentira”),

{{ González Rodríguez, La noche oculta en El triángulo imperfecto, p. 106.}}

su valentía (“¡Muerte a los muertos! ¡Vivan los vivos!”),

{{ González Rodríguez, La pandilla cósmica, p. 85.}}

su autismo (“Escucho las conversaciones y al mismo tiempo las olvido: desde tiempo atrás aprendí tal recurso para olvidar el mundo”)

{{González Rodríguez, Infecciosa, p. 115.}}

 y su erudición (“Fue amigo de Paul Le Cour, el hermetista y fundador de la Asociación Atlantis”).

((González Rodríguez, La noche oculta en El triángulo imperfecto, p. 21.))

Nunca me invitó a su casa, aunque teníamos larguísimas conversaciones telefónicas –de hecho, fue mi último confidente en aquel artilugio apenas inalámbrico– y su vida privada fue siempre para mí un misterio –aunque antes del teléfono móvil siempre contestaba mis llamadas al 56 88 23 37 en las altas horas de la noche en que se suponía estaría haciendo su ronda legendaria por los bajos fondos–. En un momento de desmayo, que se prolongó durante semanas de enfermedad, en el invierno de 1994, conté, sin quebranto, con su solidaridad franca, práctica, insustituible.

Desde la trinchera opuesta –Vuelta y Nexos combatían en aquellos años– reseñé amistosamente, sin otro motivo que la pertinencia del libro, El Centauro en el paisaje (1992), hermoso y ejemplar ensayo donde González Rodríguez compartió su Ciudad de México vista con el microscopio de Walter Benjamin, así como La noche oculta (1990), su novela-ensayo donde ejerce lo que después se convertiría, comercialmente, en el llamado “nazismo mágico” y empataba la obsesión mórbida por el Tercer Reich con aquello que dijeron D. H. Lawrence, Artaud y tantos otros escritores y aventureros que él mismo examinó en De sangre y sol (2006): la existencia de un México profundo asociado a las creencias mágicas, remotas y alcurniosas de la tradición oculta. Me alarmé, finalmente, leyendo y reseñando Huesos en el desierto (2002), la célebre y documentada denuncia que González Rodríguez hiciera de los feminicidios de Ciudad Juárez, ocurridos en los años noventa del siglo XX  y preludio siniestro de las guerras narcas, ya rutinarias, en México.

Tras releer Huesos en el desierto y De sangre y sol junto a mi primera lectura de una novela autobiográfica (La pandilla cósmica, 2005) y El mal de origen (2011), solo uno de los ensayos publicados en esos años por Sergio, creo detectar su fractura interior como escritor. El esoterismo (o la Tradición a lo René Guénon o Julius Evola) no se lleva con los derechos del hombre y del ciudadano, ni con la democracia ni con el Estado de derecho. No en balde, algunos de aquellos neotradicionalistas se encontraron a sus anchas en el fascismo. Por un lado, González Rodríguez compartía los grandes temas antidemocráticos y antiliberales de la Contrailustración, su creencia vehemente en que la Revolución francesa pudrió al mundo, siendo toda la modernidad de ella nacida una desdichada empresa antropocéntrica, secularizante, materialista e inhumana. Festejaba Sergio, por ello, todo aquello que se manifestara como esotérico, motivo que lo llevó a escribir sus mejores páginas.

Pero ocurre que por otro lado y a partir de Huesos en el desierto, González Rodríguez, merecidamente, se volvió un “intelectual público” mimado y requerido por los defensores de los derechos humanos y las feministas agraviadas. A unos y otros los atendía de corazón –como se lee en La pandilla cósmica, él, quien había decidido asociar la muerte de una amiga suya, tabledancera, con la cadena infernal de los feminicidios– porque Sergio fue, esencialmente, un moralista. Su atracción por el cine gore (y por David Lynch y otros cineastas para mí ignotos), los asesinos seriales, las teorías de la conspiración, los universos paralelos y los paraísos artificiales entraba en contradicción con el horror cívico que le causaba la violencia mexicana, la cual consideraba “atávica”, relacionada con una mística del sacrificio que, no sin cierta coherencia, lo devolvía a la literatura.

Cuando apareció Huesos en el desierto le comenté en privado, y no le hizo ninguna gracia, que su libro valía como una denuncia moral y política del tamaño de La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, pero nunca ganaría con él un Premio Pulitzer porque no decía –nunca lo supo– quiénes eran esos “organizados” asesinos inmisericordes de mujeres, perdido en especulaciones que página tras página se tornaban más espesas y las cuales no expresaban otra cosa que la impotencia del detective, quien para Sergio, como para su admirador y amigo Roberto Bolaño, era una hipóstasis moderna del antiguo escritor. Si todo responde a los ritos sacrificiales, como se lee en sus ensayos y en el final de La pandilla cósmica, ¿para qué perder el tiempo jugando a la novela policíaca? Lo mismo le ocurrió en Los 43 de Iguala (2015), donde a la impecable presentación de la escena del crimen le sigue el desenlace conspiratorio: los normalistas de Ayotzinapa en realidad fueron víctimas de un ejercicio de contrainsurgencia fraguado en Washington, correspondiente al viejo tic antimperialista y antiyanqui que en González Rodríguez, generacionalmente, permanecía incólume, aunque camuflado en biopoderes y necroescrituras, como leen actualmente los “profeteóricos” en Campo de guerra (2014).

Hoy, cuando las guerras narcas llevan tres lustros, sabemos que crímenes de esa naturaleza los cometen mexicanos contra mexicanos, vecinos contra vecinos, y que esa economía criminal, basada en la atroz avidez crematística, no necesita de atavismos y sacrificios (aunque ciertamente los incluya) sino tan solo de una impunidad salvaje. Pero Sergio necesitaba de una coartada conspiratoria para explicar el horror y su moralismo, de honda raíz católica, le impedía admitir que, como siempre y para decirlo en cristiano, el hombre era el lobo del hombre. En el fondo, para González Rodríguez, antes del pecado original, el ser humano fue bueno.

En un capítulo de esa poética suya (en términos aristotélicos) que es Teoría novelada de mí mismo, González Rodríguez expone su “Teoría del oneirograma”, asumiendo que todo neologismo lleva al “fracaso afortunado” y explica que su “oneirograma” es un “texto en forma de ensayo/relato o viceversa que recupera la memoria de un sueño. En otras palabras, significa una forma narrativa. Cada oneirograma elabora un relato que permite añadir otras tácticas de operación textual a la memoria originaria del sueño: puede especular, destruir, desarmar, contradecir, reinventar lo soñado”.

((González Rodríguez, Teoría novelada de mí mismo, p. 93.))

Nutrida de sus lecturas de Derrida y Agamben, original o no, la “teoría del oneirograma” lo conecta con el antihumanismo relativista de los posmodernos y describe a cabalidad los mejores textos de González Rodríguez, que es lo que me importa. Del libro póstumo aparecido en 2017, poco después de su muerte, regreso a La noche oculta, donde veintisiete años antes, tras hablar de una discusión entre André Breton y Roger Caillois sobre los frijoles saltarines, Sergio tomaba partido por el segundo, quien se disponía a desmantelar lo maravilloso, abriendo “una de aquellas semillas y averiguar el truco de una larva o insecto móvil”, mientras Breton prefería no agotar ninguna de las posibilidades del ensueño.

((González Rodríguez, La noche oculta en El triángulo imperfecto, pp. 71-72.))

“Los juguetes de cuerda, las cajas de música, los relojes y otras simulaciones del orden universal”, anotaba González Rodríguez a renglón seguido sobre el juego de niños entre Breton y Caillois, “despiertan en algunos niños el mismo deseo que expresaba el amigo de Breton. Incontinentes frente a la ley de las causalidades, fieles de rendirse ante ella, estos niños se convierten en cuchilleros, enanos patibularios, destripadores, médicos asesinos, y perversos prematuros que ensayan transgresiones y fraguan conjuras develadoras. A otros niños les bastan los prodigios entrañables, sus preguntas desestiman la verdad, y sus desvaríos eligen el exilio de las ficciones. En esa época yo profesaba la primera fe”.

((Ibid., p. 72.))

Sergio, no cabe duda, nunca abandonó esa primera fe. No hubo enigma que no fuese desarticulado por su curiosidad, atendido por su paranoia y mitigado por sus transgresiones, conjurado indispuesto a aceptar el sentido común, siempre viviendo en una pesadilla. Y cuando abandonaba sus oneirogramas y pretendía escribir “novelas puras”, basadas solo en la investigación y la fantasía, González Rodríguez se alejaba de sí mismo. Aun cuando estuviese bien munido de lecturas y teorías, le ganaba el rollo esotérico o la delectación morosa, abandonado por su demonio, como en El vuelo (2008), una más de las muchas (y pésimas) novelas narcas de esa década, Infecciosa (2010), intento de trama experimental y cosmopolita propia de un escritor que empezó a viajar muy tarde, o El artista adolescente que confundía al mundo con un cómic (2013), novela malísima que en su día Fernando García Ramírez criticó con acritud en Letras Libres.

Antes, empero, Sergio escribió un bello retrato de mujer (El momento preciso, 1991) y Luna, luna (1993), una de las muestras más logradas de nuestra literatura erótica (no muy abundante y bastante mediocre en general), que junto al epílogo, fatalmente sentimentaloide, de La pandilla cósmica, dibujan a nuestro autor como un personaje dado al amor platónico y a la vieja galantería, como lo saben quienes lo trataron. El amor, pese a todo, es una ausencia lancinante en la mayoría de sus libros, porque Sergio intuía que aquella pasión no podía ser desactivada como una caja de música, ni desestimada en cuanto a posibilidad de ensueño. Si frente a toda ficción, diurna o nocturna, González Rodríguez se guiaba por la curiosidad de Caillois, quiso dejar, en sentido contrario y bretonianamente, al amor como una maravilla incomprensible. En cambio, rindió culto a la amistad femenina, intelectual y libérrima, en Amigas: los años noventa fueron mejores (2017), otro de sus libros póstumos.

¿Cuáles eran los enigmas que alimentaban la insaciabilidad de Sergio? Como Guénon, no toleraba que nadie tocara su mesa de trabajo, que quiero imaginarme como un secrétaire lleno de cajones secretos con fondo falso, imagen de González Rodríguez que debo a Adolfo Castañón y que es empática con la ensayística del chileno Martín Cerda, otro devoto de la mesa de trabajo. Le intrigaba, a Sergio, desde sus lecturas adolescentes de la revista Duda (con todo y ufología) hasta su íntima frecuentación de Mircea Eliade, lo sagrado, vivero de oneirogramas y “un santuario de escrituras crípticas o transparentes como el rocío”,

{{ Ibid., p. 43.}}

según escribe en La noche oculta. Esa primera novela la hubieran firmado como propia algunos de los decadentistas decimonónicos tan bien estudiados por González Rodríguez y en ella imaginó un diálogo de ultratumba con Lawrence, el autor de La serpiente emplumada (1926), quien le aseguró a su héroe que “México es también una invención de Occidente”.

((Ibid., p. 106.))

“El magnetismo del pavor” también imantó toda la obra de Sergio, aún antes del brutal asalto que sufriese en 1999, materia de La pandilla cósmica, su novela más eficaz y una honda meditación literaria sobre la violencia. Inspirado en Giovanni Papini, González Rodríguez nos previene contra los muertos “que perjudican y subyugan de mil maneras a los vivos”, constituyéndose en “dueños y señores mediante la creencia en los fantasmas, las religiones, los cultos fúnebres, la idolatría…”,

{{González Rodríguez, La pandilla cósmica, p. 85.}}

 y muertos-vivos son quienes lo torturaron aquella noche de agosto.

La anécdota de Coleridge –quien, en una granja cerca de Porlock, fue interrumpido por un vecino mientras soñaba bajo el efecto del opio– se convierte para Sergio (siguiendo una progenie que incluye a Pessoa, Louis MacNeice y A. N. Wilson) en una metáfora de la conspiración, pues “la gente de Porlock, como ves, encarna más que una amenaza, una maldición, es una pandilla cósmica que transita de la realidad a la literatura”.

{{ Ibid., pp. 152-153.}}

Y para González Rodríguez el oneirograma es el testimonio que deja una conspiración, por su propia naturaleza siempre inescrutable, asociada íntimamente a la violencia. Nunca, ni como escritor ni como hombre, dejó de ser “la víctima a la cual se le perdona la vida en el último momento antes de ser sacrificada, no sabe si está aquí o allá” y “sus rutinas carecen ya de sentido, al igual que los paseos, los antojos, las compañías”.

{{Infecciosa, p. 92.}}

 Y ese síndrome de Dostoievski, que unía la conspiración con la violencia y el sacrificio (y que también atañe a la atracción que Sergio tenía por “la mujer caída”), nunca lo abandonó en su universo de zombis.

El siglo XIX, como el XX, terminaron de manera tranquilizadora, lo cual debe ser solo una coincidencia propia de Vico y de sus ciclos. A la dicha de la Bella Época le siguió la Gran Guerra en 1914 y la contienda civil europea que duró treinta años, de la misma manera que la caída del Muro de Berlín en 1989 trajo la tentación del “fin de la historia” o al menos la certidumbre del triunfo imperecedero del liberalismo democrático. Muy pronto llegaron los atentados del 11 de septiembre de 2001, el narcotráfico indestructible, las guerras inútiles y asimétricas en el Medio Oriente contra el fundamentalismo islámico y ahora mismo, tras la lamentable retirada del ejército de Estados Unidos de Afganistán, la guerra rusa contra Ucrania. Si hubo un ensayista mexicano que ejemplifica ese pesimismo ávido en restarle crédito a la democracia liberal, instalado en una “metapolítica” que era la continuación de la guerra a través de la cultura, ese fue González Rodríguez.

Condené mil veces, en mi silencio de lector cómplice en la amistad, su sed apocalíptica, pero en mi sospechoso (lo sé) desdén ante cualquier teoría de la conspiración casi siempre me vi refutado por los hechos, que parecen seguir jugando a favor de Sergio. En fin, si todos los fines de siglo se parecen, como alegó famosamente J. K. Huysmans, y si hay un raro en México cuya breve y profunda sombra une ambos siglos, el XX y el XXI, ese fue Sergio en sus ensayos y novelas, incluso cuando el exceso de noche lo hacía regocijarse luciferinamente.

Rubén Darío incluyó en la edición de 1905 de Los raros hasta a José Martí, descreído de su fama de Apolo y quizá seguro de que, como dijo otro poeta, vestía de luto para hacer juego con su futuro catafalco. Octavio Paz escogió a Salvador Elizondo como su raro, digno de figurar en el libro de Darío, en una época complaciente con el teatro de la crueldad, aunque fuera de cámara; luego los raros se dieron en abundancia y hasta el buen Francisco Tario llegó a ser el raro de raros, según se afirmó con incredulidad, pues sus fantasmas eran de utilería, tiernos y jóvenes en su siglo, a sintonizarse en la radio. Pero mi raro de raros fue Sergio González Rodríguez, de pie en el horror de la Historia y aterrado, pero nunca del todo indefenso, en su intimidad de coleccionista de pesadillas, siempre conforme con intercambiarlas por una vigilia sospechosa y amenazante. ~

Sergio González Rodríguez

El triángulo imperfecto
Incluye La noche oculta (1990), El momento preciso (1991) y Luna, luna (1993)
Ciudad de México, Era, 2003, 318 pp.

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La pandilla cósmica
Ciudad de México, Sudamericana, 2005, 224 pp.

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El vuelo
Ciudad de México, Literatura Mondadori, 2008, 162 pp.

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Infecciosa
Ciudad de México, Literatura Mondadori, 2010, 174 pp.

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El mal de origen. Ensayo de metapolítica
Ciudad de México, Magenta, 2011, 172 pp.

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El artista adolescente que confundía al mundo con un cómic
Ciudad de México, Literatura Mondadori, 2013, 186 pp.

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Teoría novelada de mí mismo
Ciudad de México, Literatura Random House, 2017, 200 pp.

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Amigas: los años noventa fueron mejores
Oaxaca, Almadía, 2017, 240 pp.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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