Ahora que el verano va quedando más lejos y nos adentramos en el otoño por la senda apocalíptica de nuestros días, me dan ganas de escribir sobre David Hockney. Al pintor inglés le gusta decir que el mal tiempo no existe, y me viene ese refrán, quizá ya algo demodé pero que a él le encaja como un guante: “al mal tiempo, buena cara”. Son ya míticas sus pinturas y dibujos realizados durante aquella funesta primavera de 2020: cuando el mundo se confinaba, Hockney decidió seguir pintando con un ímpetu renovado, más vitalista que nunca. Ser uno de los artistas vivos más reconocidos le otorgaba el privilegio de tener una casa en Normandía, un espacio amplio rodeado de un paisaje envidiable. Se había instalado allí un año antes, con la intención de pintar la llegada de la primavera, como antes había hecho en los parajes de Yorkshire. Observaba los árboles todavía invernales, con sus ramas tiesas, a la espera de los primeros brotes, con la misma fe y confianza que Emily Dickinson cuando escribía “la pensativa primavera, / como la nieve, / llegará a su tiempo…”. Pero ese cambio de estación en 2020 adquirió una significación muy diferente con las prohibiciones de circulación decretadas por los gobiernos. “Spring cannot be cancelled” se convirtió en el mantra de Hockney, y luego en el título de su libro de intercambios con Martin Gayford (en español No se puede detener la primavera, Siruela 2021). En aquellos primeros días de abril hizo públicos algunos dibujos que había hecho en el iPad y estos se convirtieron en portadas del Times y The Guardian; la bbc celebraba “un respiro de las noticias” al colgarlos en su web. Él lo resumía así, en un correo a su amigo Gayford: “Si estás en el sitio adecuado, el confinamiento tiene sus placeres. Pero hemos perdido el contacto con la naturaleza, tontamente, ya que somos parte de ella, no ajenos a ella. Con el tiempo, esto pasará, y después, ¿qué? ¿Qué hemos aprendido? Tengo casi 83 años, y me moriré. La causa de la muerte es el nacimiento. Lo único real en la vida es comer y amar, en ese orden. Y el amor es de donde surge el arte. Yo amo la vida.”
La luz hedonista
Han pasado más de cinco años de aquello y Hockney está ya rozando los 90; mientras, el mundo continúa dando vueltas sobre sí mismo y aún parece mantenerse en órbita, aunque esté dominado por viejos como Trump, Xi Jinping, Putin… Al parecer les pillaron hablando de la inmortalidad, de la posibilidad de alargar la vida ad infinitum gracias al trasplante constante de órganos. Hockney es un poco más viejo que ellos, pero podría beneficiarse de esas supuestas ventajas, también es famoso, rico y poderoso; aunque su lucha es a favor del bien y la belleza. Entre abril y agosto de este año tuvo lugar la que quizá haya sido la exposición más importante de su vida: “Hockney 25”, en la Fundación Louis Vuitton de París. Tuve la suerte de poder visitarla y comprobar su alto grado de popularidad, la vigencia de su arte y la manera en que Hockney nos sigue diciendo cosas. El nombre de la exposición se permitía ser escueto, casi telegráfico, y podía interpretarse en doble sentido: Hockney a fecha de hoy, año 2025, pero también Hockney en los últimos veinticinco años, o cómo el pintor ha encarado el primer cuarto de siglo. Lejos de ser una exposición nostálgica, parecía estar inscrita en un presente continuo. Aunque se recogían algunas de sus pinturas más célebres del siglo XX como A bigger splash (1967), Mr. and Mrs. Clark and Percy (1971) o Portrait of an artist (1972), o incluso sus primeras obras de los años cincuenta, estas no hacían más que corroborar la coherencia del pintor durante más de setenta años en plena actividad. Al contrario de alguno de sus camaradas de generación, Hockney eludió el expresionismo abstracto al que tantos parecían abocados a mediados del siglo pasado. “Hice algo de eso durante un rato, y tuve suficiente, era muy árido para mí.” Cifró su verdadero descubrimiento de Picasso en 1960, cuando tenía veintitrés años, un antes y un después en su vida, cuando contempló sus cuadros en la Tate Gallery de Londres. Algunos años después, en un artículo emblemático en The Observer, reprocharía a la Tate su política de adquisiciones de obras; según él, siempre favorecía una idea del arte teórico, “sin alma y sin alegría”. Para Hockney existe un principio de placer en el arte: “Puedes vaciarlo casi del todo, pero el placer o el entretenimiento tiene que seguir estando ahí.”
De joven también había leído intensamente a Walt Whitman, otra de sus grandes inspiraciones, y en 1964 se trasladó a Norteamérica buscando esa voz nueva, lejos de los ambientes más viciados de Inglaterra. En 1967 ya estaba pintando la serie de sus famosas piscinas en California; son los años de las revueltas sociales en medio mundo, y puede parecer que Hockney prefiere concentrarse en los reflejos del agua, las palmeras y los cielos de Hollywood. Sería una lectura de su arte un tanto apresurada y frívola, porque hay una actitud política y reivindicativa en toda su obra, nunca explícita ni al dictado de ninguna corriente, pero una declaración de intenciones constante: una reivindicación de la vida, la libertad, el placer, el humor y el asombro. En 1988 le llegó el reconocimiento definitivo con la retrospectiva en Los Ángeles County Museum of Art (lacma), que viajó inmediatamente al Met de Nueva York y poco después saltaba a Londres, de nuevo a la Tate Gallery, y a pesar de las reticencias de Hockney con su propio país debido a las políticas antihomosexuales del gobierno de Margaret Thatcher. Aquí me gustaría añadir una cosa sobre sus famosos cuadros de piscinas y ambientes lujosos… Al contemplar ahora algunos de ellos se me presentaban como una especie de reverso luminoso de los libros de Patricia Highsmith. Si en esos mismos años la novelista estadounidense huía a Inglaterra y Francia para imaginar crímenes con una fuerte carga de homosexualidad reprimida, lo que hacía el pintor británico era cruzar el charco en dirección contraria, buscando la libertad y la desinhibición en los ambientes artísticos gays estadounidenses; allí podía retratar a sus amantes con la luz hedonista californiana y bajo la inspiración de la poesía homoerótica de Kavafis. Al mismo tiempo, toda esa época suya tiene también algo de inquietante, y algunas de esas célebres pinturas bien podrían haber ilustrado las portadas de aquellos libros de Patricia Highsmith. Bajo una supuesta apariencia pop, la pintura de Hockney es más bien narrativa y hasta metafísica, y ha ido evolucionando de un contenido más críptico o sarcástico hacia una veta más emocional y poética, sin perder la ironía, pero siempre celebratoria, cada vez más alegre.
Desde la intuición hasta la elevación
De su última exposición en París me queda sobre todo la emoción que produce su regreso a la pintura pura en sus cuadros más recientes. Después de varias salas dedicadas a sus dibujos digitales, algunos sin duda maravillosos y liberadores, pero que también acaban produciendo una cierta fatiga o empacho, pues dan rienda suelta su lado más compulsivo, de pronto llegamos a una sala consagrada a nuevas pinturas al óleo y en acrílico, acuarelas y gouaches. El motivo puede ser el mismo, capturar la belleza del paisaje, pero en ellas no hay ya especulación posible, son à plein air y el trazo tiene que ser rápido, apenas permite corrección. Sin embargo, hay en ellas una rotundidad y una comprensión de la naturaleza al alcance de muy pocos. Es la reconquista de una manera de entender, más allá de la técnica, el gesto creador, desde la intuición hasta la elevación, lo que le acerca más que nunca a Van Gogh. “Lo que más amo de él no es tanto su talento sino la profundidad y la autenticidad de sus sentimientos”, ha dicho Hockney del pintor holandés. Su diálogo con la historia de la pintura y del arte en general ha sido una constante que atraviesa y unifica toda su obra. Nunca ha tratado de ocultar sus influencias, al contrario, ha hecho de ellas un orgullo y una especie de leitmotiv, desde autorretratarse como joven alumno de Picasso hasta algunas de sus últimas pinturas donde cita a Munch o Monet. Pero son constantes las referencias y acercamientos a pintores clásicos como Giotto, Piero della Francesca, Fra Angelico, Van Eyck, Rembrandt, Goya, Turner, Constable… Para Hockney, pintar es mantener una larga conversación con todos ellos. En la exposición parisina se recreaba un mural en el que se representa la historia de la pintura a partir de imágenes y fotografías que ha ido coleccionando de sus cuadros favoritos. Del estudio minucioso de estas obras nace su obsesión por las técnicas empleadas por los pintores, que reflejó en El conocimiento secreto, y más tarde en Una historia de las imágenes. Su teoría es que desde comienzos del siglo xv muchos artistas occidentales utilizaron espejos y lentes para realizar sus obras, cambiando por completo la forma de plasmar la realidad. Generó una importante controversia entre historiadores del arte que le acusaban de “atacar la idea del genio artístico”, como si sus hipótesis vinieran a decir que algunos de esos grandes pintores hacían trampas. Pero lo que Hockney pretendía era iluminar lo que ya estaba allí, en los propios cuadros; solo hacía falta mirar con mayor atención y conocimiento. Quien está familiarizado con el lenguaje de las ópticas reconoce inmediatamente lo que Hockney nos está señalando: lo que percibimos como imagen cinematográfica en obras de Vermeer o Caravaggio se debe a que estos pintores ya estaban creando sus propios “platós” en los que recreaban escenas que plasmar sobre el lienzo, gracias a la fabricación de espejos y lentes y al descubrimiento de la cámara oscura. Eso significaba que lo que ellos veían se parecía a lo que ve una lente de cine, con un grado de desenfoque en relación a la luz que recibe y la profundidad de campo que obtiene, y que esa sensación se parece mucho más a nuestra visión humana de lo que toda la historia de la pintura anterior había sido capaz de reproducir. Y ahora yo aprovecho para barrer hacia casa y decir que el cine tampoco es una cosa del siglo XX, porque de alguna forma siempre estuvo ahí. Y es que después de leer Una historia de las imágenes no he dejado de repetir que el cine estaba ya en las pinturas de las cavernas, en el gesto más o menos paciente de capturar movimientos, y luego en los primeros artilugios ópticos hasta llegar al cinematógrafo. Consuela pensar que podemos hacer cine sin cámara: nuestra córnea es la lente, y la retina es la película que proyectamos en la pantalla de nuestro cerebro, porque la cámara oscura es como el interior de nuestra cabeza…
Dicho esto, Hockney nunca defiende los avances técnicos desde una superioridad del progreso; para él, el arte no funciona así, “por eso es un error la idea de lo primitivo, porque asume que el arte es una progresión”. Para Hockney, Rafael no es mejor que Giotto. Por ahí encuentro la enseñanza quizá más fecunda que nos ha ofrecido David Hockney. Saber lidiar con lo viejo y lo nuevo, poniéndolos a dialogar. Entender que estar en el mundo es un proceso de adaptación y transformación constante, pero recogiendo el pasado. La creación es también eso. “Un verdadero progreso, no un mero proceso”, por decirlo con Unamuno. ¿Por qué será? Porque el sentimiento trágico de la vida pasa por tener referentes que nos devuelvan la vitalidad. Hockney sigue aquí entre nosotros. En un vídeo de la exposición se le veía pintando el retrato de una de sus enfermeras, y lo hace a ojo, sujetando su pincel entre los dedos temblorosos. Me viene una imagen parecida que se conserva de Auguste Renoir muy viejo, esclerótico, al que Sacha Guitry alcanzó a filmar en su película de 1915, Ceux de chez nous. Ahora que visionamos películas en infinitos dispositivos y proyectamos futuros más o menos cercanos donde las imágenes podrán llegar a nosotros sin pantalla mediante, a través de gafas o chips implantados, o con imágenes creadas por ia en situaciones más o menos amenazantes para creadores y espectadores, uno se pregunta qué será de nosotros… Hockney fue de los primeros en atreverse a crear imágenes con ia. Es abierto y nunca receloso de los últimos avances técnicos, lleva años dedicado a demostrar que el arte nunca ha sido ajeno a ellos ni les ha dado la espalda. Quizá es un optimista irredento, un ingenuo, un kamikaze. En él se combinan la curiosidad y el arrojo del niño con el rigor y la exigencia del sabio. Quizá simplemente sabe que se va a morir y que por tanto ya no tendrá que seguir lidiando con este nuevo desafío, que nos trae más complicaciones morales y sociales que nada de lo que él haya podido observar anteriormente… Es la paradoja matemática de la nostalgia hockniana: no olvidar nunca el pasado, lo esencial, pero no tener miedo a lo nuevo, lo incierto. Todo es una cuestión de mirada. Y al mal tiempo, buena cara. O algo así. ~