El miércoles 18 de septiembre de 1985 Julio César Strassera, fiscal del juicio a las juntas de comandantes que habían gobernado la Argentina durante la dictadura militar, concluyó su alegato con una oración que quedó grabada en el frontispicio de la democracia: “Quiero utilizar –dijo– una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’.”
Instaurada el 10 de diciembre de 1983, cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia, la democracia se construiría, como resultado de aquel juicio promovido por el mismo Alfonsín, sobre un pacto fundamental: el pacto de los derechos humanos, el compromiso, respetado desde entonces, de que los desacuerdos serían tramitados políticamente, por medio de una palabra pública que, de la plaza al parlamento, de la prensa a las asociaciones de la sociedad civil, de la escuela a la universidad, de los cafés a los clubes sería la principal herramienta para la toma de decisiones colectivas. La violencia política había marcado a la sociedad argentina desde que, en septiembre de 1930, el general José Félix Uriburu lideró un golpe de Estado contra el presidente radical Hipólito Yrigoyen. Desde entonces, y por medio siglo, la alternancia de golpes de Estado contra gobiernos civiles, de restricciones a la democracia por parte de algunos de esos mismos gobiernos civiles, la conculcación de derechos y la persecución de opositores fue aumentando en intensidad, hasta que, en el marco de la proscripción del peronismo y con la Guerra Fría como telón de fondo, la violencia se espiralizó entre organizaciones armadas revolucionarias, fuerzas paramilitares, las fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas que, desde 1975, durante el gobierno constitucional de la viuda de Juan Domingo Perón, María Estela Martínez, Isabelita, comenzaron a participar de la represión.
Un relato breve dirá que el golpe de marzo de 1976 marcó un punto de inflexión en la lógica de la represión estatal de la violencia revolucionaria. La historia es conocida: prácticas masivas de violaciones de derechos humanos, que incluyeron torturas, robo de bebés, violaciones y asesinatos, como los llamados “vuelos de la muerte”, consistentes en arrojar al Río de la Plata a detenidos vivos desde aviones de la Marina. Parte central del dispositivo represivo estribó en la puesta en funcionamiento de campos de detención clandestinos, en los que las personas eran retenidas en condiciones subhumanas hasta que las autoridades militares a cargo decidían el destino de cada víctima.
Dos juristas de enorme trascendencia, Jaime Malamud Goti y Carlos Nino, se ocuparon del diseño de un juicio que no se proponía solamente condenar a los responsables de los horrores cometidos durante la dictadura. En efecto, el que Carlos Nino llamó “Juicio al Mal Absoluto” en un libro posterior se propuso además la tarea de sentar las bases para la reconstrucción –quizá sería más correcto decir: creación– de una comunidad política allí donde solo quedaban los vestigios de la violencia, una comunidad política en el sentido en el que la define Charles Taylor: un grupo de actores colectivos dispuestos a cooperar en beneficio mutuo. Construcción de una comunidad política en el espacio nacional, regreso al concierto de las naciones democráticas para participar activamente de un mundo en el que los valores expresados en la tradición de los derechos humanos servían ya de guía de la acción colectiva.
La democracia argentina, que este mes de diciembre cumple cuarenta años –decir festeja sería a todas luces hiperbólico, si no se matiza la idea de celebración con el recuento entristecido de las condiciones en que se produce ese aniversario–, se instauró en ese hecho fundacional: no el proceso electoral que consagró presidente a Raúl Alfonsín ante un peronismo que había ya aceptado la amnistía que los militares se habían otorgado a sí mismos antes de abandonar el poder, sino el proceso de reparación y fundación instituido por el juicio a las juntas. Se instauró, entonces, en torno de un pacto por los derechos humanos, un pacto que haría que la legitimidad de las acciones de gobierno fuera juzgada en primer término por su adecuación a los contenidos de ese pacto.
Establecer a los derechos humanos como el marco fundamental de la democracia naciente fue una operación intelectual y políticamente extraordinaria. Por su misma naturaleza, por su carácter universal, los derechos humanos están por encima de los particularismos y de las disputas de facción. Tienen, desde cierto punto de vista, incluso más fuerza cohesiva que la misma Constitución, más aun en un contexto cultural en el que la Constitución no es, nunca había sido y seguía sin serlo, el marco político inconmovible de la acción política. A diferencia de la Constitución, resultado de las luchas intestinas y de la apropiación política, los derechos humanos están enmarcados en una tradición filosófica, jurídica y política que queda fuera del alcance de la comunidad nacional y por tanto, en principio, fuera, por encima, más allá de cualquier disputa local. La Constitución puede ser objeto de reformas por voluntad política, reformas que exigen mayorías especiales, procedimientos lentos, que establecen límites a lo que puede ser transformado, pero ella misma no está blindada ante las fuerzas que expresan mayorías transitorias, estados de opinión, modas culturales. Los derechos humanos están, por definición, más allá del alcance de las pasiones pasajeras, su definición no depende del humor de la política doméstica; hacer de ellos el marco de existencia de la comunidad política era, entonces, el intento de que esa comunidad política fuera estable y pudiera proyectarse al futuro como no había conseguido nunca hacerlo en el pasado.
El resultado no fue el esperado, o cuando menos no lo fue del modo en el que se lo había deseado en el momento inaugural. Porque si bien el pacto original garantizó que, a pesar de las innumerables crisis –económicas, políticas y sociales– que atravesó el país en el casi medio siglo transcurrido desde entonces, nunca volviera a ponerse en duda que la violencia política había quedado –¿definitivamente?– excluida de la escena, el propósito de cimentar la comunidad sobre el pacto de los derechos humanos no resultó suficiente para compensar la falta de las capacidades políticas imprescindibles para que el régimen democrático pudiera proveer a la sociedad de los mínimos de bienestar material y de satisfacción de expectativas de futuro que estaban implícitos en la idea misma de una comunidad constituida sobre la base del derecho. Menos aun cuando el cruce de dos tendencias contrapuestas hizo de aquella incapacidad una catástrofe: por una parte, la ampliación de la esfera de derechos otorgados, que agregó a los derechos civiles los derechos de segunda y tercera generación: los derechos económicos, sociales y culturales que garantizan el bienestar económico, el acceso al trabajo, la educación y la cultura, y los derechos al desarrollo, a un medio ambiente sano, “a participar en la explotación del patrimonio común de la humanidad”, a la comunicación y a la asistencia humanitaria… Por otra parte, la imposibilidad de las clases dirigentes de encontrar un modelo de desarrollo económico que pusiera a la sociedad argentina en un camino de crecimiento capaz de garantizar la provisión de mínimos de bienestar material y de acceso y goce de bienes simbólicos. Porque, en efecto, luego del agotamiento de los dos modelos de desarrollo que dominaron la vida del país, el modelo agroexportador que llegó a su término hacia 1930, y el de industrialización por sustitución de importaciones que encontró su límite a finales de la década de 1960, Argentina no pudo diseñar un modelo económico que le permitiera crecer al ritmo al que lo hicieron los principales países de la región.
Naturalmente, la combinación de crecientes demandas y una oferta estructuralmente insuficiente produjo un sostenido deterioro de los indicadores sociales y una creciente pérdida de legitimidad de las dirigencias que se mostraron, durante medio siglo, incapaces de acordar un modelo de desarrollo sustentable.
En la mayoría de los países de América Latina los niveles de pobreza y las brechas de desigualdad son, en cierto sentido, el resultado de acontecimientos traumáticos cuyas marcas no se han podido todavía resolver. Trátese de la conquista española en Mesoamérica y el mundo andino, o de la esclavitud en Brasil y el Caribe, hay un origen que explica el presente, y en ese origen hay un trauma irresuelto. Argentina era, sin embargo, hasta finales de los años sesenta del siglo pasado una sociedad homogénea. La pobreza no alcanzaba al 10% de la población, y era de corta duración: afectaba a los migrantes que, procedentes de las regiones pobres del norte del país y de países limítrofes, se instalaban en el conurbano de la ciudad de Buenos Aires. Una población que rápidamente accedía a la propiedad de la tierra en la que edificaba una vivienda, cuyos hijos podían tener una educación pública de razonable calidad y servicios de salud universales de alta eficacia, y al poco tiempo pasaban a integrar los sectores obreros o de clases medias. Hoy, el 40% de la población vive en la pobreza, y más del 60% de los niños y jóvenes están en esa situación. Se trata de una condición estructural, que se transmite intergeneracionalmente, de modo que, en la actualidad, el mejor predictor del destino de una persona es el código postal de nacimiento: el ascensor social, que alguna vez fue la característica de un país de migrantes que llegaron mayoritariamente sin recursos, escapando de la miseria de la Europa septentrional, de las persecuciones y guerras de la Europa del norte o del atraso relativo de los países limítrofes, no solo se detuvo sino que comenzó a descender: actualmente es más la gente que pierde estatus que la que lo gana, y eso ya no solo en relación con la situación de sus familias de origen sino con su propio trayecto vital: sectores medios empobrecidos primero y directamente pauperizados después, clases bajas conducidas a la miseria por la inestabilidad macroeconómica y la destrucción de empleos y oportunidades en la economía formal, y por la degradación de los bienes públicos que, como la educación, la salud, la seguridad y los servicios de justicia, eran los instrumentos privilegiados de la movilidad social.
Puesto en otros términos, puede decirse que en Argentina fracasó el proyecto moderno, fracasó el impulso que, puesto en marcha con la Constitución de 1853 y diseñado por la Generación del 80, mantuvo su vigencia, no sin reflujos y contramarchas, sin tensiones internas y sin vocaciones retardatarias de sectores reaccionarios de la vida pública, hasta fines de los años sesenta del siglo pasado. Un proyecto que se realizaba simultáneamente en tres esferas: la económica, que se aleja progresivamente de las actividades primarias primero y manufactureras después, privilegiando la producción simbólica –conocimiento, diseño, servicios: de lo manual a lo intelectual, de lo concreto a lo abstracto–; la social, que promueve determinadas formas de sociabilidad, caracterizadas por la disolución de las jerarquías sociales rígidas y de sistemas de creencias establecidos por el nacimiento; y, por último, una dimensión política, cuyo rasgo particular consiste en la “ciudadanización” de todos los miembros de la comunidad, es decir, en la extensión creciente de la isonomía, de la igualdad ante la ley. Brevemente dicho: producir prosperidad, conferir autonomía y movilidad social, universalizar los derechos políticos y sociales. Un proyecto, el de la modernidad, que, con las palabras que utilizó José Luis Romero para definir la mentalidad burguesa, consiste en “construir un proyecto para el futuro”, lo cual significa que el futuro sea concebido como un espacio abierto, dispuesto para que la acción humana le dé forma y contenido. Y es justamente el futuro lo que se convirtió, en Argentina, en una amenaza antes que en una ilusión. No sin razón: medio siglo de fracasos colectivos, un periodo que, medido por cualquier indicador internacionalmente aceptado –calidad de vida, ingreso per cápita, pobreza, desigualdad, calidad educativa, acceso a la salud…–, ha probado que el futuro es siempre peor que su pasado, es suficiente para que la sociedad se empeñe en que el futuro no llegue. La Argentina, que alguna vez fue una sociedad innovadora, abierta, curiosa, se ha convertido en un país conserva- dor, retardatario, especializado en bloquear el cambio y la transformación. Un país que no ha sido capaz de construir una moneda, en tiempos en los que casi todos los países de la región, de México a Chile, de Uruguay a Brasil, de Perú a Colombia, lo han hecho. Por ello, los argentinos ahorran en dólares: viven el presente con sus compatriotas, pero el futuro, ese sitio en el cual se realiza el ahorro, lo hacen con otros, con extraños. Un rasgo que, por lo demás, alienta las conductas predatorias: si el futuro será peor que el presente, lo más racional desde el punto de vista individual consiste en extraer todo lo posible en el momento actual y ponerlo fuera del alcance de un sistema que destruirá su valor. La profecía, como siempre, se cumple a sí misma, se obedece, se subordina a ella, multiplicando el efecto de deterioro y degradación, haciendo cada vez más difícil revertir el ciclo, cambiar la dinámica.
De aquel mes de septiembre de 1985 en el que el fiscal Strassera pronunció su alegato en el juicio a los comandantes, a este mes de septiembre que anticipa los cuarenta años de vida democrática que el país se apresta –se aprestaba– a celebrar en diciembre próximo, solo queda, para decirlo con las melancólicas palabras de François Furet, el pasado de una ilusión. El pacto de los derechos humanos con el que quiso fundarse una comunidad política resguardada de las luchas de facción comenzó a resquebrajarse el día en el que Néstor Kirchner, en marzo de 2004, dijo: “Como presidente de la nación argentina vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia por tantas atrocidades.” En ese instante, al desconocer aquel pacto propuesto por el presidente Alfonsín en 1983, al ignorar un juicio a la vez valiente y ejemplar, realizado cuando los militares eran todavía una amenaza y la sociedad no estaba persuadida de que la democracia liberal era el régimen de su preferencia, en ese instante Kirchner convirtió la política de derechos humanos en un instrumento de la política de facción y, con ello, hizo volar por los aires la posibilidad misma de que hubiera una comunidad política integrada “por actores colectivos que cooperan en beneficio mutuo”. Desde entonces, la polarización se convirtió en la norma de la vida pública en una sociedad que perdió toda idea de fraternidad, de amistad cívica, y por tanto toda capacidad de regular el conflicto en beneficio del bien común. Lo que había sido una dificultad –la dificultad de establecer un estilo de desarrollo económico a la vez sustentable e inclusivo– se convirtió en un proyecto: la producción intencional de un conflicto en el que unos solo pueden ser exitosos a expensas de los otros. (No se trata, y no quisiera que se recurra al atajo fácil de suponer que en la primera opción hay solo armonía: pero el conflicto adentro de una comunidad política no supone la incapacidad absoluta de cooperar, como sí ocurre cuando esa comunidad política se ha roto, y la idea de bien común desaparece para dejar lugar a la pura confrontación de unos contra otros.)
A principios de este año quedaba la modesta ilusión de celebrar. Cuarenta años de democracia ininterrumpida, de una democracia que, a pesar de la recurrencia de las crisis económicas y de los episodios de hiperinflación, a pesar de las reformas que produjeron niveles aberrantes de desempleo, a pesar de la producción de crisis sociales que se traducen en que casi la mitad de la sociedad ha sido privada de sus derechos ciudadanos como consecuencia de la privación material y simbólica, a pesar de todo ello esa democracia nunca fue impugnada, ese es un motivo de celebración. Celebrar una democracia que garantizó derechos fundamentales –a la libertad de expresión, de circulación, de asociación–, y que otorgó derechos que fueron producidos por la misma sociedad: el postergado derecho al divorcio, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, el derecho al matrimonio igualitario, las políticas sociales universales que, aunque escasamente, ayudaron y ayudan a mitigar la miseria y la inequidad. Ese era el modesto horizonte que se abría a inicios del año, cuando todo lo demás era dudosamente motivo de alegría. Y, sin embargo, el momento de la fiesta se oscurece bajo las pesadas nubes de un horizonte electoral del que posiblemente surja un presidente que cuestiona ya no el pacto fundacional, el pacto de los derechos humanos, sino la letra y el espíritu mismo de la Constitución, que cuestiona, reivindicándose liberal, los principios del liberalismo que informa la precaria democracia argentina, que amenaza con regresar a la sociedad a un estado de barbarie en el que si no impera la violencia política dominará la violencia simbólica, la destrucción siste- mática, metódica, de toda forma de respeto y de reconocimiento.
La aparición de Javier Milei como el principal candidato surgido de las elecciones primarias celebradas en agosto enturbia aún más un panorama triste. Pero, a menos que prive la autocomplacencia, la autoindulgencia, la irresponsabilidad, su surgimiento no puede ser interpretado como un cisne negro: es el resultado de la metódica incapacidad de una clase política que, más allá de sus filiaciones partidarias y sus posiciones ideológicas, ha demostrado ser incompetente y venal. Con una inflación del 150% anual, los niveles de pobreza e informalidad ya mencionados, y elencos políticos que, habiendo fracasado en la conducción de los asuntos públicos, fueron incapaces de renovar tanto sus liderazgos como sus ideas, el surgimiento de un líder mesiánico antisistema era solo cuestión de tiempo. Es un proceso, no es necesario señalarlo, que, más allá de los rasgos locales, se observa un poco en todas partes.
Subido a una tarima en la que, con gestos enloquecidos, promete violentar lo que queda del pacto de los derechos humanos, ejercer un gobierno cesarista, ignorante del parlamento, y traicionar el ethos democrático, Milei no es más que el síntoma de un fracaso colectivo, cuya responsabilidad por cierto no está igualmente distribuida. Argentina había abandonado ya el proyecto moderno, reprimarizando su economía, restableciendo el origen como principal predictor del destino individual y degradando la calidad ciudadana de quienes están privados de las capacidades necesarias para ejercerla en plenitud. Que esa sociedad regresiva haya producido un líder premoderno no puede sorprender a nadie. Si hay todavía reservas para impedir que se haga con el gobierno o, eventualmente, para limitar los daños que puede producir desde la presidencia, está por verse. En cualquier caso, es el tipo de prueba que nadie, en aquellos conmovedores días de la fundación, pensaba que, cuarenta años más tarde, habría que atravesar: en lugar de enfrentarse a los desafíos que propone el futuro, Argentina está una vez más confrontada con problemas, y soluciones, de un pasado atávico. ~
(Buenos Aires, 1960) es editor. Es el fundador y director de Katz Editores.