Ilustración: Hugo Alejandro González

Alemania, la anomalía europea

Este mes se celebran elecciones en Alemania. En una Europa donde en los últimos años han crecido la incertidumbre y los extremismos, lo excepcional del país es precisamente su normalidad.
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Cinco semanas después de las elecciones parlamentarias alemanas del 24 de septiembre, se celebrará por todo lo alto el quinientos aniversario de las famosas 95 tesis que Lutero clavara en la Iglesia de Wittenberg. Será el próximo 31 de octubre, y a estos efectos es indiferente que toda la evidencia histórica descarte que Lutero hiciera ese gesto y proclamara las pomposas palabras “Aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa”; no por eso van a dejar de tener lugar estos fastos. Es lo que suele ocurrir con los mitos históricos, que para funcionar no precisan ajustarse a la realidad. Y este en concreto es de los más poderosos para un país como Alemania, tan íntimamente unido a la Reforma. En cierto modo, es aquí cuando de verdad comienza a construirse el país. La traducción al alemán de la Biblia por este antiguo monje agustino fue un formidable factor de cohesión lingüística. Y su ruptura con Roma puso los mimbres para la articulación de diversos estados alemanes, desprovistos ya del factor de cohesión religiosa que otrora facilitaba la integración del sacro imperio romano-germánico. Aunque, como dijera Voltaire, ni fue imperio, ni sacro, ni romano, ni solo germánico.

En el verano de 2015, otra sajona, hija además de pastor protestante, hizo unas declaraciones parecidas a las de Lutero. Diferían en su literalidad, pero no en su convencimiento de que hay situaciones en las que la ética de la convicción es ineludible. La frase de Merkel fue Wir schaffen das! (“Nosotros lo conseguiremos”), y quiso decir algo parecido a lo del reformador protestante: “Aquí estoy yo, no tengo más remedio que acoger a los refugiados.” Con ello, para escándalo de buena parte de su partido, puso en peligro una excepcional trayectoria política. Ella, que siempre había sido tan cauta, tan seguidora de las máximas weberianas de la ética de la responsabilidad, se arrojó al vacío de la incertidumbre política. Pero cayó de pie. Ya sea porque otros países le despejaron el problema cerrando sus propias fronteras, o por la gran solidaridad de importantes sectores de la sociedad civil alemana, el caso es que de ahí en adelante su liderazgo no ha hecho más que crecer.

Los dos grandes problemas a los que se enfrentó, la crisis del euro y la de los refugiados, los acabó resolviendo a satisfacción plena de la mayoría de su pueblo. No le ha bastado ser la única líder europea que no fue outvoted como consecuencia de la crisis económica, sino que ahora se aproxima a empatar el récord de permanencia de un canciller, los dieciséis años que ostentaba el recién fallecido Helmut Kohl. Es dudoso que pueda atribuírsele el calificativo de “líder del mundo libre”, pero está claro que una mayoría de alemanes coinciden con el eslogan de su campaña electoral: “en buenas manos”.

En esta extraña Europa en la que vivimos, Ale-mania es una anomalía. Curiosamente, por uno de esos extraños giros que da la historia, esta vez no por su excepcionalismo, sino por su “normalidad”. En un continente donde la política ha enloquecido, incluso en lugares habitualmente tan apacibles como Escandinavia, Austria u Holanda, llama la atención que el más potente de todos, en población y pib, sea un remanso de estabilidad política y social. Ha acogido sin grandes sobresaltos a un millón de refugiados sin que el partido de extrema derecha Alternative für Deutschland (afd) vaya a beneficiarse en exceso. Después del susto motivado por su incremento de voto en algunos estados (Länder) del este del país, su expectativa en las generales está por debajo del 10%, aunque consiga colocar a algunos diputados en el Bundestag. Y la alternativa política teórica a Merkel, el socialista Martin Schulz, proyecta hacia Europa la misma imagen de estabilidad. Por fin un país europeo donde da igual que gane el actual gobierno o la oposición, donde no hay que estar con el corazón encogido a la espera del resultado, donde el electorado no va a caer en prácticas disruptivas. Si alguien pensaba que Europa había entrado en una situación similar a la de los años treinta, Alemania, desde luego, no es el caso. Carl Schmitt ha sido exportado a América Latina y Francia, donde hace las delicias de Mélenchon vía Chantal Mouffe, con sus ensoñaciones de confrontación entre política sistémica y populismo, o entre populismo de izquierdas y populismo de derechas. En Alemania, en cambio, la polarización política no existe, salvo en los márgenes y muy de vez en cuando en alguna tertulia televisiva. Por eso mismo tuvieron tanto impacto las imágenes de devastación provocadas por antisistemas en Hamburgo con motivo de la reunión del G20. ¿Iba a aparecer un extremismo de izquierdas además del clásico de derechas? La pregunta sigue sin respuesta, pero es obvio que se trata de un hecho aislado. La pregunta relevante es más bien: ¿por qué es este país tan poco proclive al aventurismo político?

La clave de la estabilidad seguramente resida en su sorprendente cultura de pacto político. Pacto entre gobierno y oposición, con sucesivas Große Koalition entre los dos grandes partidos, que aseguran una gobernabilidad sin fisuras, no solo en el gobierno central, sino también en los Länder, donde nos encontramos con coaliciones de todos los colores. La lenta desaparición del bipartidismo imperfecto anterior y su paso a un pentapartidismo –antes de que la afd tuviera posibilidades de entrar en el Bundestag– no ha tenido ningún efecto sobre la gobernabilidad. Puede que sea el recuerdo de Weimar y la quiebra de aquella débil democracia como consecuencia de las radicales desavenencias entre los partidos, o, simplemente, por el predominio de una política pragmática, el caso es que la predisposición al acuerdo entre partidos es algo que siempre se da por hecho. Incluso ahora que los del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) han dicho que ya no van a formar parte de una próxima gran coalición, es muy posible que al final se muestren dispuestos a entrar en ella si no salieran las cuentas entre la Unión Demócrata Cristiana (CDU) de Merkel y algún otro partido en ascenso, como los liberales del Partido Democrático Libre (FDP), o incluso los Verdes.

Si eso ya es envidiable desde la perspectiva europea, lo es aún más el funcionamiento de un sistema federal perfectamente engrasado con grandes dosis de solidaridad interterritorial. La incorporación de la antigua República Democrática Alemana, algo de lo que, por cierto, se habla cada vez menos, probablemente fuera el motor que contribuyó a normalizar un sistema de transferencias territoriales que funciona sin grandes tensiones y con un mecanismo casi automático. Toda disfuncionalidad del sistema de organización de competencias se reestructura sin abrir heridas, como si se tratara de un mero ajuste técnico-administrativo. Sí, admirable, pero es algo que se ha visto favorecido por el hecho de que lo rige un perfecto sistema de ordinalidad en las transferencias –el que paga no pierde su lugar en el ranking de renta per cápita– y no siempre han sido los mismos Länder los que más han contribuido. Ahora la riqueza está sobre todo en los del sur, con la excepción de Hamburgo, el más rico con diferencia, pero antes se concentraba en otros lugares.

Con todo, lo más evidente es que todo conflicto político tiende a apaciguarse si, como es el caso, la economía funciona como un tiro, y el mercado de trabajo lo absorbe todo con una extraordinaria capacidad para crear puestos de trabajo en todos los sectores. Alemania sigue viéndose a sí misma como una nación exportadora, uno de los mayores motivos de orgullo nacional, pero esto es también lo que más conflictos le crea con Europa. Su abultadísimo superávit exterior no se ve contrarrestado después con un alza de salarios o inversiones públicas, algo que se le reclama constantemente desde Bruselas y el Fondo Monetario Internacional (fmi) para que compense los déficits de los países del sur. Pero los límites de gasto y el temor a la inflación siguen siendo anatema para el policía malo de la política alemana, el ministro de Finanzas W. Schäuble, el azote de Grecia y el guardián de las esencias de las política de austeridad. Si después de las elecciones siguiera en su cargo, algo que ahora mismo no se da por hecho, permanecerá la ausencia de flexibilidad alemana. Aunque es muy posible que esto vaya a cambiar con la recuperación del protagonismo francés y la nueva entente Merkel/Macron.

Los mayores quebraderos de cabeza en el interior del país los están produciendo, curiosamente, sus grandes exportadores; en particular la todopoderosa industria del automóvil. El caso del fraude en las emisiones contaminantes en el que se vio envuelto Volkswagen provocó una verdadera sacudida en la autocomprensión alemana, y este mismo fabricante se encuentra ahora mismo en el centro de debate por sus posibles interferencias y apaños con el gobierno de su estado, Baja Sajonia. Otro tanto cabe decir de las otras grandes marcas automovilísticas, cuyas prácticas de conspiración tipo cártel a lo largo de los años noventa han sido ahora expuestas por la prensa. Visto desde nuestra perspectiva, se dirá que son problemas de ricos. De todas formas, lo más envidiable es la ausencia de corrupción, como en otros países protestantes. Una poderosa razón para seguir homenajeando a Lutero. ~

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es catedrático de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid.


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