Me parece que podemos estar de acuerdo en que parte integral de la debacle ambiental que hemos desatado se debe a la creciente desconexión entre la experiencia humana y la biósfera en la que habitamos. Cuestión que a grandes rasgos lleva a que ni siquiera seamos capaces de dimensionar el nivel de nuestros impactos, cuando no al llano negacionismo. Sufrimos de un “trastorno por déficit de naturaleza”, como lo denominó Richard Louv en Last child in the woods de 2005, concepto que, más que formular un diagnóstico médico, busca señalar la raíz del problema: que los seres humanos, especialmente los niños, pasan cada vez menos tiempo al aire libre y lejos del asfalto, y que tal alienación progresiva respecto al entorno está causando una serie de afecciones sobre la salud, a la par de cambios preocupantes de comportamiento. Las evidencias sugieren que dicho trastorno contribuye a un menor refinamiento de los sentidos y a un incremento significativo de la dificultad de atención, al tiempo que agudiza el desarrollo de condiciones relacionadas con la obesidad y el sobrepeso, así como mayores índices de patologías emocionales, físicas y mentales. Además, esta carencia de contacto con el medio ambiente debilita la alfabetización ecológica, empaña su apreciación y pone en jaque la conservación de lo poco que queda del mundo silvestre. En suma, muchos de los tropiezos que marcan nuestra era (Capitaloceno, Antropoceno, Chthuluceno, Plantacioceno, o como sea que deseemos nombrar estos tiempos).
No obstante, se trata de un problema que tiene solución. Es posible no solo mitigar, sino inclusive revertir, ese déficit de naturaleza que afecta a la sociedad contemporánea. ¿Cómo se empieza? Experimentando la estimulación del paisaje abierto más a menudo, desde luego, así sea en un parque urbano, pero también (y quizás de manera más inmediata) atendiendo el paisaje interior que llevamos dentro. Es decir, enriqueciendo nuestras narrativas, ampliando la perspectiva y tornando más exuberante el panorama de historias que nos definen. El autor catalán Gabi Martínez propone el término “liternatura” (españolización del anglicismo nature writing) para hablar del “conjunto de escrituras que dialogan, artística e íntimamente, con la naturaleza en todas sus dimensiones, desde los microbios que habitan en nuestro cuerpo hasta las ballenas que surcan los mares, desde las profundidades geológicas hasta los ecosistemas que la actividad humana ha amenazado”. De esta manera, Martínez no solo pretende dar cauce a la corriente de tratamientos creativos que abordan el medio ambiente (y nuestra relación con este) desde las letras iberoamericanas, sino que, a la vez, defiende el poder de la palabra –ya sea escrita, cantada o dibujada– para cambiar la realidad. A lo que el mexicano Jorge Comensal agrega: “Ante la desconexión de la cultura urbana con la naturaleza, divulgar y celebrar la literatura y las artes que abordan lo silvestre puede ser una forma terapéutica de enfrentar la ansiedad producida por las crisis ambientales y un semillero de ideas para mejorar nuestra relación con la biósfera.” Y es que escribir o leer sobre algo implica valorarlo y convertirlo en parte de nuestra vida interior; gracias a la tradición literaria, las culturas de todo el mundo han logrado preservar su historia, exaltar su identidad, dotar de sentido su existencia y expresar sus miedos y deseos a futuro. Por eso, la liternatura es una forma de ampliar nuestros horizontes y luchar contra el ecocidio.
La realidad es que, si no cambiamos la concepción que tenemos sobre nosotros mismos, sobre nuestra especie y el lugar que ocupamos en el inmenso árbol de la vida –ese discurso que venimos repitiéndonos neciamente desde hace siglos: que somos los hijos de dioses que nos existen, el pináculo mismo de la evolución–, me temo que no saldremos airosos de nuestros traspiés por mucho más tiempo. Tenemos que combatir de tajo el antropocentrismo frenético y completamente mercantilizado que está condenando a buena parte de los organismos con los que coexistimos y, de paso, condenándonos también a nosotros mismos. Vamos, si no descendemos de ese pedestal en el que nos hemos autocolocado, estamos perdidos. Y esto solo se logra cambiando la narrativa. Reformulando nuestra historia compartida. Después de todo la Tierra no es el centro del sistema solar y el humano no es el centro de nada. La vida silvestre es, a fin de cuentas, además de una fuente de recursos y servicios ambientales imprescindibles para la supervivencia humana, una fuente inagotable de sabiduría y asombro estético que podemos apreciar por medio del arte y de la narrativa. Así que para alcanzar una sociedad que realmente valore y proteja la biósfera, y que no peligre con extinguirse antes de la cuenta (junto con los millares de especies que estamos desvaneciendo), necesitamos generar una liternatura tan comprometida con la palabra como con el mundo natural que nos rodea.
Curiosamente, aunque en el terreno de las letras en español tendamos a olvidarlo, estamos ante una de las tradiciones más antiguas de nuestra estirpe. Una herencia narrativa que nos acompaña desde el alumbramiento del homo sapiens, si no es que lo propició. Desde que los humanos tempranos comenzaron a dejar siluetas coloridas de animales labradas sobre los muros de las cavernas y a contarse así leyendas sobre las criaturas que les rodeaban, podemos hablar de liternatura. Ni qué decir de la era de las grandes civilizaciones, donde encontramos sagas afines a esta corriente en todas las culturas, desde Persia y Mesopotamia, pasando por Egipto, Grecia y el Lejano Oriente, hasta el mundo maya y el mexica. De forma similar, la época de los naturalistas clásicos –cuando escritura, ciencia e ilustración cabalgaban lado a lado– legó grandes tratados de liternatura (si bien ciertamente colonialistas) de la mano de Humboldt, Darwin, Mary Anning, Wallace, Jean-Henri Fabre y demás exploradores decimonónicos. No obstante, el siglo pasado aconteció una ruptura, la noción errada de que existían dos culturas comenzó a trazar una fisura entre la ciencia y las humanidades. Al menos en el amplio territorio del habla hispana tal visión de las cajas estancas entre disciplinas pareció cimentarse con fuerza, puesto que aquí la liternatura entró en estado de hibernación y, salvo por contados destellos (esporádicos y desvinculados) durante buena parte del siglo XX y principios del que corre, prácticamente no encontramos piezas que le hicieran ecos desde nuestro idioma. En contraste, durante ese mismo periodo, se registró un auge fervoroso en otras regiones, ahí están Maurice Maeterlinck, Konrad Lorenz, Gerald Durrell, Rachel Carson, Anna Tsing, Donna Haraway, Oliver Sacks, Redmond O’Hanlon, Robert Sapolsky, Terry Tempest Williams, Sy Montgomery, Philip Hoare y el resto de la tropa para probarlo.
“Se trata de una literatura del yo, pero en la que el narrador no es el centro ni es protagonista, sino un animal más que está, observa, siente y también cuenta, narra, relata”, declara Ramón J. Soria. Pero yo diría que no solo es eso, o es mucho más que eso, pues estamos ante una especie de antigénero, o mejor dicho una categoría transgenérica en sí misma: la liternatura no pierde el tiempo distinguiendo entre registros, elaborando dudosas taxonomías a partir de la forma, sino que se fija solo en el fondo. Aquí no se le cierra la puerta a nadie, mientras que la obra verse sobre el mundo viviente –y lo haga con visos sensibles y subjetivos– abraza todas las expresiones por igual: poesía, ensayo, crónica, memorias, disquisición filosófica, indagación periodística, elucubración infantil, o mejor aún, una combinación entre todas que, incluso, abre los brazos a la ficción. Si acaso, me atrevería a sumarle el acompañante “narrativaleza”, para englobar también al podcast, material audiovisual, videojuegos y artes escénicas que compartan la pulsión naturalista.
Esperemos que con el tiempo y algo de empuje este tipo de escritura en nuestro idioma se haga cada vez más robusto y caudaloso. Que sus aguas aneguen los anaqueles de librerías y bibliotecas, que se infiltre en el aula y programas educativos, que se popularice y que sean estas líneas las que en algún momento sean traducidas a otras lenguas en otras regiones y no al revés. ~
Biólogo y escritor, fundador de la Sociedad de Científicos Anónimos. Conduce el podcast Masaje Cerebral y escribe libros de liternatura para personas pequeñas y grandes.