Entonces: tu vida. Está delante de ti –posiblemente un camino, una cinta, una línea de puntos, un mapa–, digamos que tienes veinticinco años, luego tomas algunas decisiones, haces cosas, tienes reveses, tienes triunfos, te conviertes en alguien, en un conductor de autobús, un profesor de lingüística indoeuropea, un pirata, un cosmetólogo, pasan los años, quizá en una familia y quizá no, quizá feliz o quizá no, y un día te despiertas y tienes setenta años. Cuando miras al frente ves una puerta negra. Empiezas a darte cuenta de que la puerta negra siempre está ahí, en el límite, la mires o no. La mayoría de los momentos la contienen, la mayoría de los momentos tienen una especie de sedimento de puerta negra en el fondo. Te preguntas si los demás también lo ven. Les preguntas. Te dicen que no. Les preguntas por qué. Nadie puede decírtelo.
Hace un momento tenías veinticinco años. Entonces seguiste adelante para conseguir la vida que querías. Un día miraste hacia atrás, de los veinticinco a ahora, y ahí está, la puerta, negra, esperando. Cuando me diagnosticaron la enfermedad de Parkinson, un síntoma especialmente mortificante para mí fue que mi caligrafía se desintegró. Me producía placer escribir en cuadernos, en estanterías, día tras día, año tras año. Ahora los trazos rectos se doblan o se rompen o van en todas direcciones, las vocales se encogen hasta convertirse en manchas, la inclinación pierde su suave ángulo inteligente, todo resulta embarazoso. Borro párrafos enteros por vergüenza.
Es difícil describir o explicar la vergüenza que te da la mala letra.
La mala letra es fea. Además, no es auténtica. En el sentido de que no eres tú.
El párkinson es una enfermedad que desactiva ciertos genes en las células del cerebro, nadie sabe por qué. Muchas acciones físicas, y algunas cognitivas, se inhiben o se estropean.
En The brain that changes itself, Norman Doidge escribe:
Cada célula de nuestro cuerpo contiene todos nuestros genes, pero no todos esos genes se activan o se expresan. Cuando un gen se activa, produce una nueva proteína que altera la estructura y la función de la célula. Esto se denomina función de transcripción, porque cuando el gen se activa, la información sobre cómo fabricar estas proteínas se “transcribe” o lee a partir del gen individual.
Así que el cerebro tiene su propia letra. Y depende de una determinada proteína. Me imagino a mi pobre cerebro levantando las manos, consternado al ver que toda la proteína de buena letra ha desaparecido o está hecha un desastre.
Entra en la zona de destrucción. Manos dentro de manos. Los vectores metabólicos y metafóricos se superponen. ¿Es confuso? Sí, es confuso.
Qué diferencia hay entre la caligrafía de Keats en cartas o notas para un poema y sus “copias bonitas” hechas para editores o amigos. Estudio esta diferencia. Me digo que es solo una cuestión de atención; de pasar la página, prestar atención, volver a intentarlo. Vuelvo a intentarlo y me equivoco. La vida se desliza poco más hacia la barbarie.
¡La vida ya no es justa!
La escritura a mano es una marca de mi interior que pongo fuera de mí, a menudo con la intención de mostrar, contar, comunicar. Es lo que Gerard Manley Hopkins llama “el paisaje interior”. (Nota: Hopkins se refería a varias cosas diferentes cuando aludía al “paisaje interior”, y no sé lo suficiente sobre su psique o su poética como para representarlo aquí, pero esos cuadernos de Dublín… ¡vaya!)
Si tu escritura se inclina hacia la derecha, eres una persona muy influida por tu padre; los procrastinadores ponen los puntos sobre las íes a la izquierda, etc. La grafología es el estudio de la letra como pista para el análisis del carácter. Es difícil creer que no sea una buena pista.
Desintegración escritural: también asusta como imagen del colapso cognitivo que es otro efecto gradual de la enfermedad de Parkinson. Vaguedad, olvido, discontinuidad, lagunas y fisuras, ralentizaciones, paradas. Cuando los críticos hablan del “estilo tardío” de Beethoven o Baudelaire, ¿se refieren tanto a las marcas sobre el papel como a los fantasmas del cerebro, o acaso son las marcas una clave para esos fantasmas?
“En la historia del arte, las obras tardías son las catástrofes”, escribe Adorno en Ensayos sobre música.
Desde el punto de vista grafológico, el arte de Cy Twombly constituye una aberración. Sus cuadros presentan palabras manuscritas inscritas de tal manera que evitan ofrecer cualquier pista sobre él, su carácter o su estado interior. Garabateada, confusa, desmañada, desganada, fea, la letra no es de nadie, ni de todos, ni mítica, ni tan solo una mancha dejada por algo escrito allí antes. Una marca sin persona. Sin vergüenza.
Los neurólogos parecen creer ahora que el cerebro es plástico y que ciertas actividades pueden recablearlo, generando nuevas neuronas que sustituyan a las perdidas o excitando neuronas que se han vuelto perezosas o lentas. Se recomienda el boxeo. Voy a una clase de boxeo tres veces por semana. Todos los alumnos de la clase tienen párkinson, en diversos grados de deterioro. En un momento determinado de cada clase (después de estiramientos, boxeo de sombra, ejercicios, entrenamiento de fuerza), el instructor grita: “¡Poneos los guantes!” Corremos a las taquillas por nuestros guantes de boxeo. Ponerse el primer guante es fácil. Para ponerse el segundo hay que pedir ayuda. “No usen los dientes”, nos dice el instructor. Dato interesante: es imposible conjurar la puerta negra mientras otra persona te está poniendo un guante de boxeo.
El temblor, ¿qué es? El temblor incontrolable de una extremidad, identificado por el cirujano y boticario inglés James Parkinson en 1817 como uno de los primeros síntomas perceptibles en las personas que padecían lo que él denominó “la parálisis temblorosa”.
Cuando intento realizar un movimiento complicado, como una combinación de uno-dos-cuatro-cinco en boxeo (jab de izquierda, cross de derecha, gancho de derecha, uppercut de izquierda), noto cómo las neuronas de mi cerebro luchan y se esfuerzan. Sí, puedo sentirlo. Ahora piensas que estoy loca. Perdón, que soy neurodivergente.
Digamos que un temblor se produce porque la electricidad fluye por una vía nerviosa a una velocidad que no me gusta y que no puedo controlar. Por ejemplo, cuando me cepillo los dientes, cosa que hago con el brazo y la mano derechos, donde tengo el temblor, el cepillo sube y baja a un ritmo salvaje, chocando con labios y encías. Pero un recorrido nervioso tiene un plano de acción. Si me concentro y cambio el plano, moviendo el brazo arriba o abajo, puedo interrumpir el flujo y calmar el temblor. La concentración es la clave. Tengo que pensar en el movimiento.
Un hombre llamado John D. Pepper ha descubierto algo parecido en la gestión de sus problemas al caminar. Se enfrenta a esas dificultades caminando: veinticuatro kilómetros a la semana en tres sesiones de ocho kilómetros cada una, a un ritmo de seis kilómetros por hora. Seis kilómetros por hora es un ritmo más rápido de lo que naturalmente quiero caminar. Es un esfuerzo. Tengo que prestar atención al movimiento. Es decir, los movimientos motores que otra persona podría realizar automáticamente requieren mi atención consciente. Aplicando esta técnica de movimiento consciente, Pepper consiguió dominar el temblor y otros síntomas motores. Probablemente contrajo párkinson a los treinta años (aunque no se lo diagnosticaron entonces) y ahora tiene noventa. Intensamente, prospera.
Enderezarse contra una corriente que nunca deja de tirar: los libros me dicen que preste atención consciente y continua a acciones como caminar, escribir, cepillarme los dientes, si quiero inhibir o retrasar el fallo de las neuronas en el cerebro. Es difícil vivir en un esfuerzo constante. Es difícil vivir dentro de la palabra “degenerativo”, que significa que, por mucho que me esfuerce, no gano.
Por supuesto, todo el mundo se esfuerza toda la vida. Y nadie gana a la mortalidad. Pero hay una diferencia entre esforzarse por (digamos) aprender griego antiguo o pasar la aspiradora y esforzarse por prestar una atención microscópica a cada instante de un acto físico. Estudiando su propia forma de caminar en la enfermedad de Parkinson inversa, Pepper la analiza en nueve segmentos de acción y seis objetivos de atención para cada paso que da. Compruébalo. El tipo es intenso.
Escribir este ensayo en un cuaderno con bolígrafo ha sido un ejercicio agotador. La letra es quizá un 60% legible. Con este garabato no consigo liberarme de la cáscara del cliché ni de los grilletes de mi personalidad, al estilo de Twombly. La letra tiene demasiado de mí. Y, francamente, es un poco repugnante.
Pero mantengamos la ligereza al final. Citar a Barthes puede elevar el tono.
Al describir la torpeza de la letra de Twombly, Barthes destaca su ligereza, su inclinación a borrarse gradualmente y desvanecerse en un vapor de inocencia. Admira el impulso de “unir en un solo estado lo que aparece y lo que desaparece; [no] separar la exaltación de la vida del miedo a la muerte [sino] producir un solo afecto: ni Eros ni Tánatos, sino Vida-Muerte, en un solo pensamiento, un solo gesto”: ¿un solo temblor? ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en London Review of Books.