El fin del siglo XX anunciaba cambios en los paradigmas científicos. A propósito de las disputas que había al interior de la comunidad científica por el futuro de la ciencia, reproducimos un fragmento del artículo que el médico y escritor Lewis Thomas publicó en enero de 1982, en el número 62 de Vuelta. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.
El mayor logro de la ciencia del siglo XX ha sido el descubrimiento de la ignorancia humana. Vivimos como nunca antes en el azoro ante la naturaleza, el universo, y más que nada ante nosotros mismos. Es una experiencia nueva para la especie. Hace un siglo, una vez que amainó la turbulencia causada por Darwin y Wallace y que se encendió y aceptó la idea central de la selección natural, creíamos saber todo lo esencial en cuanto a la evolución. En el siglo XVII no había azoros de gran envergadura; la razón humana era todo lo que se necesitaba para dar cuenta del universo. Y en la mayor parte de los siglos anteriores, la Iglesia proporcionaba a la vez las preguntas y las respuestas, cuidadosamente empacadas. Ahora, por primera vez en la historia de la humanidad, estamos teniendo vislumbres de nuestra incomprensión. Podemos todavía fabricar historias para explicar el universo, como siempre hemos hecho, pero ahora esas historias tienen que ser confirmadas y reconfirmadas por la experimentación. Tal es el método científico, y una vez que nos hemos adentrado por ese camino no podemos dar marcha atrás. Estamos obligados a crecer en escepticismo, exigiendo pruebas para cada aserción referente a la naturaleza, y no hay más salida que ir hacia delante e insistir en la brecha, con la esperanza de hallar una comprensión en el futuro pero viviendo en una situación de inestabilidad intelectual a largo plazo.
Los estudiantes de nivel preuniversitario y, ¿por qué no?, los de nivel secundario deberían asomarse muy pronto, tal vez desde el comienzo, a las grandes argumentaciones que tienen lugar actualmente entre los científicos. Las grandes argumentaciones estimulan su interés y con un poco de suerte ganan y absorben su atención. Pocas cosas en la vida son tan absorbentes como una buena pelea entre adversarios altamente entrenados y hábiles. Pero a los jóvenes estudiantes se les dice muy poco sobre los grandes desacuerdos de la actualidad; tal vez se les enseñe algo sobre las disputas entre los darwinistas y sus oponentes hace un siglo, pero no se dan cuenta de que sigue habiendo ciertamente debates similares sobre otros asuntos, muchos de los cuales tocan puntos esenciales de nuestro entendimiento de la naturaleza, y que son un rasgo esencial del proceso científico. Me temo que hay entre los maestros de ciencias una renuencia a hablar de estas cosas, basada en la creencia de que antes de que los estudiantes puedan apreciar de qué se trata en esas discusiones, tienen que aprender y dominar los “fundamentos”.
A los estudiosos de las ciencias sociales les toca la tarea más dura: tratar de entender cómo funciona la humanidad. Se ven envueltos en disputas por todas partes; cada cosa que tocan resulta ser una de las terminaciones nerviosas de la sociedad, que provoca ofensas y gritos de dolor. Y eso que todavía les falta mucho para tocar hueso. Algún día lo tocarán sin duda, a condición de que puedan seguir atrayendo a bastante gente inteligente –fascinada por la humanidad, sin asustarse de los grandes números y escéptica ante los cuestionamientos– y a condición de que el gobierno no los saque del negocio por hambre. A los políticos no les gusta el dolor, ni siquiera el sobresalto, y tienen algún temor de lo que las ciencias sociales puedan estar pensando sobre el pensar para el futuro.
Pero tratar de hacer ciencia en el terreno de las humanidades antes de tiempo supone algunos riesgos, y pueden sacarse algunas lecciones útiles de la historia, no tan distante, de la medicina. Hace un siglo era práctica común enfrentarse a alguna enfermedad analizando lo que parecía ser el mecanismo subyacente y aplicando cualquier tratamiento que se le pasara por la cabeza al médico. Enfermarse era una empresa azarosa en aquellos días. El impulso dominante en medicina era la necesidad de hacer algo, no importaba qué. Se me ocurre ahora, leyendo en la incomprensión algunos de los escritos reduccionistas que se publican actualmente en crítica literaria, que las nuevas escuelas corren un riesgo bajo presiones similares. Un poema es un organismo saludable, no necesita en realidad de ninguna ayuda científica, de ningún tratamiento que no sea aire fresco y ejercicio. Pensé que me gustaría simplemente deslizar esto aquí. ~