En 2020, como parte de la promoción de su entonces nuevo material, Let’s rock, el dueto norteamericano de rock y blues The Black Keys grabó una suerte de sketch que consistía en un anuncio de una ficticia master class impartida por ellos: ‘Let’s rock’ MasterCourse. En el video, que todavía puede verse en YouTube, el dúo se burla de la grandilocuencia propia del formato, en la que los ponentes suelen hacer gala de su gran talento, erudición y, sobre todo, de su éxito, mismo que cualquier mortal podrá emular luego de pagar el coste del cursillo y pasar algunas horas frente al monitor, abrevando la sabiduría y experiencia de las fuentes originales. “Luego de este curso, serás capaz de escribir música como los profesionales”, dice Patrick Carney, el baterista. “A menos de que no tengas un talento natural, como nosotros. En ese caso, en realidad no podemos ayudarte”, concluye el vocalista, Dan Auerbach, con el humor seco que los caracteriza. Aunque se trate de una sátira –o precisamente por ello–, pienso en este video como punto de partida para una pregunta que ha flotado sobre la literatura a lo largo del tiempo: ¿se puede enseñar a otro a ser escritor?
Puesto que las licenciaturas, diplomados y maestrías en escritura creativa gozan de una existencia relativamente joven, si las comparamos con otras disciplinas artísticas que rápidamente se adaptaron al modelo de la educación formal como la danza, la música o el teatro, buena parte de los saberes de las grandes plumas se ha conservado a lo largo del tiempo gracias a los decálogos, conferencias, entrevistas, manuales, correspondencia personal e incluso chismes que ellos mismos decidieron dejar por escrito. De entre las anteriores formas, el manual de creación literaria se ha convertido en un género en sí mismo: un volumen en el que un autor –que puede estar ya consagrado o ser temerariamente soberbio– se explaya sobre lo que ha aprendido de su oficio a lo largo de los años que lleve ejerciéndolo y que tiene a bien compartir con los escritores en ciernes, a fin de que estos se ahorren unos cuantos pasos o tropezones en el largo camino de la literatura.
Desde Aristóteles hasta nuestros días han aparecido aquí y allá preceptivas, consejos, métodos rápidos o presuntamente infalibles para convertirse en escritor y Julián Herbert lo sabe: “Una peculiaridad de la rutina de la creación es que es novelizable. Al interior de la industria de la producción de novelas, poemas, etcétera, existe una pequeña subindustria del know how: ‘pregúntale al escritor cómo le hace’.” Su Suerte de principiante. Once ideas sobre el oficio no es, en definitiva, un volumen de ese tipo, o al menos no un libro para principiantes. Quien se aboque a leerlo con la intención de encontrar un recetario (perdóneseme el término) o un compendio de consejos prácticos para ejercitar el lápiz –como es el caso de los decálogos de Quiroga, Monterroso y otros tantos, o Mientras escribo, de Stephen King– va a topar con barda porque este es un libro para escritores.
Si bien al inicio su autor explica que Suerte de principiante parte de una serie de charlas “informales” sobre el oficio literario que sostuvo ante amigos y colegas en su propia casa durante 2019 y 2020 –grabadas para su transmisión y aún disponibles en línea–, los ensayos que nos presenta poco tienen de informalidad y ligereza. Dividido en once apartados, Herbert elabora sesudas digresiones sobre los que para él son los puntales del quehacer literario: la respiración, la rutina, la repetición, la pregunta, la paranoia, la dualidad, la mala leche, la emoción ideológica, la tertulia, la ermita, la vocación. Con referencias que van desde la cultura pop actual hasta Wittgenstein, Herbert entrelaza su experiencia escritora y lectora con asuntos de su vida personal que, a final de cuentas, siempre resulta determinante en la formación de cualquier lector. Sin que llegue a tratado con ínfulas academicistas, el texto de Herbert nos exige una copiosa serie de lecturas (la sola bibliografía abarca once páginas) que puede dejar fuera a diletantes y despistados. Pero esto no es de ninguna manera un defecto del texto sino, por el contrario, una invitación a una lectura curiosa y comprometida con profundizar en todas las implicaciones del acto escritural.
En cada uno de los apartados nos vemos imbuidos en la filosofía de distintas variantes del budismo, pues este se ha vuelto una manera de contemplar y ser en el mundo para el autor, al punto de que constantemente equipara los procesos escriturales con las prácticas budistas: “La primera condición para aprender a respirar es asumir que no sabes hacerlo. Para un escritor, esta me parece una tarea fundamental.” No se puede avanzar en su lectura sin empaparse, aunque sea por encima, del pensamiento oriental. Resulta simpático, por ello, el hecho de que Zen en el arte de escribir habría sido un título más preciso para este libro; por desgracia para Herbert, Bradbury llegó antes a la repartición.
Sin duda, este volumen demanda ser leído de forma pausada, dejándose interrumpir por las propias ideas que vayan apareciendo conforme nos adentramos en la compleja naturaleza de la palabra, lo mismo si se la concibe desde el punto de vista filosófico que como un acto físico. Quizás el espacio de tiempo que piden estos textos para ser procesados obedece a que se originaron como parte de un ciclo, pensados para estar separados por los días suficientes para seguir dándole vueltas en la cabeza, pero no tantos como para que la mente se ocupe de lleno en otros asuntos, pues cada uno está relacionado de forma inmediata con el anterior y de manera global con los restantes. La poética personal que Julián Herbert ha ido hilando como autor y como maestro a través de los años se hace explícita, con motivos que aparecen de forma recurrente a lo largo de los capítulos.
Encuentro especialmente luminosos el apartado sobre la mala leche –que, además, es muy divertido–, el de la vocación y el de la rutina, en el cual se resalta el valor de esta para el oficio del escritor: ya sea por medio del consumo diario y puntual de cocaína para soltarse (método que el autor no recomienda), o bien, practicando la respiración consciente de la meditación. Este capítulo pone de realce algo que se suele dejar de lado al pensar la escritura: cómo construir, por medio de la corporalidad, un andamiaje que nos facilite entrar a una zona de concentración en la que el acto creativo pueda darse de forma cotidiana. Creo que esta última idea expone en buena medida las intenciones de este libro: pensar sobre el oficio literario no como el mero acto de poner palabras sobre el papel para contar una historia de forma efectiva, sino en algo mucho más grande: el extraordinario acontecimiento lingüístico, mental, afectivo y físico que es escribir un libro.
Sin importar si estas ideas nacieron de una plática nerd sobre cine con un amigo o mientras Herbert corría su dotación diaria de kilómetros por la alameda de su ciudad y por mucho que incluyan los conocidos dimes y diretes poéticos entre Lope de Vega y Quevedo o referencias a Juego de tronos, Suerte de principiante no obvia el hecho de que “escribir libros es un oficio especializado. Hacerlo no digamos de manera genial, sino medianamente bien, toma años y días y horas frente a una máquina de precisión cuya técnica de manejo no viene en un manual”, como asevera Herbert casi al final. Esta máquina de precisión es un mecanismo personal, de ahí que si “quizás estamos buscando una receta mágica que nos permita perfeccionar nuestra experiencia de la escritura. Considero que no existe tal receta. Volviendo al zen y al zazen (la posición clásica de meditar sentado), diría que lo único que existe es esto: la posición de sentarse –en nuestro caso– a escribir”. Es cierto que Herbert nunca nos prometió un método, en cambio ofrece, con suma generosidad, su experiencia, sus preguntas, sus errores para que algo aprendamos de ellos. Tal vez, como The Black Keys, mutatis mutandis, dijeron: si no tienes el talento, no podemos enseñarte. Pero quién sabe, el ser humano aprende imitando y qué mejor manera de aprender a escribir que aprendiendo a repensar la escritura. ~
(Durango, 1984), es autora de la novela Ecos (FETA, 2017) y de la colección de cuentos Corazones negros (An Alfa Beta, 2019). Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2017. Actualmente es becaria del FONCA Jóvenes Creadores en la categoría de Cuento. Fue promotora cultural de literatura del Instituto de Cultura del Estado de Durango, donde también estuvo encargada del programa editorial.