Para no olvidar

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Geney Beltrán Félix

Adiós, Tomasa

Ciudad de México, Alfaguara, 2019, 328 pp.

Ya en su novela anterior, Cualquier cadáver (Cal y Arena, 2014), Geney Beltrán Félix había hecho patente tanto su interés por retratar la violencia normalizada en México como su disposición a tomar anécdotas autobiográficas para construir una ficción crítica. A diferencia de aquella otra, que transcurre en la capital del país en la época actual, Adiós, Tomasa se ubica en los años ochenta del siglo pasado y toma como escenario el poblado de Chapotán, en Tamazula, Durango (parte del llamado Triángulo Dorado del narcotráfico). En este su libro más reciente, Beltrán Félix interna al lector en lo más recóndito de la Sierra Madre Occidental, donde el crimen organizado y la rudeza del sistema heteropatriarcal son asuntos que las personas han asimilado con naturalidad y resignación.

La novela comienza con el secuestro y violación de Tomasa, una muchachita de bella apariencia y bonitos modos que, a sus catorce años, conoce bien los conflictos familiares y el abuso sexual, todo mantenido en secreto, como dictan la tradición y el honor. La escena es cruda, rápida, y permite al narrador dar un salto temporal hacia el pasado: al momento en el que Tomasa llega a Chapotán, donde su tía Gertrudis la deja al cuidado de su madrina Maruca. A partir de ahí, el narrador se encarna en Flavio, el menor de sus dos hijos, quien se encargará de mostrarle al lector cómo era (¿es aún?) la vida en la sierra.

El título del libro, la sinopsis e incluso el arranque sugieren que la historia tratará de Tomasa, pero lo cierto es que esta es solo un pretexto para hablar de la verdadera protagonista de este relato, la familia Carrasco: las andanzas amorosas del patriarca don Eutimio, las aventuras pueriles de Flavio y Héctor, las angustias y recuerdos dulces de mamá Maruca, así como de todos los personajes que gravitan a su alrededor, incluida la familia del mismo Beltrán Félix, conocido como el Seco durante su niñez en Tamazula.

La narración nunca es inocente, a pesar de que está contada desde la perspectiva de un niño de nueve años: en la sierra los golpes e insultos son moneda de cambio y los balazos, una carta de presentación. La vida es dura y, por ello, el trato también: las cosas deben ser prácticas. El cariño y el romance son cuentos para convencer a las mujeres y culiárselas. El amor tiene, en cambio, formas silenciosas: los burritos de frijoles y queso con tortillas de harina recién salidas del comal, las abuelas sonrientes, las mujeres que se encargan de la casa y de proteger a Tomasa de una caterva de hombres de todas las edades, empeñados en poseerla como el objeto que es para ellos.

Flavio crece a la sombra de un padre rígido al que teme y no comprende. La timidez del niño lo orilla a una introspección que deviene una rica vida interior y un agudo sentido de la observación. Ante su asombro sucede todo: el descubrimiento gozoso de la escuela, la tensa y amarga relación de sus padres, el dominio creciente del negocio de la siembra de droga, la migración al Otro Lado como única alternativa para los chicos del pueblo y la, en apariencia, inmutable vida en la sierra, que termina trastocada por los asesinatos. Hacia el final, por breves momentos la perspectiva cambia al hermano mayor, Héctor, para contagiarnos la extrañeza de un Flavio que deja de ser un niño modelo y pierde el camino.

Con un lirismo a veces desbordado de quien escribe desde la nostalgia –que, por fortuna, no detiene la acción principal–, la gran apuesta de Beltrán Félix es el lenguaje. Personajes y narrador reproducen el habla norteña de antaño, un recurso que por momentos es disfrutable, pero en otros resulta impostado. Los cuadros que conforman la novela pueden parecer pintorescos, pero no ocultan nunca la violencia cotidiana: tanto en las formas agresivas y homofóbicas que muestran niños y adultos, como en los duros castigos físicos que las amorosas madres prodigan a sus hijos para hacerlos hombres de bien.

La narración va y viene por las raíces y ramas del árbol genealógico de los Carrasco. Hay pasajes en los que el lector podría preguntarse en qué momento llegará el turno de conocer a profundidad a Tomasa. Sin embargo, la tensión se sostiene y unos cuantos indicios sobre el personaje invitan a seguir adelante. Es hasta la última parte de la novela cuando se retoma esta historia y su vínculo con Beltrán Félix, que interrumpe la ficción para entrar en la trama como un protagonista que reconoce que todo ha sido una fabulación.

¿Puede entonces la ficción ser un vehículo para incidir sobre la realidad? Esta es la interrogante que subyace en Adiós, Tomasa y parece que la respuesta es afirmativa. Beltrán Félix escribe buscando descolocar al lector, no solo mediante el lenguaje, sino haciendo que se compenetre con personajes indefensos. Lo hace sin pretensiones moralinas: el autor invita a la empatía y nos recuerda que hoy más que nunca no podemos solo echar tierra sobre los muertos y guardar silencio porque cada asesinato, cada mujer violada, cada inmigrante desaparecido en México era una persona con una historia detrás, cuya ausencia afecta a otras vidas. Y alguien tiene que seguir contándolas para que hablemos. Para no decir adiós y olvidar.

Del mismo modo, Beltrán Félix reflexiona sobre la pertinencia de inventar una historia sobre una mujer real, de la que solo conoce la violencia que sufrió: “¿Quién soy yo, un bato privilegiado, para fabular la historia de una muchacha de familia pobre que fue raptada y violada?” ¿No es acaso un poco vergonzoso, se cuestiona él, tomar la desgracia ajena como punto de partida solo para escribir un libro? Beltrán deja la pregunta en el aire para que lo decida el lector y también para curarse en salud de ciertas críticas. La respuesta es evidente, en tanto Tomasa no es el centro de la narración, sino el hombre (un niño apenas, pero hombre al fin) que la observa: Flavio, un niño blanco de familia acomodada con la posibilidad de estudiar y migrar del viciado ambiente. ¿Quién es él, entonces? Un hombre que toma como pretexto la violencia ejercida sobre las mujeres para seguir hablando de los hombres.

En este sentido, Adiós, Tomasa se sitúa en la zona intermedia donde el narrador cumple con una responsabilidad social, pero aprovecha temas espinosos para hacer literatura. El resultado es una novela con buenas intenciones, publicada en el momento histórico idóneo, pero cuya narración no confronta el asunto que promete y al final deja una sensación de medianía que la vuelve prescindible. ~

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(Durango, 1984), es autora de la novela Ecos (FETA, 2017) y de la colección de cuentos Corazones negros (An Alfa Beta, 2019). Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2017. Actualmente es becaria del FONCA Jóvenes Creadores en la categoría de Cuento. Fue promotora cultural de literatura del Instituto de Cultura del Estado de Durango, donde también estuvo encargada del programa editorial.


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