Pocas reformas tienen el potencial de transformar un país tanto como aquella que toca a su poder judicial. Y pocas, como la recientemente aprobada, lo hacen desde un lugar tan profundamente político y con consecuencias tan desiguales. Porque, aunque se ha querido vender como un acto de democratización –poner a jueces, magistrados y ministros a elección popular–, lo cierto es que quien más pierde en este rediseño institucional es quien menos poder tiene: el ciudadano común.
En una democracia funcional, el poder judicial representa un contrapeso. Es el lugar al que acudimos cuando todo lo demás ha fallado: cuando un hospital nos niega atención, cuando un patrón se niega a pagar un salario justo, cuando el Estado violenta nuestros derechos. Pero para que esa puerta esté verdaderamente abierta, se necesita algo más que un tribunal; se necesita certeza. La reforma judicial, tal como se ha implementado, erosiona esa certeza.
Hoy, las personas que trabajan en juzgados de todo el país no saben si conservarán sus puestos. Equipos enteros –actuarios, secretarios, oficiales judiciales– trabajan con la espada de Damocles sobre la cabeza. Las audiencias se difieren, las notificaciones se tardan en llegar a las autoridades, las decisiones se posponen. En muchos órganos jurisdiccionales, los titulares –juezas y jueces de carrera– anunciaron que dejarían su puesto. Muchos pidieron su jubilación anticipada, otros declinaron participar en el proceso dejando a sus equipos en espera de que llegue el nuevo titular. Las y los litigantes –y con ellos, las víctimas, los trabajadores, las personas que acuden a buscar justicia– se enfrentan a un sistema que ha tenido que seguir trabajando cuando no hay incentivos para hacerlo.
Más aún, la incertidumbre no termina con la elección. Imaginemos a un ciudadano que lleva años litigando un juicio. Imaginemos que un nuevo juez, electo por voto popular, llega al juzgado y el ciudadano se percata de que el abogado que representa a su contraparte apoyó de manera pública y en repetidas ocasiones y foros al juez en cuestión. ¿Cómo confiar en su imparcialidad? ¿Cómo exigir neutralidad en un sistema que ha politizado el acceso a la justicia?
No es solo un problema de percepción. En un país en el que las campañas electorales están marcadas por la desinformación, la promesa fácil y la saturación propagandística, el proceso de elegir a las personas que habrán de resolver los conflictos más íntimos y personales –como la custodia de un hijo, un divorcio, una adopción– es profundamente riesgoso. La independencia judicial ya no se mide por su distancia con el poder, sino por la cercanía con las urnas. Y los derechos humanos, lejos de consolidarse, pueden empezar a pender del humor del electorado.
Como si no bastara, esta incertidumbre convive con otro proceso de transformación silenciosa pero profunda: la implementación del nuevo Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares (CNPCF), que ya comenzó a aplicarse en la Ciudad de México. Aunque su objetivo es homologar los procedimientos en todo el país y modernizar la justicia civil y familiar, en los hechos ha generado incertidumbre al estar coexistiendo al mismo tiempo que esta reforma.
En la capital del país nos encontramos en la segunda fase de implementación del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares. Esta segunda fase implica la extinción de veintiséis Juzgados en materia Civil y nueve Juzgados en materia Familiar, ambos de Proceso Escrito de la Ciudad de México, a llevarse a cabo en el periodo comprendido del 1 de febrero al 30 de mayo. Esta reestructura ha venido con sendas implicaciones en los tribunales y ha incrementado la demora en la resolución de casos. La transición hacia la oralidad, la digitalización de expedientes y la realización de audiencias en línea se están llevando a cabo a la par de un proceso electoral que aplicará también al poder judicial local.
La Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México ha advertido que el proceso debe reforzar la protección de grupos de atención prioritaria: niñas, mujeres, personas mayores o personas con discapacidad. Pero en la práctica quienes más necesitan del sistema de justicia civil y familiar hoy enfrentan un sistema en reconfiguración, por lo que, frente a la reforma al poder judicial local y federal, son los más olvidados y afectados.
Para quienes ya tienen un juicio abierto, la reforma significa una ruptura profunda y desorientadora. Uno de los efectos más inmediatos y menos discutidos es la pérdida de continuidad judicial: el juez o la jueza que conocía del asunto, que había revisado las pruebas, escuchado a las partes y emitido acuerdos clave, ya no estará ahí para resolver el caso. Ya sea porque no ganaron la elección, porque pidieron su jubilación anticipada o porque renunciaron a su puesto, con su salida se diluye el conocimiento acumulado sobre el expediente, el contexto del conflicto y la urgencia de la resolución.
Esto no es una cuestión menor. Quien litiga un juicio sabe lo que significa construir un proceso: cada audiencia, cada promoción, cada prueba admitida y desahogada representa tiempo, esfuerzo y, sobre todo, confianza en que quien decide conoce el caso. La figura del juez imparcial y atento es uno de los pocos puntos de anclaje en un sistema ya de por sí difícil de navegar. Que ese juez se vaya –y que quien llegue no tenga ninguna obligación de retomar lo avanzado– equivale a reiniciar el proceso, pero con años de desgaste encima.
Este septiembre las personas que tengan un litigio abierto no solo perderán a su juez, pierden la continuidad, el ritmo y la mínima expectativa de pronta respuesta. Y frente a ese vacío, el sistema no ha dado explicaciones claras, ni soluciones operativas.
En un país donde acceder a la justicia ya era difícil, la pérdida del juez que conocía tu caso es una forma silenciosa pero brutal de revictimización. No hay cómo explicar a una persona que esperaba una resolución por años que ahora la espera debe empezar de nuevo. El proceso ya no solo es largo o costoso: es imprevisible. Y esa imprevisibilidad, lejos de democratizar la justicia, la vuelve ajena, distante y cada vez más inaccesible.
La paradoja es brutal: en nombre del pueblo se reestructura un poder que precisamente debería servirle como refugio ante los abusos del poder. Elegir jueces no es empoderar al pueblo si las condiciones del sistema judicial no garantizan neutralidad, profesionalismo ni acceso real. Votar por quienes ocuparán un tribunal no equivale a democratizar la justicia si ese voto está atravesado por campañas opacas, promesas imposibles y estructuras clientelares. Tampoco hay democratización si el proceso judicial se vuelve más complejo, menos accesible y más incierto. Se puede cambiar a quienes ocupan la silla, pero si la silla se tambalea, el problema no es solo de quién se sienta en ella, sino de que el tribunal deja de ser un lugar firme para apoyarse. Lo que hoy se está desdibujando no es únicamente una institución, sino la posibilidad misma de que exista justicia para quienes no tienen más herramientas que la ley.
En ese contexto, la justicia mexicana vive una transformación que promete democracia, pero entrega incertidumbre. Y, como suele ocurrir, no serán los poderosos quienes sufran sus efectos. No serán los grandes empresarios, los políticos o los litigantes de élite. Será quien enfrenta una demanda por alimentos, quien busca recuperar la custodia de su hija, quien fue despedido sin justificación y no tiene con qué pagar una defensa. Será la mujer que denuncia violencia y encuentra un juzgado con un juez que ganó votos por posicionarse en contra de juzgar con perspectiva de género. Para todas ellas, para todos ellos, la justicia ahora se encuentra aún más lejana. Y con ella, lo está también la promesa más básica de cualquier Estado de derecho: que todo el que se queje, con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo proteja contra el fuerte y el arbitrario. ~