Se decide cambiar de urgencia el número de Letras Libres de abril de 2022, que estaba dedicado a las rivalidades literarias, por otro por fuerza consagrado a la invasión rusa de Ucrania, que comenzó el jueves. Interrumpo mis lecturas del pleito entre Edmund Wilson y Vladimir Nabokov para buscar a los narradores rusos nacidos en Ucrania, que solo fue una república independiente (o varias al mismo tiempo) entre 1918 y 1920, y a partir de 1991. Sojuzgada por el imperio de los zares y después por la Unión Soviética, prohibida su lengua, no es fácil hacerse de libros de una literatura nacional de tan conflictiva y opaca existencia, cuya vida clandestina, según leo, apenas recomenzó hacia 1970.
Releo La guardia blanca (1925), de Mijaíl A. Bulgákov (1891-1940) y varios cuentos de Isaak E. Bábel (1894-1940), en las colecciones que tengo en inglés y en español. Uno nació en Kiev, el otro en Odesa; escribieron en ruso, como Gógol (1809-1852) mismo. Ninguno me sirve gran cosa para establecer un puente o paralelo entre la agresión de Putin y aquellos tiempos y esas obras. Además, no me concentro; a cada rato interrumpo las deshilvanadas aventuras de la familia Turbin en esa primera novela de Bulgákov, para mirar las noticias de El País, The New York Times o Le Monde, en el iPhone o en la pantalla de la computadora.
No siempre sirve la literatura para explicar el presente ni es refugio antiaéreo ante la incredulidad y la incertidumbre. Bulgákov, tras errar durante la guerra civil, terminó por acomodarse en el régimen soviético en 1921, pero La guardia blanca incomodó, con toda razón, a un Stalin aún no del todo omnipotente. Con valentía, quien luego será el genio de El maestro y Margarita, culminada en el año de su muerte, se atreve a decir que su propia familia, compuesta por adversarios al bolchevismo, también era humana. Una década después, empezando las purgas, La guardia blanca no habría podido publicarse.
Si Bulgákov es inconsistente, como debe serlo todo artista, hombre de teatro al fin, Bábel es más complicado y a la vez más simple: amó al régimen soviético que lo asesinó, dejó en Francia a su primera esposa y a su hija; pudiendo refugiarse con ellos –fue delegado al congreso de intelectuales antifascistas en junio de 1935, en la Mutualité de París–, no lo hizo, y según leo en la Histoire de la littérature russe (1988), de Etkind, mientras pudo –Bábel– disuadió a los escritores perseguidos de abandonar la URSS.
{{ Efim Etkind et al., “Isaac Babel (1894-1940)” en Histoire de la littérature russe. Le XXe siècle, II. La Révolution et les années vingt, París, Fayard, 1988, pp. 431-456.}}
Incluso A. N. Pirozhkova, su segunda compañera y la proverbial mujer rusa que guardó su memoria (At his side. The last years of Isaac Babel, 1996), ni ella ni Isaak, cuando empezaron los arrestos masivos, creían que en la Lubianka se torturara. En los años treinta, según el testimonio de Pirozhkova, ella y Bábel vivían en un departamento amplio (aunque compartido con un amigo) y tenían una pequeña dacha.
(( A. N. Pirozhkova, At his side. The last years of Isaac Babel, introducción de Anne Frydman y prólogo de Grace Paley, Vermont, Steerforth Press, 1996.))
Todavía en su prólogo de 1955 a The collected stories, de Bábel, el crítico neoyorquino Lionel Trilling se permite la santurrona suspicacia de preguntarse cuál habría sido la verdadera razón de la muerte del genial cuentista.
{{ Lionel Trilling, “Isaac Babel” en Más allá de la cultura y otros ensayos, traducción de Carlos Ribalta, Barcelona, Lumen, 1968, p. 158.}}
Sí, lo admiraron Hemingway, Borges y Shklovski, y continúa, sin ninguna duda, la tradición de Chéjov y de su admirado Guy de Maupassant (su cuento que lleva el nombre del francés es una joya, del orden “modernista”).
En la Histoire de la littérature russe, atribuyen el silencio de Bábel como cuentista, tras Caballería roja (1926) y Cuentos de Odesa (1931), no solo a la creciente represión –muerto, quizás envenenado, en 1936, su protector Gorki, Bábel se supo sentenciado– sino al agotamiento de una literatura judío-soviética imposible bajo el realismo socialista. El amor de Bábel por su pueblo es irrebatible, pero estaba subordinado al universalismo de la causa de la Tercera Internacional Comunista. Hay un comentario significativo en At his side. The last years of Isaac Babel –carezco de una biografía más confiable, profesional– en el cual llega a ver a la pareja –nunca se casaron por estarlo Bábel con su mujer de París y por la mala fama burguesa del matrimonio entre la sobreviviente intelligentsia– Venyamin Naumovich Ryskind, uno de sus escritores favoritos. Bábel le advierte a la Pirozhkova que Ryskind, “pese a su apariencia de judío, es un escritor muy talentoso”.
((Pirozhkova, op. cit., p. 71.))
Pirozhkova tuvo que esperar a la perestroika, y a las investigaciones ejemplares de Vitali Shentalinski, para saber que Isaak fue fusilado el 27 de enero de 1940. Todavía en 1952 lo creía prisionero en los campos de Kolimá.
¿Para qué sirve todo esto? El entusiasmo, la cruzada, de Bábel por el comunismo ni me conmueve ni me entusiasma, y menos aún viniendo de leer a Anna Ajmátova… Antes del 24 de febrero y durante décadas, me preguntaba cómo era posible que millones de rusos admiraran a Stalin. Ellos son quienes respaldan el “nacionalismo gran ruso” de Putin, quien ha liquidado todas las organizaciones dedicadas a dignificar a las víctimas del comunismo y considera catastrófica la disolución de la URSS, “esa cárcel de pueblos” (Lenin dixit sobre el zarismo), la cual quiere reconstituir destruyendo Ucrania, y luego las repúblicas bálticas, Finlandia… A diferencia de Alemania o del resto de las democracias, en cuya naturaleza está, por fortuna, la autoflagelación, ni en Rusia ni en China ha habido ni asomo de la noción de culpa colectiva. Esa es la peor herencia del siglo XX y la guerra rusa en Ucrania forma parte de esa monstruosa amnesia.
El único milagro histórico sigue siendo Occidente y su “débil” liberalismo.
Estuve en Riga, capital de Letonia, en 1980 como joven comunista mexicano y me horrorizó el antisemitismo, y la sensación pesadillesca –nunca antes vivida ni vuelta a vivir por mí– de estar en un país ocupado por una potencia extranjera.
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Intelectuales que ya se alejaban, aunque en zigzag, de la supuesta 4t, presidida por un admirador de Putin, vacilan ante la guerra. Se contorsionan señalando escandalizados a la OTAN, cuya pertinencia fue votada hace décadas por los socialistas españoles y los antiguos comunistas italianos. Que el mínimo decoro y el sentido común se hayan impuesto en la Secretaría de Relaciones Exteriores, ignorando al presidente, es de lo poco bueno que arrojan estos días.
Discusión sobre los corredores humanitarios… El presidente Zelenski pide boicot internacional al petróleo ruso… Hay un cuento de Bábel con ese título, desisto de leerlo.
Ilusos u optimistas, algunos se preguntan qué pasará con la Rusia putiniana, moralmente derrotada y económicamente hundida; se adelantan a prevenirnos con otro Tratado de Versalles. Quizá sea hora de algo de realismo político. Respondía, en The Evening Post, en 1918 el filósofo social Horace M. Kallen (1882-1974) a un colega: “Su editorial parece asumir que las naciones aliadas y los Estados Unidos se han convertido en los árbitros de la democracia a través del mundo […] Si los ejércitos aliados van a ser usados para forzar a vivir en cierto tipo de democracia a grandes masas de gente que desea firmemente otra cosa, parecería inevitable que estemos ante una escena a la cual seguirá un largo período de caos y matanzas” (Christopher Lasch, The American liberals and the Russian Revolution, 1972).
((Christopher Lasch, The American liberals and the Russian Revolution, Nueva York, McGraw Hill, 1972, p. 168.))
Nada más instructivo para comprender lo que fue Ucrania entre los blancos y los bolcheviques y el nacionalista antisemita Simon Petliura (1879-1926), “director” de su país quien falló al aliarse con los polacos contra los bolcheviques triunfadores, que leer El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934), del gran periodista sevillano Manuel Chaves Nogales (1897-1944), de cuya resurrección literaria tan orgullosos se sienten los españoles y con razón. Casi cualquier página describe un horror. Cito por poco al azar: “Cada verdugo mataba a su manera, porque no había ceremonial alguno para las ejecuciones. Se trataba simplemente de liquidar a unos cuantos millares de indeseables de la manera más rápida y cómoda. Nada de liturgia: puro y simple materialismo.”
((Manuel Chaves Nogales, El maestro Juan Martínez que estaba allí, prólogo de Andrés Trapiello, Madrid, Libros del Asteroide, 2006 y 2017, p. 185.))
Según el bailarín de flamenco Juan Martínez, narrador de Chaves Nogales, los bolcheviques ganaron porque eran los más pobres, los que no tenían nada que perder en Kiev. Estaban entre las ínfulas del hetman aristocrático Pavló Skoropadski (1873-1945), los pogromos de Petliura y, por si faltara algo, en el sur de Ucrania, se rebeló el anarquista Néstor Majnó, “el Zapata ucraniano”, quien en 1934 murió en París, adonde también se exilió uno de los hermanos de Bulgákov, quien, como corresponde al arquetipo del ruso blanco, se convirtió en taxista y cantante eventual de folclor de su patria perdida.
Mi bisabuelo materno Mikhoels llegó a Ellis Island desde algún punto desconocido para mí de la frontera entre Polonia y Ucrania. Eso hacia 1900. De aquel linaje solo conservo una caja de fotos, la mayoría de los años treinta, cuando los Mikhoels ya eran Michael, y mi abuelo Charles se casó con mi abuela Lilly Goldenberg, hija de Samuel, actor famoso por sus representaciones de The brothers Ashkenazi, del otro Singer, Israel Yehoshua. Fue en 1935 la boda y todos ellos eran del mundo del teatro ídish. Ella se volvió católica después, lo cual aún entre los judíos liberales y asimilados de Nueva York los condenaba al ostracismo. Los vi una sola vez, dos horas, en 1990.
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Desde España y desde el sur de Francia, automovilistas se convierten en tripulantes de ubers para manejar dos días hasta la frontera con Ucrania y sacar, hacia un destino más seguro, al menos a una familia de ucranianos.
Recorté hace años una foto de Putin acercándose por la espalda a Solzhenitsyn, en una silla de ruedas, en un homenaje ya en Rusia, desde luego. El gran escritor está como ido, Putin aparece sigiloso, como debe ser. Lo premiaba por su labor humanitaria. Si Archipiélago Gulag (1973-1978) es uno de los pocos libros de los que se puede decir que cambiaron la historia, el antiliberalismo de Solzhenitsyn, su ortodoxia, su odio a Occidente, lo convierten en parte del problema y no de la solución. Berdiáyev y otros de los 159 filósofos rusos expulsados por Lenin en 1922 odiaban el comunismo por lo que tenía de ateo, no de autoritario, según aprendí leyendo a Lesley Chamberlain.
{{Lesley Chamberlain. Motherland. A philosophical history of Russia, Nueva York, The Overlook Press, 2004, y Lenin’s private war. The voyage of the philosophy steamer and the exile of the intelligentsia, Nueva York, St. Martin’s Press, 2008.}}
Después habrán cambiado algunos de punto de vista… Rusia solo tuvo democracia de febrero a octubre de 1917 y de 1989 a la ascensión de Putin, no veo cómo la derrota del autócrata vendrá de una implosión, como escucho decir… Pero ya ocurrió con la URSS…
Es fácil hacer “filosofía de la historia” leyendo libros. Hacerla viendo imágenes en vivo es una inverecundia.
Holodomor. Mi tío Juan López Almaraz, quien murió viejo en 1986, hombre de poca instrucción, aprendió, en su juventud, algo de inglés como trailero que iba llevando mercancías de Tampico a Detroit, Chicago y Nueva York. Eso le permitió leer la prensa en los Estados Unidos. A finales de los años ochenta del siglo pasado, cuando mi familia, tan libresca ella, estaba ahíta de toda clase de marxismos, leninismos, maoísmos y trotskismos teóricos, él se atrevió a decirnos que en 1932-33, en Ucrania, hubo tanta hambre que los comunistas se comían a los niños.
Lo tachamos de pérfido e ignorante. Hoy sé que aquella hambruna fue noticia en la prensa internacional, ante la indiferencia generalizada, y que, comunistas o no, miles y miles de ucranianos se vieron obligados al canibalismo. Inolvidable ejemplo de la sabiduría del hombre sencillo, libre y justo frente a la arrogancia, la ceguera y la pedantería de los universitarios.
Los rusos bombardean hospitales infantiles. Fracasan las rondas diplomáticas.
Regreso a Bulgákov, quien aseguró que Kiev (“La Ciudad”, para él), durante la guerra civil, cambió de ocupante hasta dieciocho veces. Fue médico en los ejércitos blancos y testigo de las matanzas de judíos por las tropas de Petliura. J. A. E. Curtis, quien rescató su correspondencia, lamenta que, en la intimidad, Bulgákov se permitiera los comentarios antisemitas tan comunes en aquella Rusia y en la de hoy día.
((Mikhail Bulgakov, Manuscripts don’t burn: Mikhail Bulgakov. A life in letters and diaries, edición de J. A. E. Curtis, Nueva York, The Overlook Press, 1992, p. 32.))
“El fuego baila en los suelos”, subrayo en La guardia blanca.
{{ Bulgákov, La guardia blanca, traducción de José Laín Entralgo, Barcelona, Bruguera, 1981, p. 154.}}
El fuego sigue bailando en los suelos de Ucrania. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile