Poco tiempo después del fin de la Primera Guerra Mundial, un joven periodista gerundense con aspiraciones políticas, Josep Pla, visitó a Vicente Blasco Ibáñez en su magnífica villa de la Costa Azul, donde el escritor le acogió con simpatía y se dejó entrevistar. Blasco era, tal como lo describe Pla, “un hombre absolutamente rodeado de gloria, no de una gloria académica, sino popular, dilatada”; un hombre “rico, ruidoso, importante”, cuyo nombre “volaba de un continente al otro”. Y añade Pla en su vivísimo perfil, uno de los mejores de la gran galería de retratos titulada Homenots:
(( Josep Pla, Homenots, Tercera Sèrie, Vol. XXI, Destino, 1972, pp. 127 y siguientes.
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“no creo que nunca ningún escritor de lengua castellana haya llegado desde el punto de vista de la difusión –y del rendimiento– a los resultados a los que llegó el voluminoso valenciano” (las traducciones del catalán son mías).
El volumen, el rendimiento y la cuantía son componentes fundamentales a la hora de enjuiciar la amplísima literatura de Blasco Ibáñez, al igual que sucede con los también muy prolíficos Pío Baroja y Pérez Galdós; de este último el autor de Los cuatro jinetes del apocalipsis se sintió deudor, tanto en la militancia progresista como en el talante literario no exento de ribetes folletinescos, mucho más acentuados en Blasco Ibáñez que en don Benito. Tuvieron asimismo cierto trato personal (reflejado en un apéndice epistolar muy sabroso y un tanto subido de tono recogido en el tomo vi de las Obras completas de Blasco Ibáñez en Aguilar);
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Resulta curioso, en una carta de VBI a BPG mandada en 1906, ver al primero celestineando en pro del segundo: “Querido D. Benito: Adjunto le envío un retrato de usted comprado por una señora chilena, muy guapa y muy cachonda, que creo vio usted en el estudio de Sorolla. Póngale usted una dedicatoria detonante, como la bomba de Morral, pues esta gachí está por los novelistas. Como se va a París mañana domingo, por unos días, le ruego encarecidamente que esta noche o mañana envíe usted el retrato al hotel Santa Cruz, calle de Alcalá, frente a la Equitativa […] ¿Cuándo almorzamos o comemos juntos? Un abrazo de su fiel y afmo, Vicente.” Op. cit., p. 1167.
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y afinidades republicanas muy marcadas, que a Blasco le supusieron detenciones, escapatorias inverosímiles, destierros y penas de cárcel; les separa, sin embargo, el concepto a la hora de novelar. Galdós fue maestro incomparable de un historicismo trascendido y fundido con la ficción, sobre todo en el que para mí es su logro más imperecedero, el conjunto y en especial las cuatro primeras series de los Episodios nacionales. Blasco Ibáñez, al contrario, hace primar en sus novelas históricas una paleta romántica dulzona y sensacionalista, opuesta en gran medida al brioso color local de su primera fase de trasfondo valenciano, con títulos tan señalados como Flor de mayo (1895), La barraca (1899) o Cañas y barro (1902).
Enclavado por edad y afanes regeneracionistas en la generación del 98, habitualmente se le desgaja de ella, y no solo por falta de méritos; a su ostentoso y arriesgado populismo periodístico, y a su permanente compromiso de agitador libertario convertido a la postre en el escritor mundial más adinerado del primer tercio del siglo XX, se le suma, digámoslo así, su carencia de estilo, su arrolladora facilidad en la inspiración sin esfuerzo. Comparado por tanto con Azorín, con Valle-Inclán o Unamuno, Blasco Ibáñez no tenía acomodo en aquel parnaso de grandes artífices de la lengua. Pero Blasco era consciente de tal cortapisa, “la carcoma de su vida”. Y como en Madrid, si creemos el relato de Josep Pla, al valenciano se le tomaba por “un escritor basto”, en la última década de su vida, ya multimillonario, Blasco tuvo albergado full time en su lujosa villa de Menton, junto a los mecánicos de sus grandes coches, las gobernantas y los cocineros de más postín, a un exseminarista de Cuenca en calidad de secretario perpetuo. O más que eso. Según Pla, a Blasco le indignaba que a Pío Baroja, por citar a un rival de escritura no muy depurada, sus colegas le perdonasen “las más grandes extorsiones al espíritu de la lengua”, mientras él se veía obligado a demostrar a diario que era un escritor “situado dentro del diccionario y de la Gramática de la Academia, que sabía que el verbo haber se escribe con h”. De ahí la contratación del mortecino pero escrupuloso corrector, “que se encargaba del pluscuamperfecto” (Pla dixit) en cada una de las páginas de cada una de sus numerosas novelas de los últimos años, más impecables gramatical y sintácticamente pero “hervidas y evaporadas” después de pasar por las manos conquenses.
Blasco Ibáñez se aleja de Pérez Galdós en el cosmopolitismo de sus escenarios, algo que al autor de Fortunata y Jacinta le atrae poco. Ahora bien, Blasco Ibáñez fue un gran turista cosmopolita y a la vez un hombre de infinita curiosidad y afanes solidarios: el novelista dio geográficamente la vuelta al mundo, atento siempre a las inclemencias que la historia hace sufrir a los seres humanos de cada confín.
(( No se conoce lo suficiente el episodio, finalmente fallido, de la fundación en la Patagonia argentina, con seiscientos campesinos conducidos por él, de una colonia utópica socialista que llamó Cervantes, así como de otra en la provincia de Corrientes llamada Nueva Valencia.
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Y hay que resaltar su gran cultura europeísta, demostrada como promotor en la notable editorial valenciana Prometeo, de la que fue muchos años director literario además de autor central de la casa. Otro aspecto de su trayectoria insuficientemente valorado es el de crítico, perspicaz y muy al día en sus conocimientos de la narrativa contemporánea; en el muy interesante libro Estudios literarios (publicado póstumamente en 1934), sobresale la atención que Blasco presta a autores entonces no considerados por el canon, como el simbolista Rémy de Gourmont, el versátil futurista italiano Ricciotto Canudo, o J. K. Huysmans, autor de A contrapelo (À rebours), una de las grandes novelas de la modernidad.
Aunque fue, como ya se ha dicho, un explorador de todo lo mundano, Blasco alcanza su mejor nivel de observador y guía infalible en la literatura viajera, y dentro de ella cuando fija su mirada en los paisajes y civilizaciones del Mediterráneo, siendo a ese respecto uno de sus grandes libros, si no el mejor, En el país del arte, publicado en 1896 tras haber sido serializado a modo de crónicas –enviadas desde uno de sus exilios políticos– en El Pueblo, el periódico progresista fundado por él mismo en Valencia.
En el país del arte lleva como subtítulo Tres meses en Italia, y sorprende en primer lugar que unos textos tan pormenorizados, entre la impresión lírica y el apunte histórico más certero, tuvieran cabida y seguimiento lector en un diario regional y proletario como era El Pueblo. Asombra aún más que, habiendo salido precipitadamente de España y sin dejar de viajar mientras escribe, Blasco Ibáñez muestre unos conocimientos tan profundos de las grandes ciudades que visita, de sus artistas, sus monumentos e iglesias, y de sus adalides, vistos unos con la antipatía de un anticlerical recalcitrante y otros como libertadores formidables de la opresión papal y aristocrática. El arranque del libro, con la llegada a Génova desde Francia, es deslumbrante; en una prosa de extraordinaria riqueza y brillo narrativo, Blasco salta de una picante descripción del uniforme narcisista y ceñido de los militares nacionales
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“De frente, no están mal, pero vistos por la espalda, hace sonreír la novedad de sus flamantes guerreras, que no pasan de la cintura más allá de dos dedos, dejando al descubierto los antípodas del rostro, para que se exhiban tras el ajustado pantalón con todo su garbo y redondez. Todavía no se ha legislado sobre estética militar, y por esto no puede censurarse que la casa de Saboya, al hacer la unidad italiana y crear un ejército, considerase que lo que da a un soldado carácter más imponente es hacer alarde de las protuberancias del dorso.” En el país del arte, edición crítica de Ediciones Evohé, 2011, p. 24.
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al lamento de la grandeza arruinada de los grandes palacios mercantiles, sin pasar por alto los panteones y tumbas del famoso cementerio genovés, que describe atinadamente como “museo de escultura de encargo”.
La potencia y variedad del estilo de Blasco, cuando se siente libre de hilar tramas y recalcar las voces dialogadas, es constante. La evocación muy novelesca de Pompeya sepultada por el Vesubio, en la visita napolitana, contrasta con la libertad formal de introducir en el capítulo x una larga y elogiosa semblanza del tenor navarro Julián Gayarre. Al mismo tiempo el narrador radicalmente ateo no elude, en el capítulo XX, la glosa de la basílica de San Pedro en Roma; la abrumada descripción de la belleza del conjunto vaticano puede más en él que su acendrada inquina papista. El viaje termina, y con él el libro, con seis magníficos capítulos venecianos, donde el escritor sabe esquivar los tópicos lagunares; su talante es irónico al escribir sobre los gondoleros, “vestidos con todas las variedades que la sastrería de opereta ha podido encontrar para los coros de marineros”, y a la vez meditativo, describiendo elocuentemente el silencio de la ciudad de los canales. Denuncia los manejos de la Inquisición veneciana en páginas muy vibrantes, recorre con espanto las lóbregas cárceles de la república marítima, y también en sus paseos caben los pequeños relatos anecdóticos, el realce dado a la figura audaz de Casanova, y el buen criterio artístico, al señalar al dieciochesco Giambattista Tiepolo, cuando casi nadie lo hacía, como uno de los grandes pintores de la escuela véneta a la altura de Tintoretto o Veronese.
Blasco Ibáñez dio en el teatro Odeón de Buenos Aires a lo largo de 1909 un muy aplaudido ciclo de conferencias, una de las cuales llevaba por título Cómo se hace una novela, se trata de las consideraciones de un cultísimo lector sobre su propio arte, y está llena de homenajes a Balzac pero no a Zola, quizá por el hartazgo de que algunos le llamaran a él “el Zola español”. En carta posterior (de 1918) al filólogo Julio Cejador, Blasco reconoce haber leído mucho y con gusto, de joven, al autor de Los Rougon-Macquart, pero toma distancias: “Él [Zola] llegaba al resultado final lentamente, por perforación. Yo procedo por explosión, violenta y ruidosamente.”
((VBI, Obras completas, tomo I, páginas 14 y 15
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En la conferencia de Buenos Aires se encuadra literariamente de un modo menos rimbombante, distinguiendo entre la poesía y la novela: “Se puede ser poeta sin el sentido de la vista; novelista no. El poeta puede vivir su vida interior, sin describir la exterior. El novelista ciego podría, a lo más, hacer una sola novela: la de sus sensaciones y sentimientos propios. La segunda novela seríale imposible.”
Resulta claro que Blasco Ibáñez tuvo el don de la vista, y una vista muy larga y provechosa.
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Cómo se hace una novela, VBI, Obras completas, tomo IV, pp. 1209 y siguientes.
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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).