La estación era intergaláctica, una catedral de vidrio y acero hecha de espacios enormes y fluidos. Una burbuja enorme de cristal flotando en algún lugar del infinito. Perdió el paso, seguro de caerse para arriba.
Estaba y al mismo tiempo estaba ausente, como sucede cuando se abandona el cuerpo. Dudó haberse equivocado de vuelo.
Afuera, la luz raquítica y la luna menguante y velada, un espectro. El lugar era el mismo y a la vez otro. El aeropuerto se había vuelto más ordinario, aunque tal vez lo había sido siempre. Podía estar en cualquier ciudad del mundo occidental. El cielo, sin embargo, era exactamente igual que en su recuerdo. La sombra herida por flechas de plata. Plomo y de plata. Un cielo aplastado.
Los titulares de los diarios coreaban la noticia: “Policía coludida con el IRA en el asesinato de los oficiales de la Policía Real del Ulster.” Mirando los rostros de las víctimas recordó que aquello había ocurrido durante la época a la que eufemísticamente se referían como de “los problemas”. Su hermana regresó llorando a la habitación del club en Londres porque en el elevador un huésped había detectado su acento irlandés y la había llamado terrorista. A los 16 años Vauney lo tomó mal.
El 20 de marzo de 1989 Harry Breen y Bob Buchanan surgían como cadáveres que arrojados a los pantanos después de muchos años emergen intactos, listos para que los médicos forenses descifren el rastro de la violencia.
Mientras esperaba el equipaje vio la primera plana: según el Tribunal Smithwicks dentro de la policía irlandesa había un informante en estrecho contacto con el IRA. Este alertó al grupo terrorista acerca de la entrevista que Breen y Buchanan sostendrían en la comisaría en Dundalk, muy cerca de la frontera. El dato les había permitido emboscarlos cuando los oficiales regresaban al Ulster.
Aunque pasaba buena parte de la semana en Bruselas después de vivir en Roma se había vuelto más friolento. Avanzó hacia la fila de taxis que aguardaba bajo la lluvia persistente. El repiqueteo de las gotas precipitándose sobre los charcos, el aire empapado de Dublín.
‘Club Kildare en Stephens Green.’
‘¿De visita?’
‘Podría decirse.’
El taxista no esperó.
‘¿Ya vio? Se los echaron porque querían impedir el tráfico de drogas en la frontera. De allí sacaban para las armas. Buchanan estaba en una lista negra del IRA. A los dos los dejaron como coladeras, ¿eh?’
Loughlin se apresuró a abandonar Irlanda porque se ahogaba. La hipocresía, la arrogancia y la crueldad imperaban en un país enconado que se volcó frenético en 1979 para recibir a Juan Pablo II. Fue cuando Sinéad O’Connor desgarró la imagen de Su Santidad. “Escojan a sus enemigos”, les recomendó a los televidentes.
¿Fue el gesto para abandonar la Edad Media? Hasta hace poco encerraban a las madres solteras pobres en los conventos para encontrarles mejores hogares a los bebés a cambio de mil dólares por cabeza. Así acabaron muchos en Estados Unidos y otros en Canadá. ¿O fueron los escándalos de abuso sexual de los sacerdotes los que dieron el tiro de gracia a esa cultura corporativa que mezcla la religión con el Estado?
El país había dejado atrás muy recientemente la pobreza, Cenicienta transformada en Tigre Celta. La vulnerabilidad y el sentimiento de inferioridad habían desaparecido y durante los años del boom el Tigre Celta retozó situándose a la vanguardia del primer mundo. Era Jauja, millones gastados en coches de lujo, desarrollos fraudulentos, negocios inmobiliarios en la periferia europea, el dinero a raudales alimentaba una fiesta que anunciaba la peor cruda del mundo. En eso llegaron a la casona georgiana que albergaba el Club Kildare.
A la mañana siguiente llamó a Maeve para decirle que ya estaba en Dublín.
‘¡No!’
Le encantaba oír la teatralidad del saludo porque no era una sorpresa, sino la complicidad instantánea de su voz. De aquel grupo varios habían muerto. Uno se había suicidado hacía cuatro años para que el seguro beneficiara a su viuda. Cuando la banca prestaba dinero a raudales sin exigir garantías, Finbar se había endeudado astronómicamente seguro de que la burbuja inmobiliaria se sostendría. En 2008 quiso vender propiedades indeseables ni siquiera por una cuarta parte de lo que costaron. Un año después se ahorcó la mañana de la confirmación de su hijo. Lo descubrieron por el Aston Martin color ciruela estacionado en el garaje de un hotel de paso en las afueras de Dublín.
Loughlin se hospedó en el Kildare porque como egresado de Trinity College era miembro y el club se había vuelto su hogar imaginario en Irlanda. Como pagaba puntualmente su anualidad podía quedarse allí cuando quisiera. Además, cualquier alojamiento era mejor que la casa de su hermano mayor, quien entonces estaba por jubilarse como juez de la Suprema Corte. A Diarmud tampoco se le habría ocurrido hospedarlo, aunque en su residencia frente a la embajada de Estados Unidos sobrara espacio. Tantos años de distancia crearon entre ellos una zona intermedia, cordialmente formal, pero esta comida fue una excepción.
‘Una vergüenza. En Irlanda la lealtad a la institución sigue siendo más importante que la honestidad.’
‘Pero eso sucede en todo el mundo…’
‘Ya, pero yo vivo aquí. Aquí aseguramos que todo está bien y cuando algo sucede balbuceamos lo de siempre: éramos muy pobres y estábamos oprimidos por el imperio, como si eso justificase todo. Los informantes en Dundalk deben haber pensado que contribuían a la liberación nacional y de paso se beneficiarían con sobres de manila.’
De regreso al Kildare, Loughlin se detuvo en un pub que le pareció acogedor porque ostentaba en el centro una ventana oval. Un whiskey de camino a casa fue lo menos que pensó merecerse. Adentro los parroquianos disfrutaban el apelotonamiento.
‘¿Sabes cuánto le cuesta al Estado, o sea a ti y a mí y a este que acaba de entrar el ausentismo de los jodidos burócratas?’
‘¡64.6 millones anuales!’
Otros hablan del partido de rugby del próximo sábado y brindan por la suerte del equipo de Leinster que se enfrenta al de Northampton esperando que este año se repita la “épica” victoria de 2011. Algunos más bromean acerca de que en este mundo hasta los caballos están high.
‘¿Metadona?’
‘No: Rexogin, como tú.’
Pidió el segundo Jameson que le supo mejor que el primero y después de pagar salió al ajetreo de la calle. A pesar de la crisis Dublín ofrecía una apreciable cantidad de restaurantes. En el Shelbourne lo esperaba Maeve y al poco tiempo llegaron los demás. El tercer Jameson lo puso en estado de euforia ingeniosa y expansiva.
De sobremesa Niamh le preguntó si tenía pareja.
‘Por supuesto –respondió Loughlin alzando su copa para brindar– ¿o los robustos no tenemos derecho al amor?’
Al final del primer plato habían libado por su futuro y por el descanso eterno de los caídos, por el porvenir nacional y por el regreso del hijo pródigo.
‘La próxima vez que vengas la tienes que traer, ¿eh?’
‘Soy homosexual’ –alzó la voz para que lo miraran como si tuvieran frente a un dragón de Komodo.
Sus amistades en cambio levantaron las copas y brindaron por su felicidad.
‘¿No me han oído? ¡Soy homosexual!’
‘Bueno, Loughlin, está bien. ¿O quieres que te demos un premio?’
Estaba alegremente desconcertado.
‘¿Tú crees que no lo sabíamos?’
Había dejado el país porque siempre experimentó su opción erótica como incompatible con el conservadurismo católico y ahora resultaba que a nadie le importaba un pepino. A la policía sí le importaba.
‘¿Y cómo se llama?’
‘¿Quién?’
‘Pues tu novio.’
Loughlin no tenía pareja, pero era demasiado orgulloso para echarse atrás.
‘Franco.’
‘Pues salud. Slointa!’
‘¿Oyeron las declaraciones de Gerry Adams?’
‘¿Que se lo merecían por pensar que eran inmunes ante el IRA?’
‘Sinn Féin no tiene nada de qué avergonzarse.’
‘Ni tampoco él, ¿verdad? Ni siquiera de haber encubierto el incesto de su hermano.’
‘No lo sabía.’
‘Y también ignora los entierros secretos de las víctimas desaparecidas por el IRA.’
‘La ignorancia es clave de la felicidad.’
‘Y la mala memoria su partera, como Bertie Ahern cuando le preguntaron en 1998 por dinero recibido ilegalmente. ¿Cuándo fue eso?’ –preguntó cándidamente.
‘Por tribunales no paramos, ¿eh? Para indagar sobre los pagos ilícitos a los políticos, para averiguar la corrupción en cuanto a la planeación y para exterminar la corrupción de la policía en Donegal.’
‘La verdad cuesta: medio billón del erario.’
Al despedirse Loughlin hizo lo que creía que se esperaba y los invitó a cenar para presentarles a Franco dentro de dos semanas, cuando debía volver para firmar las escrituras de una propiedad que había comprado en Sandymount, entre la Torre de Joyce y la casa de Seamus Heaney, por cuyo recuerdo brindaron con un Sauternes helado.
De regreso en Roma tuvo la necesidad de encontrar novio, así que acudió a una agencia de acompañantes. Necesitaba un profesional. El problema fue que no había ningún Franco disponible.
‘Tenemos un Sergio siciliano, un Luca veneciano que solía acompañar a un monseñor, o un Gianni, un rubito milanés que aprovecha lo que gana para pagarse los estudios. Todos de primera, ¿eh?’
De los tres disponibles se inclinó por Luca a causa de la edad.
‘¿Le importaría que le cambiara el nombre?’
‘No creo. Es posible que Luca no sea el suyo. ¿Hacemos una cita?’
El jueves se encontró con Luca, cuyo nombre resultó ser Franco, cosa que les pareció de buen agüero. Además, cuando supo que Loughlin era irlandés, Franco ensalzó a los escritores.
‘¿Cómo se llamaba el que propuso comerse a los bebés para resolver la sobrepoblación y la hambruna?’
‘Bueno, era broma.’
‘Entre veras y burlas…’
‘Swift. Lo que te propongo es precisamente una comedia.’
Urdieron la historia de su encuentro que adornaron con detalles románticos. Había sucedido en Umbría, después del congreso en el que Loughlin había adelantado la necesidad de regular los medios. Franco vivía en un pueblo cercano, donde pasaron días inolvidables. La abuela Pina maravillosa. De corazón, se habían casado en la iglesia de Orvieto. A Loughlin lo picó un alacrán en la ducha y estaba ansioso por saber cuándo empezaría a sofocarse y a cuánto tiempo estaban del hospital, pero entre besos se le olvidó. Habían celebrado días después en Amalfi, en su restaurante predilecto al lado del mar, extramuros. Loughlin recordaba especialmente a la madre de Franco, una señora pueblerina que había sobrevivido la posguerra y no era afecta a la risa ni al cotorreo. Para cuando la fecha se acercó habían practicado tanto que parecían llevar la vida juntos.
Para la ocasión Loughlin eligió el Dylan, un hotel que rediseñado continuaba su buena reputación centenaria.
Orgulloso de su ciudad natal llevó a Franco a conocer su alma mater y la biblioteca donde se conserva el Libro de Kells que data del año 800, luego la Galería Nacional, donde almorzaron. Emplearon la tarde en visitar la Galería Hugh Lane donde vieron el estudio de Francis Bacon y una exposición sobre 1913, el umbral de la insurrección nacionalista cuando en 1916 Dublín fue bombardeado por el ejército inglés.
Al día siguiente salieron al Museo de Historia esquivando a los ancianos que se manifestaban contra el robo de sus pensiones prometiendo ajustarle las cuentas al gobierno en las próximas elecciones, descansaron por la tarde e incluso compartieron el baño. Loughlin no ignoró la delgadez esculpida de Franco mientras se duchaba y pensó con nostalgia en la vida que habría podido tener.
En la ducha Franco pensaba lo grata que sería la vida al lado de alguien que a diferencia del monseñor perverso además de recursos tuviera corazón. Pero eso solo sucedía en las malas películas. Julia Roberts decorada en sociedad.
‘Querido –era Maeve–, te espero en el bar.’
Había llegado antes porque anticipó la tensión de Loughlin, pero cuando lo vio aparecer lucía rejuvenecido. Lo acompañaba un hombre discretamente guapo. Por la manera en que lo miraba estuvo segura de que jamás regresaría.
‘Maeve tesoro: te presento a Franco.’
Maeve debió reconocer que Franco le había hecho una excelente impresión. Callado, sumamente cortés y a veces, cuando tocaba, chistoso, lo cual lo hacía menos amenazante. Loughlin había sido siempre su pareja sentimental y, aunque Maeve sabía de sus tendencias, nunca las objetó porque según ella el amor lo supera todo.
A sus amistades les gustó conocerlo y más a las mujeres, a quienes les encantó su acento. Conforme la cena transcurría los dos intercambiaron miradas en las que destellaba un nuevo entendimiento.
“Están enamorados”, pensó Maeve.
Pero esto sucedió hace tiempo y desde entonces Loughlin y Franco viven en Dublín, donde se les ve en la playa paseando a Juno, su perra labrador. ~