VII: El mito de las dos Españas

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Quizá se deba al mito de las dos Españas la idea de que la fractura entre dos formas de entender el país es mayor, más irreductible que en cualquier otro lugar. Así lo avalarían, en apariencia, un torturado siglo XIX y una Guerra Civil que, como la de 1936, se han interpretado con frecuencia como expresiones de un choque tectónico, de una confrontación inevitable entre realidades, entre Españas que habrían fraguado por una larga sedimentación del tiempo más que por el efecto de representaciones ideológicas utilizadas y reutilizadas según unas necesidades siempre cambiantes y siempre actuales. En cualquier país, en cualquier latitud y circunstancia, han coexistido visiones antagónicas que reclaman aplicar en el presente la herencia que imaginan haber recibido del pasado, estableciendo una continuidad sin interrupción entre los problemas que identifican y también entre las soluciones que proponen. En realidad, estas visiones responden a la necesidad universal de encontrar la causa incontestable, el fundamento último y, en definitiva, la legitimidad para establecer un orden político en el que unos individuos se sienten autorizados a dar órdenes de acuerdo con su programa de acción y otros se reconocen obligados a obedecerlas, sea cual sea el suyo.

Las dos Españas, el mito de las dos Españas no sería, desde esta perspectiva, más que una variante en la búsqueda incesante de legitimidad; en concreto, la que invoca el pasado, y no Dios, la raza u otros ídolos, como causa incontestable, como fundamento último del orden político que se pretende establecer. Las confrontaciones ideológicas a las que ha dado lugar la búsqueda incesante de legitimidad, la invocación de unos ídolos u otros, parecen fenómenos singulares y distintos a los que es posible aproximarse como a una sucesión de episodios más o menos aislados, característicos de una época que se abre sobre una anterior y se cierra dando paso a la siguiente. Si se trata de fenómenos singulares y distintos es sólo en el ropaje, en la anécdota; en la sustancia, son una y otra vez el mismo fenómeno, el mismo intento de erigir un orden político sobre la base de un principio no disponible para los individuos y ajeno a su voluntad. La evangelización de los pueblos de ultramar y las guerras de religión no difirieron en su mecánica, sino en los actores que movilizaron y en el teatro geográfico en el que lo hicieron. Lo mismo que la colonización y las doctrinas racistas que asolaron Europa. O los conflictos de raíz nacionalista, librados frente al extranjero y, simultáneamente, frente a la disidencia interna. Cuando un orden político fundamenta su legitimidad en la superioridad de un Dios, una raza o un pasado –en la superioridad de un ídolo, en definitiva– se condena a defenderla frente a cualquier contestación sin distinguir si procede del interior o del exterior. Por la misma razón que ve enemigos, ve traidores.

El hecho de que el mito de las dos Españas tenga como origen la invocación de un pasado convertido en ídolo no obedece a la casualidad. Los escritores públicos españoles, los intelectuales, según la denominación que popularizaría Émile Zola desde las páginas de L´Aurore, se sintieron tan requeridos como sus colegas europeos para tomar posición en el principal desafío ideológico suscitado en el siglo XIX. La pregunta sobre qué es España, simultánea a la que se hacían los autores franceses, ingleses, italianos o alemanes respecto de sus propios países, era la consecuencia de ese desafío, no su causa. La Revolución francesa presenta dos caras de las que, por lo general, sólo se suele prestar atención a una, la que permite contemplarla como una afirmación de los principios universalistas procedentes de la Ilustración. La otra cara, sin embargo, suele pasar desapercibida o, por mejor decir, quedar disimulada bajo un sobreentendido que falsea la interpretación de cuánto estuvo en juego a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX. Los principios universalistas de la Revolución francesa no triunfaron sobre ningún particularismo anterior, sino sobre otros principios igualmente universalistas. Ni unos ni otros eran, en rigor, universales, sino estrictamente eso, universalistas. El matiz es decisivo porque en la distancia que va desde los principios universales a los universalistas se explica la paradoja de que la invocación de las mejores causas no haya sido el antídoto contra el recurso a la violencia, sino su desasosegante justificación. Napoleón guerreando en la Europa de su tiempo desempeñaba, en este sentido, el mismo papel de apóstol de sus ideas que Felipe II en relación con las suyas. Y uno y otro imaginaban haber encontrado en ellas un punto de llegada en la incesante búsqueda, ésta sí universal, de una causa incontestable, de un fundamento último y, en suma, de una legitimidad para el orden político que pretendían erigir sobre las ruinas del anterior.

Tal vez la cabal comprensión del conflicto ideológico que se desarrolló en el siglo XIX, y que movilizó a los escritores públicos en España igual que en el resto de los países europeos, exija prestar mayor atención a la cuestión de la legitimidad. Porque es entonces, en el siglo XIX y como resultado de la extensión y generalización no siempre pacífica de los principios universalistas de la Revolución francesa, cuando la legitimidad sobre la que se había apoyado el orden político europeo, en el que los reinos y gobernantes españoles habían desempeñado un destacado papel, comienza a ser sustituida por una legitimidad nueva. La nación pugna por ocupar el lugar que ocupaba Dios, y eso no sólo hace que la teología ceda el paso a la historia como disciplina capaz de dar cuenta del origen del poder, sino que conduce, además, a una exhaustiva redefinición, a una radical alteración del significado de los términos asociados a su ejercicio. Cuando a lo largo del siglo XIX se hable de nación no será ya para referirse a los creyentes de una misma fe o los hablantes de una misma lengua, según un sentido de este término que se puede rastrear desde el siglo XIII, sino para designar al conjunto de individuos caracterizados por la renta, la propiedad u otros atributos sobre cuya voluntad se erige el orden político emergente. Y otro tanto ocurre con el término Estado, que ya no aludirá a los territorios que un monarca obtiene por conquista o herencia, según se observa, por ejemplo, en Maquiavelo, sino a las nuevas instituciones y a la maquinaria burocrática que las sostiene. Incluso el término imperio dejará de ser sinónimo de poder, tal y como lo emplea Nebrija al afirmar que la lengua es su compañera, y se va dotando de un significado territorial.

Desde el momento en que la historia comienza a ser a la nación lo que la teología fue a Dios, las disputas acerca del pasado serán al nuevo orden político lo que las disputas teológicas fueron respecto del antiguo: la fuerza que está detrás del devenir de los acontecimientos no es la realización del plan divino, sino la voluntad de la nación e identificar esa voluntad, lo mismo que antes identificar el plan divino, no será sólo un ejercicio de saber, sino una literal toma de partido. El siglo XIX asistió así, en lo que a la legitimidad se refiere, a una fractura política, que cobraría mayor o menor intensidad según los países, entre los partidarios de fundar el orden político sobre el nuevo significado del término nación y quienes seguían defendiendo la monarquía de origen divino. En el caso de España, la fractura llegó a revestir caracteres dramáticos al haber sido desencadenada por una invasión militar, con sus secuelas de muerte y destrucción. Pero, además, se vio acentuada por la inviabilidad del orden político que pretendía erigir Napoleón, tanto en España como en el resto de Europa: respetar la monarquía como forma de gobierno y, al mismo tiempo, dotarla de una legitimidad conferida por su sola voluntad, no por la de Dios ni por la de la nación, era algo más que una síntesis ideológica arriesgada; era prácticamente una incitación a la revuelta, puesto que frustraba por entero las aspiraciones de los absolutistas y desgarraba al otro partido entre quienes anteponían la patria a las libertades y quienes defendían el orden inverso. Con el agravante de que, frente a los absolutistas, quienes aceptaron colaborar con la monarquía instaurada por Napoleón, los afrancesados, se convirtieron en excusa para desacreditar las posiciones de quienes rechazaron hacerlo, por más que compartiesen el grueso de sus ideas.

La labor legislativa de las Cortes de Cádiz, que fueron la respuesta a los problemas de legitimidad suscitados por la invasión y el intento de fundar una nueva dinastía en la persona de José Bonaparte, no avanzó sobre bases de exclusiva técnica jurídica. Detrás de cada posición sobre cualquier punto de relevancia, desde la forma de gobierno a los derechos que correspondían a los españoles de ultramar, había siempre una apelación al pasado, una implícita invocación de la legitimidad sobre la que cada partido deseaba erigir el orden político una vez rechazadas las tropas francesas. El recurso al pasado y, en definitiva, a la historia, se manifestó, incluso, en la propia fórmula que adoptaron las reuniones de Cádiz, consideradas Cortes en alusión a la institución medieval equivalente. La realidad, sin embargo, es que nada tenían que ver con aquéllas, ni en su composición, ni en su tarea ni, por descontado, en la circunstancia para la que habían sido no ya convocadas, sino enteramente creadas.

La aceptación del pasado como fuente de legitimidad desde donde recomponer el orden político que la invasión francesa había desbaratado y llevado a vía muerta hizo que los absolutistas, defensores del plan divino como motor de los acontecimientos, contribuyeran, paradójicamente, a la consolidación de la fuente de legitimidad alternativa a la que ellos proponían: la nación. En contrapartida, promovieron una interpretación de ese pasado en la que la voluntad de Dios y la de la nación no fueran excluyentes, lo que exigía convertir a España en instrumento providencial para cumplir el plan divino y, al mismo tiempo, sostener que la voluntad nacional más genuina era la que se proponía cumplirlo.

Desde el campo de los liberales, por su parte, se fue aceptando progresivamente este marco de interpretación propuesto por los absolutistas, al punto de que las palabras preliminares de la primera Historia general de España, obra del liberal Modesto Lafuente, anticipan la afirmación de la indisoluble unión entre el poder político y el credo católico que Menéndez Pelayo, desde las posiciones opuestas, reiterará en el epílogo a sus Heterodoxos.

Lejos de reforzar el orden político instaurado tras la invasión napoleónica, este compromiso sobre el pasado acabó por debilitarlo, y la inestabilidad constitucional que padeció España durante el siglo XIX es la prueba fehaciente. Los dos asuntos sobre los que los constituyentes de Cádiz imaginaban haber alcanzado un arreglo más o menos definitivo –las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y la concepción absolutista o liberal de la monarquía–, eran periódicamente reabiertos por militares y espadones de diversa tendencia que alegaban en apoyo de sus ideas una mejor interpretación del pasado que sus rivales, una más ajustada percepción de la esencia nacional destilada a lo largo de la historia. A consecuencia de ello, España llegó a ser, sin duda, uno de los países europeos donde la disputa en torno a la legitimidad que abrió la Revolución francesa tardó más en resolverse, sumando nuevos problemas a los que venía padeciendo. A la altura de 1860, un país que no había logrado decantarse por aceptar o no la libertad de cultos tiene que enfrentarse a los nuevos movimientos políticos y sociales que habían prosperado en Europa, que se declaran, simple y llanamente, enemigos de la religión. Y otro tanto ocurre con la monarquía, que en España sigue debatiéndose entre las concepciones absolutista y liberal mientras que, en Europa, se enfrenta el desafío de una forma de gobierno alternativa: la república.

El mito de las dos Españas se va fraguando a lo largo de este recorrido y obedece a un error de perspectiva del que, aún hoy, no existe clara conciencia. En lo sustancial, ese error consiste en conceder una relevancia historiográfica de la que carecen a las respectivas visiones del pasado sobre las que se erigen las Españas en conflicto. La nómina de personajes y acontecimientos que reclama como antecedentes ilustres la tradición absolutista, después ultramontana y, finalmente, conservadora o de derecha, es tan manipulada y arbitraria como la que reivindica la otra España, la liberal y más tarde progresista y de izquierda. La preferencia de los partidarios de la primera tradición por un rey como Felipe II, a quien consideran superior a Carlos V, tiene que ver menos con sus méritos o deméritos que con la interpretación de un episodio que la ideologización de las miradas al pasado español convirtieron en un enigma, en la mancha inexplicable de un pasado glorioso: la revuelta de los Comuneros. La rebelión contra un rey sólo se podía justificar, a ojos de una tradición, de una España, si se hacía en nombre de los intereses supremos de la nación, dando por descontado que ese término significaba lo mismo en el siglo XVI que en el XX, y eso condenaba a Carlos V y dejaba a Felipe II como único gobernante de la época imperial digno de aprecio. A ojos de la otra España, en cambio, la revuelta podía ser una encomiable manifestación de libertad en la que había que inspirarse frente a Fernando VII o también una indeseable reacción contra la “política europea” del Emperador, según escribió Salvador de Madariaga, dando también por descontado que Europa tenía entonces el mismo significado y la misma carga emocional que para los derrotados de la Guerra Civil de 1936.

Las tradiciones antagónicas, las dos Españas del mito, se fueron construyendo como un juego de muñecas rusas en el que, sin embargo, la forma de las más remotas, de las más internas, no coincidía con la de las más recientes. Quizá el ejemplo más ilustrativo a este respecto lo constituyan los vaivenes en el aprecio hacia la Constitución de Cádiz, frecuentemente reivindicada por la tradición progresista sin reparar en que el laicismo que llegó a ser uno de sus rasgos distintivos entraba en abierta colisión con su preámbulo y con el artículo 12, para el que “la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. La otra tradición, en cambio, osciló entre un rechazo originario, resultado de su animadversión hacia las ideas procedentes de la Revolución francesa, algunas de las cuales recogía el texto, y una posterior y mucho más reciente reivindicación que ha coincidido con la rehabilitación del adjetivo liberal por parte de las posiciones políticas conservadoras y de derecha.

Por lo que tienen de manipuladas y arbitrarias, ambas visiones del pasado carecen, en efecto, de relevancia historiográfica; sí la tienen, por el contrario, contempladas desde la perspectiva de las luchas en torno a la legitimidad. Y no tanto porque sea fácil distinguir el orden político que persiguen con sus cambiantes relatos y su inestable panoplia de rechazos y reivindicaciones cuanto porque su simple pervivencia, su constante y apasionada reformulación a lo largo de dos siglos pone de manifiesto una forma de entender la política en la que coinciden los defensores del mito de las dos Españas, sean los de un campo o los del otro. Porque, a efectos de la lucha por la legitimidad, tan defensores del mito son quienes evocan las virtudes de la edad imperial para reclamar la consideración de España como gran nación, sea para exigir un mayor protagonismo internacional o para oponerse a las reivindicaciones de los nacionalismos peninsulares, como quienes buscan la explicación de problemas actuales en afirmaciones genéricas sobre el pasado, como la ausencia de feudalismo en España o la debilidad de la Ilustración. Establecer continuidades de tan largo alcance sienta las bases de un indemostrable determinismo, que por una parte convierte las interpretaciones del pasado en hechos unívocos y fehacientes –afirmar que no hubo feudalismo, ¿puede ser objeto de controversia? Y, ¿la debilidad de la Ilustración?– y elabora leyes ad hoc a las que se habría ajustado la evolución del país con independencia de la voluntad de quienes lo han habitado en cada momento.

La manera de entender la política que revela el mito de las dos Españas remite inexorablemente a la idea de revolución, no en sus connotaciones contemporáneas sino en su sentido más estricto, que no es otro que hacer de la lucha por el poder una disputa radical, no por el liderazgo dentro de las instituciones, sino por las instituciones mismas. La debilidad del Estado liberal ha sido señalada, desde esta óptica, como una de las causas determinantes de la inestabilidad política que padeció España a lo largo del siglo XIX. Se trataría de una hipótesis plausible a condición de que no se entendiera por Estado liberal una especie de artefacto que está o no está, que emerge o no emerge, y no una disposición política a aceptar reglas y procedimientos pactados para acceder al poder y usar de sus instrumentos. La debilidad del Estado liberal español, esto es, del Estado que distintas visiones políticas podían aspirar legítimamente a dirigir ateniéndose a reglas y procedimientos pactados, no fue tanto el resultado de una carencia material como de una arraigada representación ideológica. Su fracaso no se debió a la indigencia del ejército, ni a la escasez de las escuelas independientes de la Iglesia, ni a las limitaciones de la beneficencia pública, ni al atraso de las áreas agrícolas rurales ni al subdesarrollo de la industria; la solución a estos y otros problemas podría y tendría que haber formado parte de los programas políticos en lucha por el poder. Pero lo que sucedió fue que, inspirados por el mito de las dos Españas, arrebatados por los requerimientos de una legitimidad recurrentemente en cuestión, los programas políticos no aspiraban al poder para promover soluciones sino para definir, encerrándose cada vez más en un círculo sin salida, el fundamento y la naturaleza de ese poder al que aspiraban.

La mayor parte de los escritores públicos, de los intelectuales que reaccionaron a la crisis del 98 lo hizo para llevar el solipsismo ideológico que está detrás de la debilidad del Estado liberal hasta extremos de auténtica enajenación nacionalista, al asumir que la derrota de España frente a Estados Unidos y la pérdida de las colonias exigían reescribir el relato del pasado y extraer de él lecciones simbólicas, no analizar desde una aproximación pragmática el presente. Y quienes, como Joaquín Costa y la pléyade de regeneracionistas que siguieron su estela, se propusieron analizarlo, lo hicieron desde una reformulación del mito de las dos Españas que sustituía la confrontación entre la liberal y la absolutista por la que llevaban a cabo la oficial y la real, y que, por eso mismo, reabría voluntaria o involuntariamente la disputa desestabilizadora por la legitimidad desde un nuevo flanco. Si los liberales exigían deshacer las instituciones que se apoyaban en la legitimidad reivindicada por los absolutistas, y viceversa, los regeneracionistas confiaban en hacer otro tanto con las de la España oficial en nombre de la real. Por descontado, la definición de cuál era la una y cuál la otra, así como la identificación de los asuntos en los que colisionaban, era una prerrogativa que se asignaban a sí mismos en régimen de monopolio, como habían hecho liberales y absolutistas con sus respectivas Españas.

Es sólo considerando esta transformación del mito, esta solapada reiteración bajo nuevas etiquetas, como se pueden advertir las corrientes ideológicas de fondo que se enfrentaron en la guerra de 1936. En contra de lo que se suele dar por descontado, la República no surge de la victoria de la España liberal sobre la absolutista, sino de la impugnación del mito de las dos Españas y la cancelación de las disputas sobre la legitimidad que se han prolongado a lo largo del siglo XIX: no cuestiona en nombre de ningún pasado las instituciones que proceden de la Restauración, sino de las reglas y procedimientos para gobernarlas, traicionadas por el rey al avalar la dictadura de Primo de Rivera.

Frente a la democracia corrupta de la Restauración, la República se presenta como una alternativa a la corrupción, no a la democracia. De la misma manera que, frente a la monarquía, aparece como una alternativa pragmática, no como la realización de ningún imperativo, una vez que Alfonso XIII opta por abdicar y abandonar España. La fórmula con la que Santos Juliá ha caracterizado la labor política e intelectual de Manuel Azaña –es la única figura, dice, que piensa el Estado– resume, más que una trayectoria singular, una genealogía ideológica, la del liberalismo español, que sigue deambulando hoy por una nebulosa de radicales y moderados, cuando no secuestrada por figuras como Marañón u Ortega. Porque pensar el Estado, no pensar España, elucubrando sobre las virtualidades de su esencia católica o los efectos de la “caquexia del feudalismo”, según la ampulosa expresión del autor de La rebelión de las masas, es el único camino para abandonar la lucha en torno a la legitimidad que ha sumido en la catástrofe la reciente historia del país, anegándola en sangre.

En sangre la anegó, desde luego, la rebelión militar contra la República, que al poner en pie una de las dos Españas arbitrarias del mito, reelaborando para legitimarse un relato del pasado, creó las condiciones para que también renaciese la otra, no menos arbitraria, articulando a su vez un relato opuesto. Furiosamente enemigas, una y otra España coincidieron, sin embargo, en lo que sus cambiantes versiones siempre habían coincidido desde que los constituyentes de Cádiz se volvieron hacia el pasado para encontrar el fundamento del orden político que habría de sustituir al napoleónico: coincidieron en despreciar la mediación que ofrecen las instituciones, coincidieron en considerarlas como materialización de sus respectivas quimeras y no como un espacio capaz de conjurar que la lucha política se transforme en conflicto escatológico, en el que el único juez es la violencia y en que la victoria es el único criterio que concede o quita la razón. El triunfo del alzamiento contra la República no sólo conllevó, como pretendían sus protagonistas, el establecimiento de un orden político conforme a su visión del pasado; además, confirió una apariencia de autenticidad a esa visión, extrayendo todos los frutos, materiales y simbólicos, a los que parece autorizar cualquier victoria en un conflicto escatológico. Las armas zanjaron, de este modo, algo que ni podían ni pueden zanjar, como era la disparidad de interpretaciones acerca de la islamización de la península, el reinado de Isabel la Católica, la España imperial bajo Felipe II, la monarquía ilustrada, la historia constitucional del siglo XIX, la pérdida de las colonias, el sentido de la República o cualquier otro episodio del pasado. Apartarse de la visión de la historia defendida por la dictadura, de su modo de pensar España, con implicaciones que abarcaban desde el arte hasta la moral privada, no era una simple disensión intelectual, sino que, en la medida en que esa perspectiva sustentaba el orden político, equivalía a una puesta en cuestión de su legitimidad y, por tanto, adquiría una inevitable dimensión política.

Los compromisos que dieron lugar a la Constitución de 1978 retomaron el propósito de cancelar el mito de las dos Españas, reconduciendo la lucha política a una confrontación entre diversas formas de pensar el Estado, no de pensar España. A diferencia de la República, el orden político que se quiso instaurar, el conjunto de reglas y procedimientos que habrían de regir el acceso al poder para conformar el orden político, se buscó mediante un acuerdo amplio, no mediante el juego de mayorías y minorías, según se hizo en 1931. La estabilidad institucional alcanzada gracias a unas decisiones políticas que parecían haber extraído las lecciones del pasado, unida a una prosperidad material que en gran parte fue su consecuencia, se empezaron a ver amenazadas por el uso que hicieron del sistema algunos gobiernos a partir de mediados de los noventa del pasado siglo, tanto para enfrentar demandas nacionalistas que reproducían a una escala geográficamente menor la idea decimonónica de que es el pasado lo que legitima el orden político, como para imponerse electoralmente a una oposición a la que se acusaba de no defender con suficiente ardor la idea de España que supuestamente subyacía en la Constitución de 1978. En realidad, en la Constitución no subyacía ninguna, porque su elaboración no fue el resultado de pensar España, sino de pensar el Estado. Pero eso no impidió que, poco a poco, los principales partidos se dejasen arrastrar a una polémica que, en última instancia, reelaboraba el mito de las dos Españas. Ahora no se trataba de decidir entre la España liberal y la absolutista; tampoco entre la real y la oficial. En este renacer del mito, la alternativa se estableció entre la España plural y la España una, quimeras simétricas que, como sus antecesoras, convertían la lucha política en un conflicto de legitimidad: las diferencias no se referían a la gestión de las instituciones, sino a la naturaleza de las instituciones mismas.

Otro de los flancos abiertos contra el orden político del 78 procede del movimiento para recuperar la “memoria histórica”. Su hipótesis de partida es que la transición de la dictadura a la democracia se realizó sobre la base de un pacto de silencio acerca de los crímenes de Franco, durante y después de la Guerra Civil. Mientras esos crímenes no sean reparados por la vía judicial, concluye la hipótesis, el orden político bajo el que vive la España de hoy no será completamente democrático. Los argumentos en apoyo de este inquietante corolario no suelen expresarse racionalmente, ni son susceptibles de ser apoyados o refutados en sus mismos términos, sino a través de metáforas emotivas pero carentes de un significado preciso como: “pasar o no pasar página”, “abrir o cerrar heridas”, u otras muchas que retoman sin saberlo el discurso febril y algo sonámbulo de los autores del 98 y el regeneracionismo, luego prolongado por autores que, aún en estos días, se tiene por depositarios del liberalismo, como Marañón u Ortega.

Bajo el movimiento para la recuperación de la “memoria histórica” no está en juego un problema de justicia penal, desde el momento en que los principales encausados están muertos y, si acaso sobrevive alguno, gozan del beneficio de la irretroactividad de la ley que condena los crímenes contra la humanidad, y de la amnistía; beneficios que también rigen para quienes perpetraron atrocidades desde el bando que apoyó a la República y, sobre todo, para los opositores a la dictadura que optaron por el terrorismo. Tampoco está en juego la restauración del honor de las víctimas, puesto que no fue el honor lo que les arrebató el franquismo, sino la vida; el honor lo adquirieron o lo perdieron con sus acciones, dándose el caso de que para muchas de las víctimas ese honor procede de su oposición al franquismo hasta el último aliento. El movimiento para la recuperación de la “memoria histórica” no es, en realidad, más que una última versión del mito de las dos Españas, caracterizadas ahora como la que debe pedir perdón y la que debe recibirlo, siendo así que esta nueva frontera, esta nueva divisoria, se traduce en un extraño propósito: personas que no han cometido ningún crimen deben saldar cuentas morales con quienes tampoco han padecido ninguno. Bajo esta invocación de la justicia se esconde, en realidad, un escalofriante principio inquisitorial, ahora en manos de una España que imagina entroncar con versiones anteriores que lo habían repudiado: la responsabilidad penal no es personal sino colectiva, las culpas se transmiten de padres a hijos e, incluso, a quienes por las razones que sea, ideológicas o simplemente afectivas, se sienten próximos de quienes cometieron un crimen. Esa proximidad es, sin duda, reprobable y merece ser combatida en sus mismos términos, pero no permite extender las responsabilidades hasta el punto de que su petición de perdón no sea otra cosa que una estricta fórmula retórica.

La fractura entre las formas de entender España no es mayor, no es más irreductible que en cualquier otro lugar, según parece dar a entender el mito de las dos Españas. Aparte de estar en los orígenes ideológicos del torturado siglo XIX, y también de la Guerra Civil de 1936, la permanente querella en torno a la legitimidad de los sucesivos órdenes políticos que propició ha terminado por alterar el sentido de una actividad esencial para la ampliación de las libertades, como es la crítica. En España, y a consecuencia de la invariable vigencia del mito, la crítica se interpreta, sobre todo, como refutación de las actitudes y los argumentos del campo contrario, no de los del propio. Eso la convierte automáticamente en un instrumento para la confrontación, no para la ampliación de las libertades. Porque las libertades, por definición, sólo tienen sentido dentro del espacio al que uno pertenece; si su ejercicio conlleva la expulsión de ese espacio es que las libertades no existen. De ahí la paradoja que vuelve a vivir una España víctima del mito: por la misma razón que se ven enemigos, se ven traidores. Quienes cometieron el error de pensar España cuando lo que correspondía era pensar el Estado encontraron una metáfora que hizo fortuna, hasta el punto de caracterizar la quimera del carácter nacional: cainismo. Cainismo sólo significa, en realidad, que los españoles rechazan cancelar unos problemas de legitimidad que imaginan trascendentales, y que únicamente remiten al poder destructivo de un mito. ~

 

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