¿Quiénes serán los descalzos que titulan el libro en el que Francisco Javier Irazoki ha reunido su poesía completa? ¿Son los propios poemas, que se han despojado de lo artificial y que caminan sin hacer ruido y liberados? ¿Son los personajes que aparecen en esta antología, la serie de hombres y mujeres con los que el autor se ha cruzado a lo largo de su vida, más los que no llegó a conocer pero que considera cercanos por la compañía que le han hecho su música, sus libros, su ejemplo o sus historias? En este volumen publicado en Hiperión el autor ha recogido “todo lo que tenía que decir”, según su propia expresión, como cuenta su amigo desde la primera juventud Fernando Aramburu en el breve texto que introduce el libro y que se llama “Casa poética” (“concebido por su autor como una casa definitiva”). Y lo que encontramos en los poemas es una asombrosa concurrencia de personajes, lo que quiere decir que esa casa ha estado abierta, y también quiere decir que a toda esa gente Irazoki la siente íntimamente ligada a su vida, imprescindible o determinante para su devenir. Que cuenta con ellos.
Los poemas más antiguos están fechados en 1976, cuando el autor tenía veintidós años. Están llenos de imágenes algo escurridizas: en algunas como “el taller de sueños estériles”, “petirrojos asfixiados de nostalgia”, “la ternura empolvada de los edificios que se tambalean” o “palpar tus brazos carbonizados por la compasión” van a encontrarse lo matérico o duro (taller, asfixia, demoliciones, lo carbonizado) con lo etéreo (sueños, nostalgia, compasión). Mientras lo escribo sospecho que algo de ese contraste se ha mantenido a lo largo de los años y que podría detectarse en los poemas más recientes, más como fondo que como expresión explícita. Ahí quizá estén el muro y la herramienta con que el poeta le ha practicado una abertura por los que se accede a los mundos interiores.
La compañía: ya desde el principio aparece multitud de gente. Hiparquia, Diotima (precisamente la amada de Hiperión), Mahavira, Novalis, Cuauhtémoc, Juan de la Cruz o Jakob Böhme tienen cada cual su breve poema, un poco a la manera de Spoon River, porque es como si expusieran el eje de su vida y su condensación (como cuando Cuauhtémoc dice “Ahora el triunfo y la derrota me parecen candores / idénticos, simulacros de ciega devoción”). En la exposición de sus peripecias e impresiones parece quedar un ejemplo de vida, para quien quiera tomarlo. Más adelante irán apareciendo personajes sin nombre, mendigos, músicos callejeros (¡muchísimos músicos en este libro!), personas que asoman fugazmente. ¿A quién recuerda esta escritura, allá por la mitad del libro? ¡A Leonard Cohen, a sus letras, poemas y novelas! Y lo hace en sus temas pero también en el fraseo, en la cadencia y en las imágenes. Efectivamente, páginas más allá nos encontramos con una carta dirigida a él. Las menciones a músicos son muy numerosas, y se capta rápidamente la benéfica influencia que se busca en la música, y que la música ejerce, si se está disponible. Si se ha estado abierto y disponible, y si se tiene suerte, avanzado el tiempo uno podrá reconocer la identidad de todo lo que le rodea: “Desde los tejados y árboles desciende una música alimentada por insectos y semillas. En los sonidos bajan las voces de Thomas Tallis…” Han venido también J. S. Bach, Sarah Vaughan, Bessie Smith, Nina Simone, Brassens con su “cinismo bondadoso”, Charlie Parker, Pink Floyd… Cada vez que aparece la música se siente una subida de intensidad, un agradecimiento y una alegría en el poema. Pero se trata de una actitud general. La decisión consciente de disfrutar de la vida, de no añadir dolor al dolor, de detenerse en lo bueno y de no dedicar tiempo al rencor se transparenta a lo largo de todo el libro, cuando no se menciona explícitamente. Desde que la leí me ha vuelto a la cabeza varias veces una frase que aparece dos veces en el libro −porque el poema se nos ofrece en dos variaciones−, que dice: “Es triste pero no me va a entristecer.” El personaje que la pronuncia podría desarrollarse en una novela.
Las estampas que componen el grueso de la segunda mitad del libro tienen mucha potencia narrativa, pero qué más da si es poesía o es novela, si son fragmentos rescatados de la infancia y de la primera juventud, que traen delante de nuestros ojos temperaturas, brillos, contrastes y escenas a veces emocionantes, a veces escalofriantes, la educación sentimental en el ambiente rural vasco de los años cincuenta o sesenta. Aquí encontramos versos como “Defenderé la casa de mi padre contra la pureza y las banderas ensangrentadas”, donde se reconoce también el contraste ya mencionado entre lo aristado y lo aéreo. Remueven especialmente algunos recuerdos de trabajadores de las fábricas llegados al País Vasco desde otras partes de España, y conclusiones como las que encontramos al final del poema en prosa “Barrio Jaén”: “Era ya un habitante inmóvil de nuestro racismo.” La mención al racismo es frecuente, junto a los estupores infantiles frente al comportamiento de los adultos. Asistimos en el libro a la formación de una personalidad para la que, insisto, ha sido determinante la elección del camino luminoso y cordial, curioso hacia sus semejantes. Otra imagen que se me ha quedado grabada es la invitación a los niños, a los amigos de los hijos que vienen a casa, que los huéspedes sean niños, aquí en un poema con un desenlace sobrecogedor.
Los descalzos es un libro emocionante, lleno de impresiones sensoriales (al leer algunos recuerdos de infancia casi vemos la luz metálica) que son importantes porque es en su seno donde la conciencia se descubre a sí misma, se da cuenta de que tiene cierta libertad y decide ponerse al servicio de lo que considera bueno. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).