Cataluña: La nada secesionista

Del procés no solo debe quedar otro fracaso del empeño en construir y legitimar un inexistente derecho a la secesión, sino la confirmación de que la descentralización es la única manera racional-liberal de satisfacer las necesidades de diferenciación y respeto al pluralismo identitario en una sociedad democrática.
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Recuerdo contar a Fernando Savater que cuando su nombre apareció en la lista de objetivos de eta adoptó la actitud típica de aquellos a los que les diagnostican una enfermedad terminal: intentar entender “de qué se iba a morir”. Para ello leyó ávidamente todo lo que encontró sobre el nacionalismo vasco. Pero, para su desesperación, todo lo que cayó en sus manos, desde el racismo católico-integrista de Sabino Arana al marxismo-leninismo de corte búnker-albanés que profesaba eta, le produjo una enorme decepción: “Morirse de algo tan mediocre intelectualmente como el nacionalismo vasco es la humillación máxima que se puede infligir a un filósofo”, concluía con su sorna habitual.

Años después de que eta dejara de matar, y enfrentados al desafío secesionista catalán, no se puede decir que las cosas hayan cambiado mucho. Lo califiquemos como golpe de Estado, autogolpe, golpe posmoderno, rebelión o mero desafío, no cabe duda de que lo ocurrido en Cataluña entre los meses de septiembre y noviembre de 2017 configura el momento de mayor riesgo para la democracia y la convivencia habido en España desde el golpe de Estado del 23-F. Todos los que vivimos de cerca aquellos momentos recordamos el dramatismo, pero sobre todo la incertidumbre sobre el desenlace, el miedo a un enfrentamiento que acabara, como ha sido el caso en otros procesos de secesión unilateral, de una forma violenta y con derramamiento de sangre. Es cierto que, por fortuna o por virtú, se evitó la tragedia. Pero es indudable que la democracia española estuvo a punto de ser doblegada, la Constitución de 1978 invalidada, el Estado derrotado y los derechos fundamentales de millones de ciudadanos irremediablemente violados.

Y, sin embargo, de todo ese desafío no ha quedado, ni previsiblemente quedará, una sola justificación intelectual o elaboración doctrinal con la que merezca la pena debatir. Del lado secesionista, las tergiversaciones, manipulaciones, medias verdades o mentiras enteras han sido la norma. Fuera sobre el derecho a la autodeterminación, los apoyos a la independencia dentro o fuera de Cataluña, la naturaleza autoritaria del Estado español, las balanzas fiscales, el rosáceo futuro económico que seguiría a la independencia o la posibilidad de acceder automáticamente a la Unión Europea, el independentismo ha sido desenmascarado cada vez que se ha enfrentado al test de los hechos o al contraste con el derecho establecido.

El desmantelamiento intelectual del secesionismo ha sido tan completo como demoledor, sea desde dentro o desde fuera, desde arriba, abajo o los lados. A la constante denuncia en los medios de comunicación de intelectuales como Savater, Azúa, Carreras, Espada, Ovejero o Cercas hay que destacar contribuciones como las de Jordi Amat (La conjura de los irresponsables, Anagrama, 2018), Lluís Bassets (Lecciones españolas, ed Libros, 2017), Escucha, Cataluña. Escucha, España de Borrell, Burniol, Carreras y Piqué (Península, 2017), Guillem Martínez (La gran ilusión, Debate, 2016) o Santi Vila (De héroes y traidores, Península, 2018). En esa línea sigue ahora La secesión en los dominios del lobo (Catarata, 2018), una obra de Pau Luque en la que, pertrechado del fino escalpelo de filósofo del derecho, el autor disecciona el cadáver democrático y normativo dejado por el llamado procés.

Por más que hayamos vivido en primera persona sus hitos, releer de la mano de Luque la sucesión de agravios democráticos y atropellos a los derechos de la ciudadanía en los que en nombre de la democracia ha in- currido el procés resulta de enorme utilidad a la hora de ayudar a ventilar el asunto central del que se ocupa su libro: la inexistente (e incluso imposible) justificación del derecho de secesión en los términos planteados por el independentismo catalán.

Como señala Luque, el secesionismo catalán nunca ha aspirado a construir su proyecto sobre la razón, tampoco sobre el derecho, sino sobre la emoción. O mejor dicho, ha construido un derecho de forma circular, justificado en la satisfacción emocional que produciría la independencia para superar un sentimiento de agravio que por su naturaleza subjetiva no necesita ser real ni someterse a escrutinio y validación. Para Luque, el secesionismo, en lugar de en el derecho liberal, única fuente posible del derecho en una democracia, se ha situado en el plano del derecho natural, prepolítico y preconstitucional. Y ello le ha conducido ineludiblemente al iliberalismo, es decir, a una legitimación orgánico-populista de un proceso de ruptura unilateral destinado a violentar las leyes, instituciones y derechos fundamentales de los ciudadanos de una democracia, y basado en el argumento, clásico y desastroso, de que un fin moralmente superior (la secesión) puede recurrir a medios no acordes con el derecho o la democracia (la ruptura de la ley, la mentira, la supresión de los derechos de las minorías o la intimidación de los disidentes).

Así, el supuesto derecho a la secesión de Cataluña, advierte Luque, queda invalidado en cada una de las instancias en las que pretende ser ejercido. Ab initio desde un punto normativo, puesto que a pesar de que no encaja ni en el derecho internacional ni en el derecho constitucional se autoconcede fraudulentamente ese derecho. Y a la hora de ponerlo en práctica, puesto que los secesionistas en ningún momento intentan superar ese escollo inicial buscando un acuerdo político incluyente (dentro de Cataluña y entre Cataluña y España) que pudiera legitimar liberal, legal y racionalmente una consulta de corte secesionista, prefiriendo adoptar una vía de ruptura unilateral. Y tercero, en el desenlace, porque el modo en el que se conduce el procés, atropellando los derechos de los parlamentarios, invisibilizando o acallando a las minorías y forzando un referéndum sin garantías o umbrales de participación predestinado a lograr un único resultado (la independencia), confirma, una vez más, la incompatibilidad de partida entre secesionismo unilateral y democracia.

La autopsia de Luque sobre el procés es concluyente: aunque el derecho a la secesión no existiera, sí que existía una (mínima) posibilidad de abrir una discusión democrática (liberal-racional) sobre esa posibilidad, como ocurriera en Canadá. Pero el secesionismo despreció esa posibilidad al optar por un camino iliberal-emocional que justificaba la quiebra de la legalidad, el desprecio a las instituciones y la violación de los derechos fundamentales de los disconformes. Frente a la tesis de Ignacio Sánchez-Cuenca (La confusión nacional: la democracia española ante la crisis catalana, Catarata, 2018), que sostiene que la democracia española no ha estado a la altura en su respuesta al desafío catalán, los hechos muestran exactamente lo contrario: que en cada una de las coyunturas críticas que ha encontrado, el secesionismo no ha estado a la altura de los mínimos estándares democráticos.

El procés no ha conseguido legitimarse ni doctrinal ni prácticamente. No ha superado el test del derecho, tampoco el de los procedimientos y mucho menos el de la política democrática y constitucional propia de Estados avanzados y garantistas. El intento de transmutar el derecho de autodeterminación clásico en un derecho a decidir posmoderno se ha saldado con un fracaso democrático. Más aún, con su proceder iliberal, el secesionismo catalán no solo no se ha ganado el derecho a plantear la secesión, como pretende, sino que lo ha perdido por muchos años.

Pese a lo que pareciera, este desenlace contiene una buena noticia. Del procés no solo debe quedar otro fracaso del empeño en construir y legitimar un inexistente derecho a la secesión, sino la confirmación de que la descentralización, en cualquiera de sus grados (federal, autonómico, etc.) es la única manera racional-liberal de satisfacer las necesidades de diferenciación y respeto al pluralismo identitario en una sociedad democrática. Del viaje a los dominios del lobo de Pau Luque se deriva una poderosa lección: la necesidad de regresar de ellos. ~

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es director de la oficina de ECFR en Madrid y columnista en El Mundo.


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