Lo dijo Fernando Savater a Letras Libres en aquellos días de la pandemia, cuando lo poco a hacerse para desentumir el oficio era importunar a los amigos con entrevistas en Zoom sobre el calamitoso estado del mundo, que lo peor de la peste era que generaba falsos profetas a granel, y acaso el primero de ellos fue el filósofo italiano Giorgio Agamben (1942), quien cuando ya sumaban cien los infectados diarios por la covid-19 tan solo en Italia, tronitronó diciendo que la pandemia “era una invención” neoliberal que acabaría por “concentrar” a la humanidad, porque los campos de exterminio nacionalsocialistas son su obsesión. Ha ofendido gravemente a los millones de víctimas del nazismo y a sus descendientes, al compararlos con los anodinos paseantes dominicales por esos centros comerciales que pululan por el planeta, tan vigilados y castigados, según él, como quienes murieron en Auschwitz o Dachau.
También en Letras Libres, el editor y crítico colombiano Mario Jursich se burló en 2020 de Agamben y otros cófrades suyos quienes en Buenos Aires salpimentaron una instantánea Sopa de Wuhan, panfleto donde Slavoj Žižek y alguno de sus compadres llamaban a convertir la agresión viral del sistema en un boomerang y hacer del propio virus la revolución decisiva que nos llevaría al fin al comunismo. En aquel folleto, había quien recomendaba recibir al virus con hospitalidad y tratarlo con los menjurjes de ese “saber alterno” que es la medicina ancestral indígena, ignoro si para curar al virus o para matarnos a nosotros, incluyendo el llamado de Paul B. Preciado de desconectarnos –en ese preciso momento– de toda red social para morir sabios y solitarios como los elefantes seniles.
Si los votantes no se disculpan –como aquellos que al ungir a Donald Trump le han otorgado la salud pública de los Estados Unidos a Robert Kennedy Jr., un activista antivacunas e involuntario discípulo de Agamben y compañía– es presumible que los profetas hagan mutis y pasen, ya vacunados una, dos, tres veces, a otra cosa, como tal parece que hizo el propio Agamben, quien dedicó la pandemia a concentrarse en Friedrich Hölderlin (1770-1843), sujeto ni mandado a hacer para esos tiempos porque pasó la mitad exacta de su vida recluido en una torre de Tubinga. Estuvo mentalmente desahuciado y a cargo de los generosos esposos Zimmer, quienes toleraron con amor su profunda e inofensiva melancolía (no voy a entrar en la discusión psiquiátrica de qué trastorno padecía el poeta alemán aunque los especialistas coinciden que hoy día, con la farmacia actual, habría mejorado sustancialmente su condición) que consistía en disfrutar la soledad, canturrear, escribir algunos pocos poemas y recibir, dándoles con frecuencia títulos mayestáticos, a sus cada vez más numerosos y curiosos visitantes.
La modernidad tardía y la posmodernidad de la que presume nuestro siglo se ha ido dotando de héroes, a la Bartleby, “que preferirían no hacerlo”, como el protagonista del famoso cuento de Herman Melville, quienes mediante la resistencia pacífica –llamémosla así– se niegan a integrarse al llamado “sistema-mundo” y su lógica utilitaria y extractiva. La lista de resistentes es enorme y, para no salir del mundo literario, incluye de preferencia a quienes pasaron por manicomios como Antonin Artaud y Robert Walser o a quienes gozaron de una juventud vigorosa hasta que se tropezaron con la tisis, como Kafka, pero creían que el mundo era un manicomio y escribieron una “literatura menor” para oponerse a los dueños del mundo y de la gracia, un Thomas Mann, por ejemplo.
Inventarse “Bartlebies” críticos (que no novelescos como los de Enrique Vila-Matas) sirve para varios propósitos y en búsqueda de ellos, el canon romántico, abundante en suicidas y alucinados, permite hacerse de un primoroso armorial que incluye de Thomas Chatterton a Arthur Rimbaud, pasando por su amigo Paul Verlaine y por Charles Baudelaire, y en lengua española han sido tomados por resistentes antipsiquiátricos lo mismo el mexicano Jorge Cuesta que el peruano Martín Adán. A Josefina Vicens, también autora de obra mínima, la han querido bartlebizar. Hay quien festeja también leyendas falsas, como aquella del gran escritor que fue tratado con electrochoques para que abandonara el alcohol, cosa que logró, pero sin ese estimulante dejó trunca su genial obra en pocos libros. Prefirió no seguir haciéndolos.
Hay Bartlebies agresivos como Artaud (que hasta tenía el valor de escribirle cartas a Hitler) y otros al parecer tiernos como Walser, y desde luego Hölderlin, ni mandado a hacer para que Agamben (“el confuso posmodernista, pretencioso y oscuro, notable por su falta de sentido del humor”,1 según lo definió alguna vez Mark Lilla) saliera de la pandemia con un nuevo libro. Nótese que todos esos Bartlebies escriben y publican, o los publican póstumamente, de lo contrario ni Agamben, ni ustedes, ni yo sabríamos de su existencia.2
Agamben se puede hacer pasar por idiota, aunque no lo sea, hombre de muchísimas erudiciones, entre ellas la patrística, aunque concedo que la erudición no cura de la idiotez. Yo conocí a un erudito-idiota que sabía quince lenguas, pero no hilaba dos o tres ideas sobre el estado del clima o del tráfico. A él, un Agamben lo hubiese reclutado, junto a Hölderlin, como alguien dotado de una vita habitante sin espacio en su mente para las fruslerías y banalidades que ocupan al resto de los humanos. Si entiendo bien a Agamben (lo cual es dudoso), una vita habitante es la de aquel, para decirlo en buen español, que “tiene la cabeza bien amueblada” y vaya que Hölderlin la tenía, lo mismo que el filósofo italiano quien, no pudiendo ilustrar (todavía) su tomografía, en cambio sí nos muestra la belleza de su estudio y de su biblioteca, de su familia, de sus amistades y de sus primeras ediciones en Autoritratto nello studio (2017), pequeño coffee table book que habría de ser imitado por todo integrante de la gauche caviar que se respete. De que el estudio de Agamben está bien amueblado, no cabe duda.
Pero veamos qué tan amueblada está La locura de Hölderlin. El prólogo ilustra correctamente quién fue Hölderlin, genio rodeado de genios en la llamada “Grecia suaba”, que no tenía otra alternativa sino fugarse pues qué otra cosa podía ser quien había sido íntimo de G. W. F. Hegel en Frankfurt, Jena y Tubinga. Fue escogido por Agamben para ilustrar no el genio ni la filosofía, ni tampoco la poesía, sino cierto tipo posmoderno de locura. Así, con maña manifiesta, Agamben comienza su libro contraponiendo dos cronologías: una en cursivas que narra la vida oficial por antonomasia, la de J. W. Goethe, en contraste con la de Hölderlin, desde 1806, el año en que la madre del poeta (casada en segundas nupcias con el consejero privado Gock de Nürtingen) pide oficialmente ayuda a las autoridades para sostener a su hijo cada vez más enloquecido.
Así, en cursivas, tenemos la eficaz maestranza de Goethe al frente del teatro de Weimar, las noticias de política internacional de conocimiento obligatorio para ese político que también era el poeta, las gestiones del propio Goethe para procurar un estipendio justo para Hegel y la sumisión de ambos ante “el nuevo espíritu del mundo”, el emperador cuyo dominio dan como una fatalidad frente a la acritud de los jóvenes románticos, desde Ludwig van Beethoven tachando dedicatorias en sus partituras al todopoderoso francés hasta J. G. Fichte, quien habrá de sustentar la rebelión nacionalista de la lengua alemana contra el cosmopolitismo de las Luces que habían convertido en sangre las conquistas imperiales. Se apunta la impotencia de Goethe ante la ineptitud de Federico Guillermo II de Prusia de aliarse, junto a Rusia e Inglaterra, contra Napoleón Bonaparte, asunto menor si se le compara con la nueva reescritura del Fausto y otros detalles de la goethetalia.
Más tarde, le urge al propio Goethe defender su casa y sus escritos del saqueo de la soldadesca y el autor del Werther se pone, junto con todo Weimar, a las órdenes del emperador, al grado de que Vivant Denon, el museógrafo imperial, pide para Goethe un perfil obra del grabador Benjamin Zix, pues el célebre encuentro entre el poeta y el emperador debe ser preparado en cada uno de sus detalles.
Agamben detiene su cronología goethiana en 1808 cuando didácticamente entiende que la entrada napoleónica en España dará comienzo a la caída del Imperio, pero incluye, por supuesto, ese 2 de octubre en que Napoleón Bonaparte recibe a Goethe en el Palacio de Erfurt y lo invita a la mesa en la nada poética compañía de Talleyrand, el obispo apóstata de Autun, y del superintendente Pierre Daru, pariente de quien algún día firmará sus obras como Stendhal. Y como lo que hablaron poeta y emperador ya lo sabe todo mundo –aquello de que la política, en el mundo moderno, ha sustituido al destino–, Agamben nos muestra la gratitud goethiana por haber sido propuesto para la Legión de Honor.
El contrapunto entre las biografías de Goethe y Hölderlin termina aquí y hay que retroceder medio librito para ver qué ha sido del otro personaje, el que “preferiría no hacerlo” frente al que prefiere hacerle de todo, si a la desemejanza del filósofo italiano nos atenemos. Obviamente, la situación política impacta al desventurado, pues la creación de la Confederación del Rin puede amenazar los derechos adquiridos por la familia Gock, según le escribe a la señora, muy preocupado, Isaac von Sinclair, providente amigo del poeta. Debe decirse que la realeza de aquel remoto lar nunca faltó a sus obligaciones con la señora Gock, doblemente viuda, quien pudo solventar decentemente (con ciento cincuenta florines de entrada) las necesidades de su hijo enfermo en casa del carpintero Ernst Zimmer, adonde llegó, en 1807, no sin oponer resistencias, previo paso por la clínica para alienados de Tubinga donde recibió tratamientos inocuos con belladona y camomila, y otros más severos, e igualmente inútiles, con mercurio.
Zimmer, al menos, había leído el Hiperión de Hölderlin y siempre se sintió distinguido en albergar –cobrándole a la viuda Gock– a un poeta que sabía ilustre, quien rápidamente se sintió respetado y querido por sus anfitriones. Hegel, que ese año publicó la Fenomenología del espíritu, estuvo siempre bien informado, gracias a Sinclair, del estado de su antiguo camarada, aunque me parece que nunca lo visitó. Así que Agamben foucaultianamente no puede alegar “vigilancia y castigo” contra Hölderlin, y no lo hace. Los limitados cuidados que la época podía dispensar a un loco le fueron dados con generosidad y las manías del entenado eran inofensivas, como, por ejemplo, solo conservar en su propia habitación sus pertenencias y sacar del cuarto todo lo que le resultara extraño.3
Ninguno de los visitantes de Hölderlin reportó maltrato o notoria falta de higiene en el enfermo y Zimmer (y después su viuda) solo recibió alabanzas por el buen trato dispensado al poeta, cuya locura era más bien literaria. Únicamente había quejas por su frecuente onanismo. Durante los 36 años de su reclusión, sus amigos y admiradores publicaron obra suya (en 1826 hubo una primera edición con anhelo de ser la completa), a su buen entender y, cuando le presentaban los ejemplares, el poeta no negaba ser el autor pero rechazaba conservarlos, y sorprendentemente decía –como lo sabe quien conozca sus biografías– que el contenido era suyo pero el nombre del autor estaba equivocado pues él no era Hölderlin sino Scardanelli (u otros nombres). Ello ofrece algo de parque a Agamben para fundamentar, con aquello de que “el Yo es el Otro”, que en efecto Hölderlin “prefería no hacerlo” pero lo hacía Scardanelli, quien firmó algunos de los pocos y notabilísimos poemas que el poeta escribió en la torre del carpintero.
Los años van pasando y a falta de mucho que decir –pues el silencio de Hölderlin convierte al pretencioso Agamben en el modesto autor de una cronología– leemos las listas, elaboradas por Zimmer cada ochenta días, de los gastos del poeta: bastante vino, rapé, madera para mantener viva la chimenea pues el poeta requería no solo de calor sino de iluminación permanente durante el invierno, lavandería, etc.
Zimmer obligaba al poeta a escribirle regularmente a su madre, reportando respetuosamente su buen estado de salud, las consideraciones del carpintero y reiterando su afecto. Ciertas desavenencias, expresadas en las cartas de Hölderlin a la señora Gock, son interpretadas por Agamben como obras de una sutil ironía, como lo era su ya mencionada manía de llamar a todos sus visitantes con el título de “excelencias” que lo honraban o “ilustrísimas, graciosas” personas, lo cual puede deberse a la poca cosa que el enfermo se sentía ser o a su proceder irónico, lo cual complace al escoliasta italiano porque puede presentar a Hölderlin como esa mente habitada de poesía y filosofía que desprecia la banalidad de los intrusos.
En 1821, la actividad literaria del recluido pareció acrecentarse, lo cual hace creer a Agamben que su supuesta insania era, digamos, estratégica. Haya sido cual haya sido el padecimiento mental sufrido por Hölderlin, nunca padeció de retraso mental u oligofrenia (como decían los antiguos psiquiatras) y, comparando el librito (tanto por sus dimensiones como por su modestia) con verdaderas biografías clínicas, como la que Kay Redfield le dedicó a Robert Lowell en 2017, es natural que a la inactividad, depresión profunda o aparente catatonia, se sucedieran brotes maniacos de hiperactividad. Tan consciente era el poeta de su obra (así como de lo poco que podía hacer por ella desde su refugio en Tubinga) que la señora Gock advertía a los entusiastas que Hölderlin podría verse seriamente afectado por ediciones desaseadas de su trabajo, como cuando se descubrieron versos de su temprana juventud y se quiso darlos a la imprenta.4
Ni biografía ni crítica literaria, La locura de Hölderlin, de Agamben, es un libro bastante prescindible. Daría la impresión de que estamos, más que frente a la verdadera locura con todo su poder de atracción romántica, ante un poeta retirado del mundo, con las fuerzas suficientes para pergeñar, de vez en cuando, poemas memorables, a la altura del autor de La muerte de Empédocles, Las grandes elegías, Los himnos, El archipiélago, Hiperión o sus discutidas traducciones del griego. Sus poemas de “la locura” eran difíciles de comprender para sus contemporáneos, apunta Agamben, porque siendo correctos y estando “bien rimados” no tenían, se decía, sentido. Lo tendrían después, para Paul Celan, a veces también reclutado entre los que preferirían no hacerlo.
De hecho, lo que tenía que decir Agamben de Hölderlin ya estaba escrito en una nota de Homo sacer. L’intégrale 1997-2015 (2016), donde afirma, con claridad y en síntesis cabal, que entre 1800 y 1805, al escribir los fragmentos inacabados llamados “himnos”, lo hacía solo en el sentido técnico, llamando a cuentas a dioses y semidioses y haciendo notar no su presencia sino su ausencia. Son el opuesto simétrico de las Elegías de R. M. Rilke, escritas un siglo después, himnos “travestidos” en elegías. Lo realizado entonces por Hölderlin exigió de T. W. Adorno un “paratexto” dividido entre la expresión ruda y la expresión elegante, que convertiría a Hölderlin en el culmen del romanticismo alemán a la hora de dialogar con Grecia, sobre todo de preferencia con Píndaro, abriéndole el camino a Stéphane Mallarmé porque tal parece que todos los caminos llevan necesariamente a Mallarmé y de no ser así no se expide la licencia de posmodernidad. Más allá de Rilke, Hölderlin hace de la lírica moderna una “liturgia ateológica”, concluye Agamben en una página más interesante (por discutible) que su cansina Locura de Hölderlin.5
Llegado a ese punto, dado que no se cuenta con una “vida de Hölderlin” al contrario de todo lo dejado por Artaud sobre una locura de la que el francés se envanecía, Agamben no puede explicar por qué su héroe “preferiría no hacerlo”. Evita dos extremos: uno, paranoide y descartado por la crítica hace tiempo, convertiría al poeta en un “preso político” custodiado por su simpatía por los jacobinos en un momento en que el Terror de 1793 era ya muy lejano en el tiempo y Hölderlin no era ningún peligro para un Estado que se ocupó de él. Lo otro se debería a la prudencia de Agamben. A diferencia de la ya anticuada antipsiquiatría, Agamben no se atreve a postular un “nuevo lenguaje” subversivo en la poesía hölderliniana, ni siquiera en la última fase, porque sabe que esa obra es la culminación del diálogo de 1800 con Grecia, negándose a la síntesis hegeliana, motivo de su ruptura intelectual con su viejo camarada.6 Nada más y nada menos. No cualquier filósofo supera al Hölderlin de Martin Heidegger; pocos críticos literarios superan al de Walter Muschg en su Historia trágica de la literatura (1948) y cuando Agamben al final atina, diciendo que en su poeta lo trágico y lo cómico solían invertirse, deja escapar la liebre porque, como dice Lilla, el italiano carece por completo de sentido del humor.
Si la pandemia de 2020-2021 fue una invención, Agamben salió de su confinamiento volviéndonos a contar otro retiro, el de Hölderlin, de quien nos dice que engañó a su época “aceptando” –como si a principios del siglo XIX esos diagnósticos pudieran aceptarse o rechazarse– su condición de loco como una manera de que lo dejaran habitar su mente. Quienes prefieren no hacerlo –negar la realidad de una pandemia o negar la frontera entre salud y enfermedad–, sean Agamben o su supuesto Friedrich Hölderlin, habitan un mundo bienaventurado donde no rigen las leyes de la realidad, sino las del capricho nihilista. Seguiremos esperando un Hölderlin para el siglo XXI, si es que es necesario. Al final, confieso, Giorgio Agamben fue consecuente: salió de la pandemia con las manos vacías –no fue el único, acaso fuimos muchos– porque prefirió no hacerlo. ~
Giorgio Agamben
La locura de Hölderlin
Traducción de María Teresa D’Meza Pérez y Rodrigo Molina-Zavalía
Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2022, 312 pp.
- Mark Lilla, “A new, political Saint Paul”, en The New York Review of Books, 23 de octubre de 2008.
↩︎ - Aunque toda literatura está sujeta a ser mal o bien mitificada, permítaseme autocitarme a propósito de un Bartleby lugareño y pendenciero en su ociosidad. En mi reseña de The collected essays of Elizabeth Hardwick (2017), escribí: “Hardwick ve a Bartleby como un cuento local, propio de la saga manhattaniana que la obsesionaba, un ser contrariando el hambre por devorar Nueva York y ser devorado por la antigua Gotham, propia de Walt Whitman. En Bartleby, supone Hardwick, quiso Melville –hermano de abogados– hacer un cuento de Wall Street a la manera dickensiana, casi optimista. Lo asocia, también, en su tradición nacional, al vago hinduismo de Thoreau, el enemigo de las ciudades. Entiende Hardwick, ‘Bartleby, el escribiente’, en clave neoyorquina y lo hace en una fecha –1981– en la cual ella no podía ser indiferente a la publicidad casi metafísica que Borges, insistente, le había hecho al ‘hombre secreto’ de los Estados Unidos, presente en Melville y en Poe. Bartleby es el viejo Wall Street antes de la Guerra Civil y de su transformación en ciudadela plutocrática, un triste cuento de miseria urbana, sin perderse, Elizabeth Hardwick, en complicaciones filosóficas o psicologizantes. Su ‘Bartleby in Manhattan’ puede leerse como una pieza crítica provinciana ajena a ese ruido del mundo que hará del escribiente, vía Giorgio Agamben, un zombi metafísico prefigurando a los muertos-vivos saliendo de los campos de concentración, los de ayer, con alambres de púas y cámaras de gas, los de hoy, donde vivimos atrapados por los dispositivos, según el apocalíptico aristócrata italiano. Elizabeth Hardwick no veía más allá de su isla, pero su Bartleby no parece ser otra cosa que otro inmortal excéntrico neoyorquino.”
↩︎ - Agamben, La locura de Hölderlin, op. cit., p. 113.
↩︎ - Ibid., p. 166.
↩︎ - G. Agamben, Homo sacer. L’intégrale 1997-2015, traducción de varios autores, Seuil, París, 2016, pp. 627-628.
↩︎ - Terry Pinkard, Hegel. A biography, Cambridge University Press, 2000, pp. 344-345. ↩︎
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile