Cecco Angiolieri / Dante Alighieri
En el ranking de los rabiosos, ¿habrá alguien en un puesto más alto que Cecco Angiolieri, el poeta toscano al que se suele emparejar con Dante? Sin duda gran parte de su fama eléctrica se la debe a ser algo así como un reverso oscuro de este último, lo que contribuye a mantener bien altas las llamas de su ira a setecientos años de su muerte. Esa fama se la debe Cecco a ser, de los dos, el aparentemente incapaz de entrever, en medio del dolor y las injusticias de la vida, algo reconfortante y más amable que las desdichas que nos asolan. Pues mientras Dante, el gran transmutador, en su Comedia o en su Vita nuova, a través del despliegue de descomunales visiones, parece instalarse en una comprensión más amplia del funcionamiento del mundo y en una aceptación de la pequeñez de nuestros asuntos y también de nuestra dignidad inalienable, Cecco es por su parte el alquimista enrabietado que arroja la retorta contra el suelo. Y luego se larga a la taberna a vérselas con vidrios más alegres.
Dante puede hacer pareja con Beatriz, y así atisbamos el amor rendido y puro, o puede hacerla con Virgilio y entendemos la importancia de una guía y la cadena que nos une a unos con otros, y hasta puede con su amada y con los dos vértices de Petrarca y Laura formar un cuadrado armonioso inserto en el círculo que dibuja su ponderada visión de trescientos sesenta grados. Ahí va el hombre desnudo y dispuesto para lo que venga.
Cecco hace pareja con Dante por contraste, no por compañía, y como mucho se lo asocia con Salieri por la envidia del talento frente al genio. Por la figura de quien se reconcome por saber que, si no hubiese sido contemporáneo de un portento, habría ocupado un lugar más influyente. Que todo esto sean seguramente leyendas no impide que funcionen como ejemplo de las fuerzas que se desatan cuando hay talento, público potencial y poco espacio.
Sus sonetos son como armiños que se revuelven en la jaula, como un niño exasperado que pone las piernas rígidas porque no le da la gana de que le vistan con esa ropa ridícula o que pica, como el detenido que intenta morder las manos del agente que lo lleva esposado, John McEnroe estampando la raqueta contra la pista. Parece que todo esto tiene que ver con el espacio que ocupamos y con si nos permiten desplazarnos hacia otro lugar. No cabe duda de que no caber enfurece.
El soneto más célebre de Cecco es también uno de los poemas de rebelión más expresivos de la historia de la literatura y del cabreo humanos. Es el que comienza así: S’i’ fosse foco arderei’l mondo –Si fuese fuego incendiaría el mundo– y continúa amenazando con todas las barrabasadas que haría de ser él algo que no es, con el poder que eso le conferiría. Como agua, lo anegaría, como viento se lo llevaría volando, como papa emborracharía a toda la cristiandad, como emperador cortaría hasta la última cabeza, como muerte iría a ver a su padre y como vida lo abandonaría, y lo mismo haría con su madre. Finalmente, en el último terceto parece alcanzar como una cierta resignación al reconocer que a pesar de todas esas fantasías negras él no es más que Cecco, que también quiere decir ciego, y que eso a fin de cuentas es ser muy poca cosa, pero que aún se reserva una venganza contra la humanidad: irse con las mujeres guapas y dejarles las viejas a los otros.
El humor saltarín de ese soneto enrabietado y la casi ironía contra su propia impotencia (“aquí estoy, soy este pobre diablo”) se entienden mejor al oírlo cantado por Fabrizio de André en su disco Volume iii, de 1969, con un acompañamiento musical que arranca lleno de tensión y que avanzada la canción va entrando en una melodía de aire ensoñador, como si en lugar de estar echando pestes de todo estuviese viendo con los ojos de la memoria las colinas que bajó rodando en su infancia. Qué eficaces los énfasis de De André, y cómo subraya su interpretación esa distancia que el sonetista enfurecido admite entre sus posibilidades y sus deseos. En la interpretación de De André Cecco nos guiña un ojo. Incluso al cine neorrealista llega el rastro de ese personaje que vive en unos delirios inalcanzables hasta que, incapaz de admitir su impotencia, toma una resolución ridícula amenazando con un “¡Se van a enterar!”. Resulta enternecedor. La famosa secuencia de la película Un americano en Roma en la que Alberto Sordi, que es un trasteverino obsesionado con lo americano, llega de noche a casa con una gorra de visera, entra en la cocina haciendo pistolitas, anuncia que quiere comerse una hamburguesa, mira con desprecio el plato de pasta que le ha dejado su pobre madre en la mesa y después de todo el teatrillo acaba engulléndolo al grito de “¡Macarrones, me habéis provocado, y yo os como y os destruyo!” sigue una progresión similar a la del soneto, y es una muestra más de cómo lo que era serio se acaba volviendo bufo con el paso del tiempo.
Cecco Angiolieri, ciego vaso circulatorio, carácter sanguíneo enceguecido, que naciste en Siena a mitad del siglo XIII, que a los veinte años en las filas de los güelfos te hiciste amigo de Dante Alighieri como tantos jóvenes soldados que han soñado con versos en mitad de las batallas, que desertaste de las batallas y te gastaste la pasta de tus padres y te pasaste la vida como un zascandil, como los versos que soñaste y escribiste acompañan todavía al iracundo, lo encienden y al final le hacen reír y encogerse de hombros, ojalá sigas correteando por ahí con otro poeta rebelde como François Villon, y con tu amigo. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).