Ilustración: María Titos

Cielos tan distintos

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Ángel reconocía casi todos los rostros del vagón. Eran los mismos que, a lo largo de las horas anteriores, había visto en distintas zonas del aeropuerto: el control de seguridad, la sala de espera, el café donde la mayoría cenó tras el tercer anuncio de retraso, y finalmente el mostrador de reclamaciones de la aerolínea. Hubo varios momentos de complicidad entre ellos: un alzar de cejas tras el segundo cambio en la hora de salida, un comentario irónico ante el expositor de bocatas. También se habían trabado conversaciones: no hay derecho a que nos hagan esto, ¿de verdad crees que nos dejarán en tierra?, todos los de mañana ya están llenos.

Ahora se encontraban en el tren de vuelta al centro de Mánchester. Era la noche del 23 de diciembre, y en el vagón flotaba un frío metálico. La oscuridad del otro lado de la ventana solo se quebraba cuando llegaban a alguna estación. Cada vez que se abrían las puertas alguien se despedía: buen viaje, cuando sea que os toque. Y feliz navidad.

Al llegar a Piccadilly, los últimos compañeros de penurias aeroportuarias se dispersaron. Ángel se ajustó el gorro y la bufanda y se dirigió hacia una de las salidas de la estación. Las ruedas de su maleta zumbaron durante un rato por aceras desiertas y bien iluminadas. Finalmente cruzó el canal que pasaba debajo de su edificio, y que podía ver todas las mañanas al descorrer la cortina del balcón. El agua brillaba, negra y gélida. En su mente se agitó el escalofrío de una caída.

Cuando encendió la luz del piso los muebles parecieron parpadear, sorprendidos. Luego, la pesadez habitual se volvió a instalar en el cuarto que hacía las veces de cocina, comedor y salón. Ángel deshizo parcialmente la maleta, se sirvió un gin-tonic y estuvo un rato en el sofá con el móvil, intercambiando mensajes con sus familiares en España. Efectivamente, no había conseguido un vuelo antes del 26, pero no debían preocuparse por él. Aprovecharía aquellos días para adelantar trabajo.

Tras despedirse de todos dejó el móvil bocabajo en la mesita. El silencio era denso. Se puso una segunda copa y, mientras la ginebra se acomodaba entre los hielos, se mentalizó para ver pasar aquellos días. Las cortinas del balcón estaban echadas, y pensó que era mejor dejarlas así.

A la mañana siguiente, nada más despertarse, cogió un bloc de notas y escribió:

Gimnasio

Tesco

Facultad

Luego se puso la ropa de hacer deporte y salió. El cielo era blanco, con alguna costura gris. En el canal, unos patos se arrojaban graznidos y agitaban las alas. El agua casi no se movía.

Ángel llegó al gimnasio, introdujo el pin en la puerta y se dirigió a la zona de cintas. Corrió durante cuarenta minutos. La máquina estaba orientada hacia una ventana, que a su vez daba a una nave industrial. En el tiempo que estuvo en la cinta vio el trasiego de furgonetas de reparto que entraban y salían, conducidas por hombres que siempre iban solos.

De vuelta en el piso se duchó, se vistió y cogió un par de bolsas de plástico. Normalmente hacía la compra en el Waitrose que le pillaba de camino cuando regresaba de la facultad, pero esta vez prefirió dirigirse al Tesco que le quedaba un poco más lejos, y que era un poco más cutre, pero que se encontraba al lado del centro comercial Arndale. Como había previsto, las calles de aquella zona estaban llenas de familias y grupos de amigos. El ambiente era alegre. La gente cargaba bolsas grandes, hinchadas, y todo escaparate tenía su decoración navideña. Unos jóvenes coreanos se paseaban con camisetas que ofrecían abrazos gratis. En una esquina, un coro de iglesia cantaba una versión a capela de Auld lang syne.

De pronto alguien dijo su nombre. Se volvió y se encontró con el rostro sorprendido y sonriente de una antigua alumna. La recordaba de la primera asignatura que había impartido en Mánchester, hacía dos años ya: una optativa de cuarto sobre la literatura del exilio.

–¡Hola! –dijo ella. Iba con un par de amigas de su edad. –¿Te acuerdas de mí?

–Claro. Te llamabas Amy, ¿no?

Se pusieron rápidamente al día mientras las amigas de ella se adelantaban. Tras licenciarse, Amy había empezado a trabajar en una compañía de viajes, pero echaba de menos el español y estaba ahorrando para hacer un máster en traducción e interpretación. Tenía el pelo más corto de lo que él recordaba, un arete nuevo en la nariz y una sonrisa próxima y confiada. Le dijo que su asignatura había sido una de las mejores de la carrera, y él le dio las gracias. Ella preguntó si no volvía a España por navidad, y él le contó lo del vuelo cancelado y la imposibilidad de encontrar otro hasta el 26. Ella preguntó si se quedaba solo durante los próximos días y él respondió que bueno, que sí. Entonces ella le puso la mano sobre el brazo:

–Oye, pues si quieres podemos quedar a tomar algo. Hoy o mañana, como prefieras. Nadie debería estar solo en navidad.

Él le dio las gracias de nuevo y le dijo que no se preocupase, que seguro que ella tenía mejores cosas que hacer, pero Amy insistió hasta que intercambiaron los números de teléfono. Luego se despidieron y él retomó el camino al supermercado. Sabía que no la iba a llamar. Siempre había cuidado las distancias con los estudiantes, y por mucho que Amy ya se hubiese licenciado, y que la recordara como una chica inteligente y divertida, era incapaz de verla de otra manera. Le hacían gracia las novelas y películas sobre profesores universitarios que se liaban con sus alumnas; su propia relación con los estudiantes era muy contractual, ajena a las conexiones personales o al más mínimo respingo de deseo. Le parecían tan niños cuando llegaban a clase con sus ojos de resaca y su acné residual.

En el Tesco, los reponedores llevaban gorros rojos de Santa Claus. Ángel llenó su cesta, pagó en las cajas automáticas y al salir vio que estaba lloviendo. Hizo el camino de vuelta a paso ligero, con los hombros alzados y el cuello encogido. Las bolsas le pesaban bastante. En la esquina de Hilton con Oldham miró hacia el lado equivocado y un taxi casi se lo llevó por delante.

Tras dejar la compra en casa y coger un paraguas volvió a salir, esta vez rumbo a la facultad. En la plaza de Piccadilly Gardens se subió al 143 y se sentó en el piso de arriba. Delante tenía a dos mujeres musulmanas vestidas de negro, con un velo que les cubría toda la cara a excepción de los ojos. Hablaban pausadamente entre ellas, en un idioma que Ángel no entendía. Las ventanas estaban empañadas y en el suelo se veían manchones mojados.

Ángel fue el único que se bajó en la parada de la universidad. El viento corría desquiciado por el cañón de Oxford Road. El paraguas se le dio la vuelta al cruzar la calle, y tuvo que apretar el paso hasta la entrada de la facultad. Luego subió las escaleras hasta el tercer piso, donde se encontraba el departamento de estudios hispánicos. El pasillo estaba iluminado solamente por la luz acuosa de los tragaluces. Pasó junto a las puertas cerradas de los despachos de sus compañeros: sabía que Ignacio y su novia se habían ido a Grecia a pasar las vacaciones, y que Ana y su marido habían bajado a Londres a estar con la familia de él. No tenía mucho trato con los demás, a quienes de todas formas imaginaba ocupados con los hijos, los padres, etcétera.

Solo había venido a coger unos cuantos libros, pero en cuanto entró en su despacho sintió que no quería regresar tan rápido al piso. Así que encendió el pequeño calefactor portátil que tenía junto a la mesa y se dispuso a pasar un rato leyendo. La lluvia golpeaba a ráfagas contra la ventana, y eso era lo único que se escuchaba.

Ángel estaba preparando un artículo para un número especial del Bulletin of Spanish Studies sobre la alienación geográfica en la literatura española. Los coordinadores le habían invitado a colaborar con motivo de su libro sobre Ganivet, que en realidad era una versión corregida y aumentada de su tesis doctoral. Para el artículo, Ángel quería comparar la experiencia de Ganivet en Finlandia con la de los liberales españoles exiliados en Londres a comienzos del XIX. Por eso, aquella tarde terminó leyendo lo que sobre ellos había escrito Carlyle:

Cada día, en el frío viento de la primavera, bajo cielos tan distintos de los suyos, se podía ver a un grupo de cincuenta o de cien figuras trágicas y dignas, dando vueltas con labios apretados por las aceras de Euston Square…

Horas más tarde, cuando al fin volvió a casa, Ángel se sentó al ordenador y escribió un largo correo a una ex. Hacía tanto que no sabía nada de ella, ¿qué tal estaba? ¿Seguía en Granada? ¿Aprobó las oposiciones? Le contó cómo habían sido sus años de doctorado en Birmingham, y su año de estancia posdoctoral en Mineápolis, y sus seis meses de fellowship en Iowa, y el cuatrimestre en San Luis cubriendo una baja por maternidad, y el año en que dio clases de lengua en Viena, y por fin el puesto de Mánchester, esos tres años que en su momento parecieron tan sólidos y que ahora estaban cerca de concluir. Le contó que durante aquel tiempo había solicitado varias plazas en universidades españolas, pero que todas habían ido a candidatos internos. Le contó que una parte de él sentía cierto alivio con cada nuevo rechazo, porque, aunque a veces lamentaba haberse marchado fuera a hacer el doctorado, ahora, cuando volvía a España, siempre terminaba sintiéndose fuera de lugar, y no sabía qué hacer con sus sobrinos y sus cuñados, y la conversación con los amigos se agotaba pronto. Le contó también que, ante la imposibilidad de renovar el contrato en Mánchester, había conseguido un puesto para los dos próximos años en la universidad de Heidelberg. Le contó que no conocía a nadie en Heidelberg. Le contó que estaba bastante cansado del mundo académico, pero que no sabía qué otra cosa podía hacer con su vida. Le contó que su peor momento de la semana era la tarde del viernes, cuando volvía a casa desde la facultad pensando en cosas que pudieran llenar los dos días que se abrían ante él. Le contó que el cielo de Mánchester era extraño, que nunca lograbas distinguir dónde terminaba una nube y dónde empezaba la siguiente. Le contó que en ocasiones la vida le parecía poco más que ver pasar a los estudiantes, ver pasar las ciudades, ver pasar su propio reflejo por alguna ventana. Le contó que algunas noches pensaba en Ganivet en aquel barco del río Dvina, con las manos agarradas a la barandilla y los ojos fijos en el agua. Luego borró todo el correo y apagó el ordenador.

Tras la cena se sirvió un gin-tonic y descorrió las cortinas del balcón. El canal recogía la luz de las farolas, y los círculos de plata parecían bordados en la oscuridad. Ángel pensó en salir al balcón, pero algo frío le recorrió la espalda y se fue directo a la cama.

El día de navidad se despertó temprano y se puso la ropa de deporte. Una de las razones por las que pagaba la elevada cuota de su gimnasio era precisamente porque abría los 365 días del año. Tecleó el pin de la puerta y luego estuvo un buen rato corriendo en la cinta. Esta vez no vio ninguna furgoneta entrar o salir de la nave industrial. El aire en el exterior parecía saturado de partículas de agua.

De vuelta a casa se duchó, desayunó y se puso a trabajar en el artículo sobre Ganivet y los exiliados liberales. Estuvo varias horas con los libros a un lado y el documento de Word abierto en el otro, pero le costaba concentrarse. En un momento se asomó a un foro de españoles en Reino Unido en el que hacía algún tiempo que no entraba. Junto a los posts habituales (“¿Alguien sabe de algún puesto de trabajo en Cardiff?” o “Busco habitación en Norwich, mi presupuesto son cincuenta libras por semana, ¿sabéis de algo?”), Ángel vio uno donde se organizaban quedadas de aquellos que pasaban las fiestas en Inglaterra. La de Mánchester había sido la noche anterior. Uno de los participantes incluso había subido ya fotos de la cena.

Al final cogió el móvil y escribió un mensaje: “Hola, Amy, soy Ángel. Si aún te apetece, podemos quedar a tomar algo esta tarde o esta noche. Pero por supuesto no te preocupes si ya tienes otros planes.” Luego salió a dar un paseo.

Las calles del barrio estaban desiertas. Las tiendas y bares tenían el cierre echado. Los edificios eran bajos y en todas partes se hacía presente el cielo gris. Pronto llegó a Piccadilly Gardens, tan concurrida habitualmente y que ahora solo cruzaban algunos solitarios, dejando tras de sí una estela efímera de vaho. Un golpe de viento arrancó el envoltorio de un sándwich de una papelera cercana. Ángel vio cómo el papel manchado se alejaba en zigzag por la plaza, sin toparse con nada.

Se apretó la bufanda y tiró del dobladillo del gorro para que le cubriese las orejas. Bajó por Mosley Street hasta la Manchester Art Gallery –cerrada– y siguió hasta la biblioteca municipal –cerrada también–. De vez en cuando miraba el móvil por si no había notado la vibración al andar. Así vio, cuando se encontraba a la altura de Deansgate, que ya eran las cuatro: quedaba poco para que se esfumara la escasa luz de las fachadas. Torció hacia Albert Square, donde aún se veían algunas casetas del recién clausurado mercado navideño. Sus postigos cerrados tenían un aire de finalidad absoluta.

Empezó a llover y Ángel abrió el paraguas. Cada par de minutos tenía que cambiar la mano que lo sujetaba para calentar la otra en el bolsillo de los vaqueros. Aun así, alargó un poco el camino de vuelta para pasar frente al Tesco y el centro comercial del día anterior. Por las aceras, ahora, solo bajaba la lluvia.

Entonces sintió la vibración del móvil: “Ángel, lo siento!!! Me había olvidado de que esta tarde ya tenía plan con unos amigos del colegio! Y luego voy a Stockport a hacer compañía a mi abuela! Jo, me siento fatal, quizá otro día?? Un beso!”

De vuelta en el piso, las luces parecían estrellar su haz naranja contra las paredes. Ángel decidió darse un baño y puso en el móvil las suites para chelo de Bach, interpretadas por Pau Casals. Se desnudó y se sumergió en el agua ardiente, pero a los pocos minutos tuvo la sensación de que su cuerpo se estaba disolviendo. Primero se desvanecían los dedos de los pies. Luego los talones. Luego los arcos. Luego los tobillos. Sacudió la cabeza un par de veces, tratando de centrarse en la música, pero al final tuvo que salirse de la bañera. Se puso la bata y se fue hacia el balcón. Ahí estaba el canal, su lengua de alquitrán congelado.

Muchas veces había pensado que podría alcanzarlo de un buen salto. Abrió la puerta y salió al exterior, como para comprobar mejor sus cálculos. Al sentir el golpe del aire nocturno se acordó de cuando lo había cruzado a su vuelta del aeropuerto, hacía solo dos días. Y de pronto se acordó también de las furgonetas que entraban y salían de la nave industrial, y de los gorros rojos de los reponedores del Tesco, y del coro que cantaba Auld lang syne, y de la sonrisa de Amy. Se acordó del idioma desconocido que hablaban las señoras del autobús, de la luz acuosa del pasillo de su departamento, de las horas leyendo en el despacho y de las estelas de vaho de los solitarios que cruzaban Piccadilly Gardens. Se acordó de los círculos de plata bordados en la oscuridad y de todo lo demás que le había sido regalado en esas cuarenta y ocho horas. Y sintió algo extraño, algo que siempre había estado ahí pero que nunca había terminado de ver. Algo que se parecía mucho a un inmenso agradecimiento.

Unos años después, cuando Amy le dio a coger por primera vez aquel cuerpo diminuto y perfecto, recordó esa sensación. ~

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es escritor y profesor de historia contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. En 2022 ha publicado El mal dormir (Libros del Asteroide)


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