Cine de monigotes

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Educado en una facción extrema del objetivismo baziniano, siempre me fue difícil apreciar el cine de dibujos, desprovisto, por su propia razón de ser, de toda ontología. Perdí con la edad alguna arista radical de mi carácter, a la vez que adquiría otras, y mientras tanto el séptimo arte evolucionaba laxamente hacia las formas blandas de la zoología –tanto la doméstica como la fantástica– y el ser humano animado, aunque esa pamema se libró de verla, al morir prematuro en 1958, André Bazin, fundador y cerebro del cahierismo. Tampoco al estricto inductor de buena parte de la Nouvelle Vague le habría gustado el espectáculo de la crítica contemporánea, incluso la especializada, dando igual rango a la fenomenología de Orson Welles o Jean Renoir y a los primorosos artesanos del celuloide pintado o el stop-motion.

Por mi parte, un buen día de 1993, para no caer en la obsolescencia, fui a ver, al llevar en sus créditos el nombre de Tim Burton, Pesadilla antes de Navidad. No me disgustó como filigrana, pero todo el rato lo pasé añorando lo bueno que habría sido ver aquella fantasía gótica, cantada a ratos, en carne y hueso mortal. Salí del cine, pues, complacido y decepcionado, un sentimiento de riña interna idéntico al que hace pocas semanas he experimentado ante las últimas obras de dos admirables cineastas, Steven Spielberg y Wes Anderson; y soy de la opinión, aun no olvidando títulos como Cristal oscuro de Henson y Oz (1982) y ¿Quién engañó a Roger Rabbit? de Zemeckis (1988), que sin el precedente de Burton –cuyas películas, ya antes de la que hemos citado y también otras después de ella, oscilan de manera perversa entre la figuración realista y el cartoon caricaturesco– ni Spielberg ni Anderson habrían dado este paso descomunal que suponen sus últimas obras.

Ready player one exhibe los virtuosismos narrativos, la potencia rítmica y el ojo infalible con el que Spielberg sabe dar a un encuadre fílmico la riqueza de un cuadro en movimiento en el que nada sobra y nada simplemente decora; lo que bulle dentro de cada plano tiene un porqué, un sino, vida interior, y en este caso, las posibilidades que le da al director el uso de la imagen virtual acumula una densidad plástica vertiginosa, por lo barroca. El desvencijado rascacielos habitacional en donde arranca la película es así una torre de Babel del manierismo, del naturalismo más sucio, del futurismo, de la action-painting, del body-art, de los cromos melifluos del álbum infantil y los fondos desorbitados de la consola. Si a esa amalgama, abrumadora a veces aunque exquisita casi siempre, se le añade el humor autorreferencial y sibilino, ya se entiende que el resultado no aburre ni un segundo, por mucho que la parábola que se cuenta contenga todos los clichés del conflicto edificante entre los esbirros del Mal y los paladines del Bien.

Para congraciarse con el público adulto que, como yo mismo, se sienta tentado de ver esta rutilante saga de corte pueril, Spielberg y sus tres guionistas, uno de ellos autor de la homónima novela original adaptada, nos guiñan el ojo casi constantemente, a veces en simultáneo a las más insulsas imágenes humanoides, parecidas a las que poblaban el para mí deplorable filme de James Cameron Avatar. Parodias de los clásicos del gamberrismo hollywoodiense más descerebrado, como Desmadre a la americana, citas remasterizadas de los hits de Duran Duran, nomenclaturas de homenaje a directores y cantantes de culto no anuncian, sin embargo, lo que Spielberg nos depara un poco antes de la mitad del larguísimo metraje de casi dos horas y media: una deslumbradora paronomasia que consiste en condensar en un precipitado de unos veinte minutos la gran obra maestra de Kubrick El resplandor. Ocurrente, brillante, irreverente, el inserto al modo cervantino de un cuento dentro de otro que lo imita, lo cita y lo parasita, posee además el acento del recuerdo al amigo muerto, al inspirador y maestro, al interlocutor intempestivo que, como contó el propio autor de Encuentros en la tercera fase, le telefoneaba desde el mediodía londinense a la más profunda noche americana para chismorrear, discutir guiones y dar ideas envueltas en papel de regalo (recuérdese que la excelente A. I. Inteligencia artificial, un proyecto que Kubrick tuvo entre manos durante años, se lo acabó pasando a Spielberg, quien lo rodó, sin duda no casualmente, en el año 2001).

El tono zahiriente del tongue-in-cheek también está en el corazón de Isla de perros (Isle of dogs), la película en stop-motion de Wes Anderson, hecha en compañía, se nos dice, de seiscientos animadores repartidos por medio mundo. La historia tampoco aquí se sale de lo trillado, siendo su moraleja, pues la tiene, de parvo alcance: la denuncia a un corrompido alcalde japonés, Kobayashi, por la manera de atajar la epidemia de fiebre canina que afecta a su ciudad, Megasaki, expulsando de ella a todos los perros, callejeros y estables, y confinándolos en el remoto enclave de Isla Basura, donde vemos llevar una vida de calamidad hasta la llegada en avioneta del héroe, el joven Atari. De la película me gusta, a título personal, que contraponga la modestia del can escarnecido al altivo imperio felino, una vez más sus citas (sobre todo a la obra y a los personajes más agrios de Akira Kurosawa), y lo redicho del diálogo y la narración, escritos con el sello indeleble del muy letrado Anderson, aunque también el guión de Isla de perros lo firmen cuatro, uno de ellos Roman Coppola. El efecto que produce la conversación perruna dicha por algunas de las mejores voces del cine contemporáneo (Tilda Swinton, Bill Murray, Harvey Keitel, Jeff Goldblum, Greta Gerwig) es arrollador, en su vertiente paradójica: la pureza de la dicción, a veces de un calculado histrionismo sarcástico, enfría y reactiva lo que vemos hacer en la pantalla a una jauría de animales compuestos de trapo, truca e implantes digitales. Un distanciamiento no-brechtiano para un cine, eso hay que reconocerlo, que en animación sigue siendo tan de autor, tan resabiadamente andersoniano, como el de El Gran Hotel Budapest.

Y aun así la película de Wes Anderson no aspira a la condición de gran arte sublime que la última animación cinematográfica ya practica, y cuyo ejemplo más destacado es Loving Vincent de Dorota Kobiela y Hugo Welchman, un alarde de recreación biográfica en una variante tecnológica, la Live Action, aún más sofisticada, pues las escenas con personajes verídicos que aparecen, los hermanos Van Gogh y sus allegados, fueron primero rodadas con actores cuyos rasgos serían después recreados, iluminados a mano fotograma a fotograma. El resultado, y de nuevo habla el escéptico baziniano, no despeja la creencia en la supremacía fílmica de lo real verosímil, pero tiene el encanto del género pictórico del trampantojo. Anderson no es pictoricista, sino cinemático, y en Isla de perros hay secuencias memorables, el cortejo de la pareja de Nutmeg y Chief junto a la fuente tóxica, el primer baño del perro vagabundo, la preparación en planos picados del sushi, la procesión nocturna de la camada. Parecen acontecimientos del existir cotidiano, animal y humano, captados con las someras armas utilizadas por el cine desde los hermanos Lumière; personajes que andan y respiran, haciendo de ellos mismos o de otros, similares y próximos a lo que somos. Y dando la ilusión de ser vida real, sin serlo. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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