Clarividencia de Luis Mateo Díez

En sus ensayos, en sus biografías y sátiras disfrazadas de novela y en toda su obra, el ganador del Premio Cervantes de 2023 destaca por su capacidad de abordar imaginativamente la condición humana.
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Hay un aspecto de la obra de Luis Mateo Díez que quizá no se haya valorado suficientemente: su clarividencia, quizá debería decir teórica si no fuera por lo desgastada de esa palabra. Dejémoslo en clarividencia conceptual. Tal valor se aprecia en toda su obra –como ocurre con los grandes autores–. Pero acaso resulte más llamativa, por directa, en su literatura ensayística. Los desayunos del Café Borenes, un ensayo novelado publicado hace una década, es la cima de esa literatura, que tiene una ya amplia trayectoria. Más reciente es la aparición de un documento muy breve, apenas tres páginas, la “Presentación” a la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, publicada por la editorial Galaxia Gutenberg, en edición de Eduardo Moga.

La Antología de Spoon River pasa por ser una antología poética por dos razones: es una colección de escritos en forma versal y fue concebida por Masters tras leer y estudiar la Antología Palatina. Se trata de una colección de epitafios del cementerio de Spoon River. En mi concepto de los géneros literarios se trataría más bien de una novela en verso. Pero no es esta la cuestión, aunque conviene no olvidarlo.

La lectura y reflexión de Luis Mateo Díez parte de la constatación de que la Antología ofrece una profundidad humana que muy pocos poetas pueden invocar y de que esa dimensión la consigue “la imaginación que pertenece a la literatura universal”. Tal imaginación se sustancia en la “poesía democrática de la existencia”. Su propósito es “la celebración de la condición humana… el éxtasis y locura que compone los trabajos y los días del común de los mortales”. Traduciendo esto a mi concepción de la estética literaria se diría que Díez está definiendo el simbolismo moderno, en sus palabras, “transfigurar la grosera mixtura terrestre… en una figura literaria”. Esa tarea se funda en “la fe en las fuerzas de la humanidad anónima y desconocida”. Es el fruto de “convicciones liberales” que llevan a “la invención del hombre”. Esta es una concepción de la estética que se sitúa en las antípodas del culto al principio de la belleza, tan común y ordinario todavía hoy. Supone Díez que “veintitantos siglos de literatura occidental”, desde Homero, dibujan “los perfiles imaginados de la condición humana”.

Y es aquí donde va a comenzar mi argumentación, a partir de un reparo –mínimo, ciertamente– con esta última frase: “los veintitantos siglos de literatura occidental”. Porque veintitantos siglos no son nada, solo un suspiro en términos de la imaginación y de la invención del hombre. La invención del hombre y la celebración de la condición humana requieren mucho más tiempo: los, por lo menos, 150.000 años de los trabajos y los días de nuestra humanidad. Pero, como he dicho, ese desacuerdo es solo puntual, porque los veintitantos siglos de literatura –es decir, escritura– son herederos del centenar y medio de milenios que los precedieron, el universo de la oralidad. Luis Mateo Díez, escritor formado en la oralidad del filandón –la celebración leonesa de la cultura de la oralidad–, debería reconsiderar esa frase. Sin embargo, lo fundamental de este escrito es una de las más profundas y admirables verdades que puede ofrecer un escritor o un pensador: comprender su obra como parte de un proyecto milenario, el de la formación de la imaginación, lo que solemos llamar cultura.

Proyectar el espíritu de la gran travesía de la humanidad en una obra literaria, dibujar los perfiles esenciales de la condición humana, es la mayor tarea intelectual imaginable porque, gracias a ella, recuperamos la certeza de la comunión con el gran proyecto sapiens: el de comprender nuestro destino para sobrevivir como especie.

Y ese proyecto es el que sostiene la obra de Luis Mateo Díez. El punto de partida de esta obra es la conexión entre el mundo cotidiano –otros dirían real– y la más libre fantasía. Así es el mundo de Spoon River y así es el mundo de Celama. En otra ocasión presenté una aproximación al mundo de Celama. Ahora, partiendo de aquella aproximación, espero aportar alguna luz sobre la literatura didáctica de Luis Mateo Díez, las obras que no se fundan en el concepto de ficción, tan caro a nuestro autor. Quizá en esas obras apreciemos mejor su clarividencia.

El punto de partida de esa clarividencia es el de la idoneidad de la novela para expresarla. No solo la novela es superior a otros géneros literarios, sino que es capaz de proyectar su capacidad reflexiva sobre los demás géneros. A continuación, mostraré tres momentos de esa proyección, la novelización del ensayo, de la biografía y de la sátira menipea. Son la expresión de la lucha del autor por ampliar su conciencia. Es lo que los simbolistas llamaron la lucha con el ángel, la lucha por una conciencia abierta.

Un ensayo novelado

Los desayunos del Café Borenes es un ensayo novelado. En su primera parte se trata de un diálogo narrado entre dos personajes: Ángel Ganizo, novelista, y Lezama, lector clarividente. En verdad es un personaje doble. La conciencia de Díez se desdobla para crecer. El personaje dual es uno de los recursos de Luis Mateo Díez para desplegar la crítica. Así ocurre también con Fermín Bustarga y Alejandro Saelices en El expediente del náufrago o con Ismael Cieza y Novelda en Pájaro sin vuelo. También Mi hermano Antón está constituido sobre esa dualidad. “Lezama –escribe Díez– era un lector de conciencia lectora precisa, riguroso y exigente, nada confiado para la novedad, pero extremadamente curioso. Era también lector omnicomprensivo que atiende, como él decía, frentes variados, ya que sus intereses son diversos y compagina el pensamiento con la ciencia y la ficción, aunque, como también reconocía, la novela era pasión lectora de su vida y en la ficción encontraba el alimento sustancial y el grado más hondo y complejo del conocimiento de la condición humana: el espacio de mayor intensidad y placer en que las otras existencias, las imaginarias, le ofrecían su sentido.” Y denuncia que las editoriales han abandonado a este lector. Prefieren el rendimiento que da el consumidor antes que la fabulación de calidad, de investigación. Y para ese fin comercial resulta más conveniente “la ficción sin complejidad”.

Díez expone su visión del papel de la novela en la gran evolución literaria. Ve la novela como el instrumento privilegiado para la conquista de lo ajeno, esto es, del mundo. Comprender el mundo es la gran tarea de la novela, tarea en la que no pueden competir otros géneros literarios y otras artes. “La gran tradición novelesca irradia en la ficción que inventa el mundo que el novelista observa, reconvierte, constata, revela, fantasea. El mundo que está más allá de él, que no deriva de su yo, que alcanza a otros, a los demás.” Esta idea le lleva a denunciar la ficción autista y complaciente –entiéndase, autoficción–, aunque unos años después él mismo publicaría Mi hermano Antón, una biografía familiar.

La segunda parte de este ensayo lleva por título “Un callejón de gente desconocida”. La gente desconocida son los personajes, el mundo ajeno. El arquetipo de personaje de Díez es un antihéroe, término común en la crítica literaria contemporánea. Según Díez se trata de héroes del fracaso. “El héroe sin voluntad es un héroe a la deriva, alguien que acepta la deriva como destino.” Su colega y amigo Juan Eduardo Zúñiga apuntó a este respecto un concepto controvertido pero más preciso, tomado de la filología eslava: el hombre inútil. El hombre inútil –también llamado hombre superfluo– es un varón desbordado por la vida y que ve en la mujer –la mujer de la era moderna– su salvación. Este concepto está basado en la observación de personajes como Eugenio Oneguin –de la obra homónima de Pushkin–, Chulkaturin –el superfluo– y otros personajes de Turguéniev, más otros de Dostoievski y Chéjov, y, especialmente, Oblómov, el personaje de la novela homónima de Goncharov. Hasta tal punto abundan estos inútiles en la novela rusa que la filología eslava cree que es un arquetipo nacional suyo. Pero basta un rápido recorrido por la literatura moderna para ver que se trata de un arquetipo presente en las mejores novelas de los siglos XIX, XX y XXI. Y, junto a él, un arquetipo femenino, una mujer que asume los atributos del varón en la era moderna, un andrógino perfectamente femenino dotado de poderes reservados al género masculino hasta la llegada de la era moderna. El mundo anglosajón ya vio que Hamlet era el primer hombre superfluo y Nietzsche asumió la figura del superfluo.

El inútil o superfluo no es un ser prescindible. Suele ser un ideólogo. Devuelvo la palabra a Díez: “Esos antihéroes no son en ningún caso unos inconsecuentes, aunque su capacidad, a veces exacerbada, para dilapidar la vida, suele orientarles a la quimera o a una parte de ensoñación que puede hacerles aparecer tan disipados como pirados. Tienen habitualmente conciencia de la fragilidad y la desgracia, y el humor es casi siempre para ellos un punto de lucidez, porque el humor, muy propio de los talantes vitalistas, es el mejor resorte para relativizar todo lo que sucede, para administrar con sabiduría el escepticismo, y lograr que lo trágico derive hasta donde se pueda en tragicómico.”

Y todavía va un poco más lejos:“El humor es un punto de lucidez y, como tal, un punto de vista, de enriquecedora ambigüedad también, para percibir y narrar lo que es propio de nuestra condición, si estamos convencidos, como lo estoy, de que una parte importante de la misma es perfectamente risible.”

Una biografía analítica

Mi hermano Antón es una obra humorística, de un humorismo fraternal, como no podía ser de otra forma. Pero también es una obra –quizá por lo del humorismo fraternal– de extraordinaria clarividencia: Sartre, Marcuse –los gurús del momento–, las indigestiones filosóficas, “el malestar de la cultura” o las pedanterías psicoanalíticas enmarcan la trayectoria errática de Antón, el niño prodigioso. También sus piramientos.

Como biografía, no responde al criterio convencional. Se trata de la forma analítica de la biografía, cuyos orígenes se remontan a la Antigüedad –La vida de los doce Césares de Suetonio–. La biografía analítica se ocupa de los momentos que definen la vida del personaje sin sujetarse a un orden cronológico –el de la biografía convencional–. Ve a Antón, el hermano con el que ha compartido la infancia y otras etapas de la vida, como actor teatral y hombre de teatro, como artista plástico, como lector e intelectual, como viajero, como profesor y especialmente como niño, un “niño prodigioso”, que se acompaña de otro “niño prodigio”, su hermano. Y, sobre todo, lo ve como pirado. Antón es un desastre como actor teatral y como viajero. Es un personaje que permanece invariable, sin capacidad real de cambio. Pero su concepto de vida se funda en sus obras plásticas y su docencia, “el trabajo ensimismado del artista”. Eso le salva. En este modo biográfico no cabe un tiempo fantástico. Es un tiempo real: el de los momentos característicos de esa vida, el tiempo del malestar de la cultura contemporánea, el de los gurús efímeros, el de las indigestiones filosóficas y las pedanterías psicoanalíticas. Y los rasgos del personaje son estampas del malestar. El tiempo cultural marca la vida del biografiado. La clarividencia de Díez se expresa en la visión crítica del malestar, de los piramientos de la vida cultural. Su mirada es humorística sin dejar de ser fraternal, comprensiva y a la vez crítica. Es la mirada clarividente de la “mala cabeza” del “niño prodigioso”, que lee a efímeros como Sartre y Marcuse, pero también a los más duraderos Jaeger, Auerbach, Gombrich, Frazer o Pessoa. Y en ese escenario actual la mirada clarividente puede apreciar la doble dimensión del mundo: “la verosimilitud de lo real avala otras dimensiones de lo sorprendente y maravilloso”, la conexión entre “lo material, lo real y lo mental-imaginario fantástico”. El humorismo de Mi hermano Antón se funda en esa doble dimensión del mundo.

Una menipea novelada

Con Mis delitos como animal de compañía entramos en el dominio de la sátira menipea novelada. La sátira menipea es un género que nació en la Antigüedad por evolución del diálogo socrático. Es un género que reúne filosofía y humorismo. Se caracteriza por su proteísmo. Nació como diálogo, pero después ha ido adoptando otras apariencias, hasta el punto de que el academicismo convencional no repara en él y se conforma con sus apariencias –teatrales, narrativas, ensayísticas–. Esa libertad gobierna sus motivos: desde la más grande libertad de fabulación –que incluye situaciones excepcionales, escándalos, insultos, naturalismo de bajos fondos, presencia de la actualidad, experimentación psicológico-moral… – a la indagación sobre las cuestiones filosóficas existenciales y el uso de recursos de utopía. Su objeto es presentar un mundo en ruinas, que ha perdido sus valores fundacionales, y expresar su rechazo. Mis delitos… reúne casi todos –si no todos– esos motivos. Se trata de una novela en proyecto de construcción y que termina fracasando. Es además el proyecto novelístico de un loco forjado mediante ocurrencias, extraños sucesos y fantasías.

Lo que el mismo Díez llama ocurrencias son, en realidad, bernardinas. El Tesoro de Covarrubias, el gran diccionario publicado en 1611, define así este concepto: “Bernardinas son unas razones que ni atan, ni desatan, y no significando nada, pretende el que las dize, con su dissimulación, engañar a los que le están oyendo.” Creo que esta definición admite una sensible mejoría. Las bernardinas son un recurso humorístico. La crítica académica las ve ligadas a la picaresca. Más acertado sería situarlas en el dominio de la oralidad del entretenimiento popular. Las bernardinas de Díez son una muestra de la pervivencia del filandón en su obra. Pretenden reírse del lector, al que anuncian los desvaríos que va a leer.

Tras las bernardinas vienen otros discursos. La reflexión del personaje sobre sus pretensiones novelísticas, los alegatos contra la psiquiatría y los males de la educación escolar, de la justicia o las patrañas periodísticas, los suelos, ideaciones, diálogos –incluso póstumos–, una novela familiar interpolada, situaciones propias del bajo mundo –robos, crímenes, corrupciones, traiciones–, lúcidas reflexiones, símbolos como el viaje, alusiones a personajes próximos al autor –Longares, Merino, Pérez Zúñiga–… Todos estos materiales forman un conglomerado que presenta el trastorno universal –ese es el título del capítulo final–. Pone de manifiesto la conexión de esta obra con otras de hace 2.000 años. Me refiero a las menipeas de Luciano de Samósata y especialmente a la anónima conocida como Novela de Hipócrates. En esta novela Hipócrates acude al llamado de los abderitas porque Demócrito, el orgullo de Abdera, parece haber enloquecido y pretenden que lo sane. Pero el diagnóstico de Hipócrates es que es el mundo el que se ha vuelto loco y Demócrito –un materialista que no para de reír– el único cuerdo. Esa es la lección de Mis delitos

La menipea supone la percepción de una desvalorización absoluta del mundo. En esta obra el mundo es visto por un enfermo mental. Y como un viaje a ninguna parte –sin destino– por el territorio familiar, el de las Ciudades de Sombra. En ese viaje aparece la crítica a la cultura contemporánea y a las instituciones por su desvarío. El destino de la menipea clásica es doble: hacer reír y filosofar. La risa de Mis delitos… es más bien triste. El personaje es una víctima: “mis delitos como animal de compañía me tenían a mí mismo de víctima”. La risa ante el mundo actual tiene un sesgo mixto, joco-serio, dramático. En “Forma” (un capítulo de Voces del espejo) reaparece Lezama, el de El Café Borenes, para sentenciar: “Tenemos la vida contaminada por aquellos que en todo apuestan a la baja […] y el sumidero del fin de siglo no pudo ser más contradictorio: salud precaria, malos alimentos, los tontos haciéndole la cama a los listos, en la política lo peor de cada casa, el sentido común en la nevera, y las enseñas de notoriedad y el dinero, de la fatuidad y la futilidad, como baluartes morales.” Y la conclusión del narrador sobre su intento de novelar atiende a ese pesimismo: el resultado de su reto es “una película mala y cinematográficamente irrelevante”. Pero también un diagnóstico certero del destino de nuestro mundo y de los retos de la novela como testimonio del tiempo actual.

Volvamos a la clarividencia. Esta noción es quizá la primera que puso en juego la crítica literaria occidental. Los sabios antiguos valoraron a Homero por su clarividencia –en griego, enárgueia–, porque presentaba escenas –combates– como si los estuviera viendo. Y la tradición creía a Homero ciego, porque eso significa su nombre –el que no ve, ho ma orón–. También Homero se había reído de Tersites, el agitador populista, entre otras cosas por su fealdad. ¿Cómo podía un ciego reírse de la fealdad de tal personaje? La clarividencia de Luis Mateo Díez es de otro tipo. Conceptual la he llamado. En Los desayunos del Café Borenes encontramos esta declaración: “Una deuda [la de la humanidad con los autores] con el ahondamiento genuinamente imaginativo de la condición a la que pertenecemos.” Ese es el destino de la gran literatura y, más en concreto, la función del simbolismo moderno. ~

Referencias

Luis Mateo Díez, Los desayunos del Café Borenes, Barcelona Galaxia Gutenberg, 2015.

—, Mis delitos como animal de compañía, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022.

—, Mi hermano Antón, Madrid, Reino de Cordelia, 2024.


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