Cómo leer escribiendo (y escribir leyendo)

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¿Dónde está hoy por hoy John Updike? Quién sabe… Se lo recuerda –con su cara de pájaro y su elegante malicia y su estilo mandarín de lirismo cruel que abrevaba tanto en Vladimir Nabokov como en Henry Green–, pero no se lo considera demasiado. Ni siquiera en su país de origen, donde en vida supo ser uno de los indiscutibles titanes de las letras made in usa y uno de los tres Grandes Johns de The New Yorker (junto a O’Hara y Cheever). Alguien prolífico hasta lo casi patológico. Un best seller sociológico de calidad que se ocupó de las idas y vueltas en las sagas de ese everyman norteamericano que es Harry “Conejo” Angstrom y del judeoparódico Henry Bech; de las escandalizantes revoluciones sexuales de disfuncionales y libreamorosas y prisioneras parejas de los sesenta/setenta; y del destello experimental en sus títulos injustamente desconsiderados de sus últimos años (valiéndole una demolición por des/cortesía del ahora también un tanto difuso David Foster Wallace, que le acusó de “Gran Narcisista Masculino”, y quien luego se arrepintió de haberlo des/hecho).

Y, claro, su actual condición no es rara y es algo que le pasó también a otros colosos contemporáneos suyos como Saul Bellow y Norman Mailer y Philip Roth, quienes se despidieron justo antes de que, seguramente, hubiesen sido arrojados a las llamas de una cancelación por misóginos y todo eso. Suele ocurrir con muchos escritores. Luego de la muerte de su vida (Updike falleció en 2009), su obra puede llegar a caer en una suerte de animación suspendida a la espera de –si hay suerte, como en los casos de James o de Melville o de Fitzgerald– ser reconsiderados y resucitar a una inmortalidad incuestionable.

Mientras tanto y hasta entonces –a la espera de una triunfal libertad bajo palabras a releer y reconsiderar– aquí viene este, ahora, intento de reparación. Y es un doble resarcimiento: porque este Updike y yo: Una historia real (Hojas de Hierba) de Nicholson Baker fue publicado originalmente en 1991 y nunca había sido traducido al español. Y (su título original era el fonéticamente juguetón U & I,es decir, Tú y yo) funciona hoy también como justa apreciación de un escritor que, en nuestro idioma, ha venido paseándose por diferentes editoriales como un secreto a muchas voces. Baker –para quienes han venido siguiéndolo y apreciándolo– es uno de esos escritores muy estadounidenses por no parecerlo. Alguien que más o menos desciende de Sterne, Proust, Woolf, Joyce, Beckett, Nabokov, Bernhard y Perec importándolos para configurar novelas-artefacto con mecánica de Andy Warhol pero –detalle importante y distintivo– acompañándolas siempre de un atípico uso del (sin)sentido común y un inesperado en estas modernistas mentalidades cálido humor próximo a la ternura. Así, libros sobre la hora del almuerzo en la oficina con la nota al pie como recurso (La entreplanta), sobre dar el biberón a una bebé (Temperatura ambiente), sobre diferentes variedades del porno (La fermata, La casa de los agujeros y Vox, que ascendió a superventas al trascender que fue regalo de la becaria Lewinsky al entonces presidente Clinton), sobre la disección de la infancia (La interminable historia de Nory), sobre la tentación magnicida (Checkpoint), sobre un movilizante paisaje de la inmovilidad (Una caja de cerillas), sobre la condición del poeta/songwriter (el díptico updikeista El antólogo y Travelling sprinkler). Hay que añadirle a lo anterior ensayos sobre la decente docencia, el quijotesco rescate de la materia impresa en bibliotecas entregadas a la digitalización, el origen secreto de la Segunda Guerra Mundial y asuntos como la mecánica de los proyectores, el cómo doblar un clip, la problemática de los discursos de bodas y del leer en voz alta lo escrito, los misterios de las recetas de cocina, las ausencias de ciertos signos de puntuación y –lo más importante– más de cien páginas sobre los ambiguos usos de la palabra lumber (restos, desechos, trastos viejos y descartables).

Y, sí, nada –con modales/mirada micro-macro– parece serle ajeno o descartable a Baker y mucho menos lo es Updike. Alguien de quien –por los tiempos de Updike y yo– Baker no había leído buena parte de su bibliografía, recordaba muy parcialmente lo que más/menos le había gustado de sus páginas (y por entonces, hay que precisarlo, el incansable Updike tenía por delante la publicación de unos treinta títulos más entre novelas y volúmenes de relatos y recopilaciones de artículos periodísticos y poemas póstumos redactados en su hospitalario lecho de muerte y reunidos bajo el título de Endpoint).

Y Baker considera a Updike su escritor favorito (“Desde hace trece años apenas ha pasado un día en que Updike no haya protagonizado al menos un par de mis pensamientos; y aunque sus invocaciones constantes las trajo inicialmente la ambición escéptica en mayor medida que el simple disfrute, ese disfrute y la admiración ya no me abandonarían”). Y, distingue, a Iris Murdoch como su novelista favorita. Y, por las dudas, aclara que nunca se masturbó “exitosamente” leyendo las partes hot/x-rated en Updike. Y todo esto surge, inicialmente, de la necesidad de escribir algo acerca de la muerte de Donald Barthelme (escritor prebakeriano, otro hoy casi desaparecido en desaparición). Pero enseguida Baker opta por Updike por motivos tan sentidos como arbitrarios y allá va y aquí viene. Un Updike mental y al que ni siquiera se digna releer prefiriendo abordarlo a través de la parcial memoria de lo sensorial y no de lo textual. Así, Baker –lejos del academicismo clínico y cerca de la casi acosadora admiración subjetiva– desmenuzando lo updikeano mientras confiesa su imposibilidad de hacerlo con la seriedad y dedicación que se merece (seis años después el muy bakerista Geoff Dyer haría y no haría algo parecido con la figura de D. H. Lawrence en su Out of sheer rage) sin que esto le impida evocar a su propia madre leyendo al autor de Corre, Conejo. O imaginándole un funeral multitudinario a la altura de los de Charles Dickens o Victor Hugo a la vez que –con Updike vital y vivito y coleando– se permite anticipar su condición post mortem: “Los lectores de autores vivos están siempre, lo sepan o no, viendo en cierta medida su obra a través de los ojos del escritor vivo; sintiéndose mal por él cuando la caga, incorporando a las reacciones a su obra temprana constantes especulaciones implícitas acerca de si en el presente el escritor haría una mueca de dolor o asentiría para mostrar su aprobación ante algún pasaje de aquella. Los muertos, en cambio, no pueden sentir vergüenza por ninguna admisión o equivocación que hayan cometido. Sentimos esta inmunidad y ajustamos nuestra compasión de forma acorde. En otros sentidos, sin embargo, los muertos ganan con la muerte. El nivel de fidelidad autobiográfica de su obra es de alguna forma menos importante, o, mejor dicho, la fidelidad extrema no parece perjudicar nuestra apreciación de la obra, como sí sucede con los vivos. Los vivos se dedican ‘simplemente’ a escribir sobre sus vidas; los muertos escriben sobre sus vidas irrecuperables, uau, uau, uau.” (De acuerdo pero no tanto: hay obras de escritores que finalmente se comprenden del todo luego de su muerte; y ahí están los Diarios de Cheever. Y, de nuevo, hay demasiados lectores y editores que abandonan a los escritores muertos porque los consideran súbita e injustamente dated e improductivos, anticuados y no aún vintage por des/cortesía de una in/cierta necroerótica a menudo asociada a una biografía trágica y, sí, novelesca.)

Pero –por encima de todo y apenas subliminalmente– la súbita consciencia de que Updike y yo no solo funciona como un avanzado a la vez que elíptico y sinuoso manual de escritura/lectura sino que, también, vuelve a poner más que en evidencia la atracción que siempre produce el acercamiento de un escritor a otro. Así, el Updike por Baker se une sin dificultad a la Charlotte Brontë de Elizabeth Gaskell y la Emily Brontë de Charlotte Brontë, al Borges de Bioy y de Piglia, al Fitzgerald de Hemingway, al Stendhal de Lampedusa, al Hawthorne de James, al Conrad de Ford Madox Ford, al Cheever y al Bellow por sus respectivos descendientes, al Roth de Benjamin Taylor, al Vonnegut de Dan Wakefield, y siguen las firmas. Sí: nadie mira mejor a un escritor que otro escritor, porque lo entiende como persona y personaje.

Y en un momento de Updike y yo Baker le hace una pregunta tremenda a su esposa. Y su esposa le responde: “Creo que eres más listo que él, pero él es mejor escritor que tú.”

Pues eso: la combinación/escaramuza perfecta de lector-que-escribe y de escritor-que-lee. Y –sobre el final– la redentora iluminación y el consuelo último para Baker de sospechar (aunque rechace, sin haberlo leído, aclara, la tesis de La ansiedad de la influencia de Harold Bloom) de que él influyó sin angustiar a Updike en algo, en una minucia, en un detalle decisivo.

Y, sí, por las dudas, last but not least: John Updike dejó dicho que Updike y yo no solo mejoró su reputación sino que, también, le gustó mucho. “Es un acto de homenaje, ¿no te parece?”, comentó.

Y siguió escribiendo.

Y a propósito y ya qué estamos: en 2015 el escritor J. C. Hallman publicó un libro titulado B & me: A true story of literary arousal.

Y adivinen acerca y muy cerca de qué y de quién trata.

Sí: adivinaron. ~


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