Fui a una tienda de cuentas a granel porque quería hacerme un collar. La parte frontal imitaba corales rojos, pero lo necesitaba un poco más largo, así que me harían falta otras cuentas. Entre los abalorios más graciosos, de aire chino, no quise elegir los que quizá eran más bonitos, los que tenían pictogramas, porque no los entendía y me inquietaba llevar colgado del cuello un mensaje desconocido, quién sabe si en contra de los compradores de abalorios. El collar rojo iba bien con un vestido verde que tenía para ir a Cannes. R, que estaba trabajando allí, me había invitado a visitarlo en el festival, donde además estrenaban una película en la que yo tenía un par de frases. La aprensión demasiado suspicaz hacia los abalorios de plástico, que quizá, como parecían, no eran más que adornos, me la tomé como una señal de cansancio.
Al acomodarme en el asiento, como me apetecía mucho el viaje y porque me pareció que así descansaría más, preferí no poner el teléfono en modo avión, no quedarme en las medias tintas, sino apagar completamente el aparato. Pulsé el botón con gusto y decisión y dediqué unos segundos a contemplar la cubierta del libro que me disponía a empezar: la foto en blanco y negro de unas banderas japonesas en forma de pez, de carpa, que se llaman koinobori y se cuelgan para celebrar las fiestas dedicadas a los niños. En esta foto, a las carpas las mueve un viento fuerte y al fondo algunas personas caminan bajo unos cerezos en flor. El libro se llama Diario de Kioto y cuenta una estancia allí de lunes a viernes. El diarista, Ernesto Hernández Busto, debe acomodarse al ritmo de la ciudad que de todos modos deberá abandonar al final de la semana. El acoplamiento a lo impermanente se acaba revelando como uno de los temas del libro, pero eso no lo sabía yo aún mientras el avión viajaba hacia el este, a través de las nubes, y quizá tampoco lo sabía el viajero por el Oriente extremo.
Está en un hotel muy bueno, pero se pregunta si no ha sido un lujo excesivo, dado el tiempo que va a pasar en la calle. Sale a cenar con unos amigos. Me fijo en lo que beben. No son moderados. De día visita templos. Intuimos que acaba de tener un disgusto con una mujer. Hay un verso del poeta David Hinton que recorre el libro y que provoca una sensación similar a la de los koans, la intuición un poco desasosegante de que el sentido aparente que le encontramos se evapora al segundo siguiente, para dejar paso a uno nuevo. Y sin embargo el estado en que nos pone, desentrañando algo indesentrañable, es su valor. What happens never happens enough.
Yo leía el libro atravesando las nubes y me sentía a gusto y tranquila. Un viaje en el lado de la ventanilla leyendo un libro es uno de los placeres del mundo moderno. Miras la página, miras por la ventana, piensas en tu vida y no puedes hacer nada porque no conduces el vehículo… Entonces, cuando el avión estaba a punto de aterrizar en Niza, caí en la cuenta de que me había metido en un pequeño problema moderno. Hacía poco había cambiado de compañía de teléfonos. Mi bonita clave capicúa ya no me servía para la nueva tarjeta, y de la nueva no me acordaba. No podía encender el teléfono, no podía avisar de que había llegado, no podía consultar la dirección a la que tenía que ir. Pero yo sabía que el apartamento estaba en un lateral del hotel Martínez, y como días antes había recibido escritas las instrucciones para coger primero un tranvía en el aeropuerto de Niza, luego un autobús hasta Cannes, donde, una vez llegada, no me costaría encontrar La Croisette y seguir su trazado hasta el hotel, en cuyo costado tendría que ponerme a merodear hasta ser divisada, tenía una idea bastante clara de lo que debía hacer. Lo que más sentía era no poder avisar. Por lo demás, la sensación de depender de mí misma, como si el cuerpo recuperase una cierta dignidad y armonía, porque la parte física conserva una memoria en anticipación del sentido en el que debe moverse para llegar a su destino, para conseguir su fin inmediato, y la parte psíquica levanta las orejas, contenta de tener que estar otra vez alerta después de tanto tiempo de haberse entregado al robot, y ambas, la física y la psíquica, colaboran y recuperan su unidad y así pueden ya aspirar a la unidad con lo circundante… por todo eso la sensación de estar en mis manos me llenó de vitalidad. Qué ridículo es que del sencillo hecho de no poder encender el teléfono se deriven angustias y también alegrías al comprobar que seguimos conservando la memoria y el sentido de la orientación y la capacidad de comunicación, pero da la medida de lo dependientes que nos hemos vuelto.
Conseguí llegar al hotel. A pesar de llevar a una pasajera incomunicada como yo el autobús funcionaba, y recorrió la carretera de la costa entre las adelfas y las palmeras polvorientas. Ya en Cannes, seguí ortogonalmente el trazado de las calles hasta llegar al mar, casi guiada por el olfato. Ese vulgar logro me hizo sentir orgullosa, aunque es más un mérito de siglos de urbanismo que de mi sentido la orientación. Por las bulliciosas calles me crucé con las mujeres recauchutadas, con los tíos con aire de mafiosos eslavos, y también, varias veces, con ese tipo de hombre con un pelo frondoso y blanquísimo que contrasta con la piel muy morena, como el Belmondo viejo, que es característico del Mediterráneo. Entonces tuve la fortuna de encontrarme con J, que me prestó el teléfono para hacer la llamada de los detenidos que me devolvía al mundo contemporáneo, y así pude culminar la misión de depositarme a mí misma en el apartamento antes de salir a cenar por la ciudad, que vería a la cegadora mañana siguiente desde el promontorio donde se levanta la ciudad vieja, donde hay una iglesia con una capilla en la que, en agradecimiento por haber podido volver salvos al puerto, cuelgan pequeños barcos pesqueros a escala, y antes de leer en el avión de vuelta, en las últimas páginas del diario de Kioto, “sigue el camino luminoso y disfruta de cada recodo desde tu mirador transitorio”. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).