Cuenta la Leyenda dorada
que el bondadoso fortachón
trepó al niño en sus hombros
y comenzó a cruzar el río.
Al tiempo que crecía el peso
del niño, aumentó el nivel de las aguas,
como si su cuerpo fuera de plomo.
Hacia la mitad del cauce
Cristóbal creyó que no podría
soportar el ímpetu del río
ni aquella carga enorme, intolerable.
Sus pies se hundían en el fango.
Pero se sobrepuso y cruzó.
“Cristóbal –dijo el niño entonces–,
no te extrañe ese peso terrible
porque sobre tus hombros cargabas
al mundo entero y al dolor del mundo.”
Y es cierto. Este mediodía los vi.
Bajaban juntos la cuesta
empedrada del cerro, rumbo al lago.
El niñito, ahora adolescente, trastabillaba;
era visible su dificultad al andar, su lucha
por hacer los más simples movimientos.
El hombre lo tomaba del brazo,
lo soltaba, volvía a sostenerlo.
Llegaron al final, donde el talud
se convierte en una escalera.
“¿Y ahora?”, pensé.
Pues nada: el hombre le ayudó a subir
sobre su espalda, a caballo.
Descendieron, paso a paso,
escalón tras escalón.
Atravesaron la carretera
bajo el sol del verano
–yo diría que contentos–
hacia el lago impasible. ~
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Nadie, ni siquiera Hobsbawm -que como marxista orgulloso e impenitente creyó siempre en las vastas fuerzas impersonales de la economía- escapó a sus determinaciones biográficas
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