Cuando una novelista se divorcia de la novela

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Los escritores del Crack y los milenarios como Valeria Luiselli no tienen más prosélitos que ellos mismos, incluso cuando se aseguran de no practicar la autobiograficción de manera transparente. Empero, la calculada espontaneidad de la escritura de Luiselli revela dominio del oficio, y una voluntad de escribir lo impublicable y de hacer notar, en analogías inusuales, la multiplicidad. También llama la atención a través de premios extranjeros (aunque esta obra no los ha recibido todavía). Sin embargo, no responde a ningún ánimo provinciano preguntar si la de ella representa una narrativa mundial y/o hispanoamericana verdaderamente desafiante, a pesar de o por vivir y haber estudiado en Estados Unidos.

No hay que ser un genio para confirmar que sus originales y traducciones cumplen con diferentes expectativas y públicos (sus dos novelas anteriores, menos anhelosas, tuvieron una recepción desigual en México). Su cohorte mundial navega así entre varios intereses potencialmente peligrosos, y el mayor de ellos es el cansancio de los lectores ante una narrativa de “mi cuarto, mi enfermedad, mi pareja, mi obra, mi sufrimiento”, o aquella que no le importa si Picasso hablaba de artistas malos, buenos, grandes o genios al decir que unos copiaban y otros robaban. En el caso de Luiselli, aspirar a ser La Novelista choca entonces con querer ser La Rebelde, y varios de sus contemporáneos comparten esa contradicción. Sin embargo la autora de Los ingrávidos y La historia de mis dientes es más perspicaz al conglomerar oportunamente esos intereses para un público anglófono y sus derivas “latinounidenses”.

Leer Desierto sonoro como roman à clef hace flaco favor a la realidad de la pareja representada y al afecto agridulce que transmiten sus entresijos, como cuando la narradora dice: “Sé que no he sido generosa con el futuro proyecto de mi esposo. De hecho, he intentado chingarlo al respecto todo el tiempo.” La primera de las partes basta como novela fronteriza porque resume el meollo del asunto y por directa, sutil al manejar alusiones, bien construida e hilada en su sentimentalismo. También por compendiar ajustes de cuentas, alusiones, chistes privados, ironías íntimas y referencias culturales populares (la mayoría musicales). Los problemas de las otras partes yacen en las lucubraciones de la mamá narradora en torno a quién contará el relato y cómo, acerca del estado de los niños refugiados, y sobre su deseo de volver a Nueva York para completar su propio proyecto, mientras no le preocupa que el marido (que “irá registrando todo”) se desplace con su hijo para tal vez novelizar su punto de vista.

“Huellas”, la cuarta y última parte de la novela, se reduce a las cajas VI (de la niña) y VII (del niño). En Desierto sonoro, cada personaje tiene una (la V es de la madre narradora, de la I a la IV del esposo) y un documento que “revela el recurso” del hermano dirigiéndose a su hermana, apodada “Memphis”, y la separación de padre/hijo y madre/hija. Desde la primera parte, la madre narradora se concibe a sí misma “como una periodista política cuya labor era reportar y denunciar”, cuyas últimas palabras en la novela, ya como autora real, explican lo que ha transcrito, citado y referido. Para los lectores asiduos de novelas hispanoamericanas será curioso que la narradora principal incluya 2666 como lectura de su marido, y que no “archive” la deuda con Bolaño, Rey Rosa o Castellanos Moya –de los “Reportes de mortalidad de migrante” de la caja v (su caja)– en la segunda parte de la novela. Habría que tener algún trastorno emocional para no empatizar con el sufrimiento infantil, pero no se peca de frialdad objetiva si se reconoce que esta novela se apega a los parámetros novelísticos actuales, o a la historia secular de cambios técnicos y la abundancia de la hibridez en un siglo de posverdades digitales y noticias falsas, mostrando un giro inusual: la fe de la autora en una verdad más que una desconfianza en las historias.

El divorcio, según Oscar Wilde, se hace en el cielo. Pero según Desierto sonoro se hace en la tierra cuando una pareja comienza a conocerse en aras de querer divorciarse, y cuando, ¿ficcionalmente?, se involucra a los hijos en los traumas de los adultos. Parece demasiado ingenuo que al principio de la segunda parte, después de más de doscientas páginas en las que manifiesta su preocupación por la coherencia del relato, la narradora exprese que el hijo debería contarlo todo, porque “es su versión de la historia la que nos sobrevivirá; su versión la que quedará y será transmitida”. Consecuentemente, sin permitir intuir la razón de su madurez, el niño narra la sección “Deportaciones”. En el siguiente apartado (“Mapas y cajas”) sigue narrando hasta que su mamá narradora se apropia de las voces y sonidos, alternando puntos de vista para decir: “Primero les pregunté a ustedes tres qué era lo que más deseaban en ese momento. Tú dijiste, ¡frutilupis! Papá dijo, yo deseo claridad. Mamá dijo, yo justicia y que Manuela encuentre a sus hijas” (énfasis mío). Así se enredan varios hilos del relato total, que controla la mamá narradora, no el hijo. Ese desencuentro no es asunto de técnica narratológica cuando nadie espera una novela “tradicional” o cierta verosimilitud: Desierto sonoro no tiene la originalidad de las primeras novelas de Luiselli.

El divorcio de la novelista de su novela es más patente en la tercera parte (“Apachería”), que concentra los conflictos del marido. Al principio se pierden los niños, y sin conexión alguna se pasa a “Corazón de la luz (últimas Elegías para los niños perdidos)”, novela apócrifa rescatada dentro de la novela en la que las voces de los niños se disipan entre las palabras de quienes cruzan la frontera, que “oyen voces de hombres que les gritan órdenes en otra lengua”. Si hay un intento épico en esa identificación es a la manera de Cecil B. DeMille: panorámica, efusiva, melodramática. A la sazón es inevitable rescatar el ensayo Los niños perdidos (2016), cuando Luiselli comienza las llamadas “traducciones performativas” (algo presente en Los ingrávidos). Desierto sonoro es un reciclaje que noveliza hechos con los que se puede o debe empatizar; y, por no haberlos vivido, los cosmopolitas no corren peligro al analizarlos, traducirlos y apropiarse de ellos, incluso cuando detestan la realidad política del trasfondo.

Para la crítica hispanoamericana, asidua de novelas, Desierto sonoro aporta poco; pero para la anglófona es luminosa y llena de novedad, porque desconoce la tradición “nativa”, y porque al no poner el libro en el contexto de su propia tradición –junto, digamos, a Los emigrados de Sebald, o al McCarthy perdido en un audiolibro que escucha la familia, que curiosamente no se mencionan al final de la novela en las, superficialmente anotadas, Obras Citadas– la denuncia autobiográfica les calma la conciencia. James Wood –reseñador positivo de Luiselli, lector entusiasta de Sebald, Bolaño y Zambra (en 2013 este definió contundentemente la diferencia entre cuaderno, archivo y libro)– sostiene en Los mecanismos de la ficción que una novela falla no cuando sus personajes no son vívidos o suficientemente profundos, sino cuando, “al enseñarnos cómo adaptarnos a sus convenciones, no logra controlar alguna apetencia específica por sus propios personajes, por su propio nivel de realidad”.

Es obvio que al reseñar el original en inglés de Desierto sonoro para The New Yorker Wood no pensó en sus preceptos: al tiempo que se muestra objetivo y justo cuando observa que el radicalismo formal es inevitable para la búsqueda de su propio realismo, y que la novela es apasionante y sorpresiva, también admite que “hay demasiada habladuría sobre archivos, inventarios, ecos y fantasmas”, para concluir que los niños en verdad no pueden contar la historia de los menos privilegiados, solo hacer una actuación, lo que convierte al libro en un producto sintomático de la generación letraherida. Otro reseñador menos asombrado por la susceptibilidad de la autora –Sam Sacks de The Wall Street Journal– reconoce el carácter cerebral y la intención noble del original en inglés, pero previene que su acercamiento libresco se acopla de manera incómoda a la crisis representada, cuando convierte el tema de los niños perdidos y separados en un artefacto literario: “La táctica no funciona por completo […] nunca logra pasar de lo abstracto a lo real.” De manera similar, en su reseña positiva para Babelia Carlos Pardo concluye que Luiselli “se ha obsesionado con mostrar el artificio de los materiales que lo nutren. No era necesario”, y se puede concluir lo mismo respecto a la ética forzada de qué y cómo documentar.

Por otro lado las imprecisiones de la traducción, debida a Daniel Saldaña París y la autora, sugieren que la novela en verdad fue escrita primero en español, traducida al inglés y después retraducida. En Desierto sonoro puede leerse “Jesús pinche cristo”, neologismo benévolo mexicanizado para la exclamación Jesus Fucking Christ (no apta para niños); madafakas (el “modefoca” del latino neoyorquino que aspira la ese) atenúa el agresivo motherfuckers; un exitoso juego lingüístico en inglés sobre los “infrachones” de la hija y unas hormigas pierde a lectores no mexicanos; etcétera. La traducción más exitosa resulta ser la del título, porque los sonidos son protagonistas, algo que se pierde en el “original” Lost children archive.

Ya son décadas en que algunos críticos sostienen que los autores latinoamericanos radicados en “El Imperio” escriben novelas para el mismo. Aunque Luiselli se ajuste a esa tendencia, Desierto sonoro es muy superior a las novelas del montón, o a las abundantes obras estrictamente reivindicativas de la santa trinidad de género (sexual), raza y nación. En ese contexto valdría preguntar cuál sería la acogida si autoras como Rita Indiana, Ariana Harwicz o María Gainza hubieran publicado sus novelas primero en inglés.

Lo que Desierto sonoro monetiza a pesar de sí es el “amor líquido” de Zygmunt Bauman, aquel miedo a establecer relaciones perdurables, observándolas desde “espacios seguros” políticamente correctos. No importa qué textura les dé Luiselli o cómo se divorcie de ellas, sus historias no silencian otras verdades, y por eso su novela tiene la fuerza de una reivindicación, no la de una verdad. ~

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(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.


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