En la sala de espera de la estación de autobuses de Vilna hay una minúscula tienda de segunda mano donde entré a husmear una mañana. La tienda estaba abigarrada de cositas de toda clase y yo llevaba una mochila muy voluminosa a la espalda, de modo que tenía que andarme con ojo si no quería tirar alguno de los jarrones despostillados o los juegos de té desparejados que se amontonaban en las estanterías, peligrosamente al límite. No encontré nada de verdadero interés, aunque confiaba en no hacerlo porque no me habría cabido en la mochila. Con pasar unos minutos mirando las porcelanas bálticas me daba por satisfecha.
Al salir de la tienda di un puntapié involuntario a una caja de cartón que estaba en el suelo. Me agaché para devolverla a su sitio y vi que dentro había algunas fotos en blanco y negro. Las fotos sí que me interesaban, y además eran lo único que me cabría (entre las páginas de los libros que llevaba) si las quisiese comprar, de modo que las saqué para echarles un vistazo.
La primera que salió, horizontal y de composición desequilibrada, tenía su encanto. Una mujer mayor, con un abrigo, se ríe y mira a alguien que está fuera de cuadro. Detrás de ella se asoma una niña con el flequillo muy corto, mucho menos abrigada, con un vestido sin mangas, que mira a cámara. Están en un parque; en un lateral se adivina una fuente, y al fondo hay otros niños. El elemento chocante es un cañón dirigido al cielo, con el que contrastan la risa de la mujer y los otros niños que juegan como si nada. Solo la niña del flequillo, la que nos mira, tiene el gesto serio.
La siguiente era una foto vertical. Al pie de una escultura hay dos chicos y dos chicas. La pared del fondo tiene unos arcos ciegos. Debe de tratarse de alguna institución. De hecho, la escultura representa a una mujer con un libro en la mano, como si fuese una alegoría de la educación, y las chicas van de uniforme, con unas túnicas negras y un cuello blanco del que cuelga un lazo. Las dos llevan largas trenzas. Los chicos van de traje pero no llevan corbata. Tienen copetes de rockero.
Una tercera foto muestra la fachada de un edificio de dos plantas, con grandes ventanales y cubierta de tejas. Unas amplias escaleras llevan a la entrada principal. Podría ser el sitio donde estaban los chicos de antes; está en escorzo, pero encima de la puerta se alcanza a leer instit…
La cuarta foto era un retrato de estudio. Un jovencillo flacucho vestido con traje de fiesta, con moño y chaleco, busca en el bolsillo el encendedor, poniendo cuidado en que podamos admirar su reloj mientras sostiene cerca de la boca el cigarro aún sin encender. Parece creerse James Cagney y nos mira como si no pudiese creer la tontería que acabamos de decirle. Me inspiró una antipatía inmediata.
Pero fue al sacar la siguiente foto cuando me dije –aquí está el tesoro–, porque aparecía el mismo personaje y una historia comenzaba a tomar forma ante mis ojos. También aquí está representando un papel, pero esta vez la escena es más cinematográfica. Estrecha la mano de un compañero. Los dos fuman pipa y llevan gabardina y una gorra de vago aire marino. ¿Dos detectives que se felicitan por haber impedido la descarga de mercancías clandestinas en el puerto? ¿Dos policías corruptos que sellan el pacto criminal que los hará enriquecerse como contrabandistas? Sin duda, en esos años estaban de moda las escenas.
Saqué otra foto, y era también él. Pero en este caso sentí una punzada de compasión. La diversión está empezando a despostillarse. El chico ya no parece tan elegante. Esta vez la ropa de mayor no es de broma. Va vestido de soldado y tiene más cara de niño que nunca. Los ojos acuosos y un asomo de puchero en la comisura derecha de los labios parecen anunciar un sollozo inminente. Los laureles que flanquean la cruz de Lorena del birrete pueden indicar que se le ha asignado un puesto de camillero, por ser demasiado joven o demasiado enclenque para estar en la primera línea del frente.
Me alegré de ver reaparecer al chico en una foto evidentemente posterior, a juzgar por lo maduro de su expresión. ¡Seguía vivo!, y otra vez estaba acompañado. Posan los dos junto a un árbol, vestidos con el uniforme de campaña. Aunque debe de ser la misma guerra y por lo tanto no ha podido pasar mucho tiempo, ya es un hombre mayor. Sigue teniendo sus características cejas a dos aguas y la barbilla triangular, pero la expresión es ahora más natural y serena. Incluso la postura, con el peso en una pierna y los brazos a la espalda, es de reposo, y contrasta con la actitud firme de su compañero.
Las fotos que yo tenía delante eran las cuatro letras del drama de miles de chicos europeos de su generación, que vieron cómo cambiaba su vida en un chasquido de dedos. Y tenía también algo de juego en su ritmo interno, que era fácil de advertir y difícil de descifrar: personaje solo, disfrazado de adulto (James Cagney); pareja en ropa de misión especial (gabardinas portuarias); personaje solo, disfrazado de adulto (soldado lituano); pareja en ropa de misión especial (uniforme de campaña). Por la información que pude recoger del reverso de las fotos, averigüé que el chico del que no sé el nombre vivía en los años treinta en Panevėžys, ciudad que por esa época tenía un tercio de población judía. Las fotos festivas, las primeras, se las sacó un fotógrafo judío llamado Ilja Jasvoinas. Algunos de los supervivientes de la familia mantuvieron el oficio en sus nuevos países. La última de las fotos está tomada en la ciudad de Kaunas, en manos de los nazis desde 1941. Las dos fotos de la guerra están copiadas ya en papel Agfa, empresa absorbida por IG Farben desde 1925.
Me sentí en la obligación de comprar el juego de fotos entero, para rebajar en la medida de mis posibilidades la dispersión a la que está sometido todo lo mortal y porque la encargada de la tienda llevaba un rato mirándome fijamente. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).