La política del secuestro

El secuestro es un atentado gravísimo contra los derechos humanos que deja secuelas dolorosas en la víctima y sus seres cercanos, y que padecen muchas sociedades. La situación de quienes lo sufren es particularmente trágica, y sus implicaciones políticas y morales no han recibido la atención de otros delitos contra la libertad y la dignidad de las personas.
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El pasado 7 de octubre de 2023, el grupo terrorista Hamás lanzó un ataque sorpresa sobre Israel en el que resultaron asesinadas más de un millar de personas, la mayoría civiles, y secuestradas al menos doscientas. Hamás, que trasladó por la fuerza a los rehenes a la franja de Gaza, pidió como rescate la liberación de 7.000 presos palestinos. Estos hechos han puesto nuevamente de actualidad el secuestro como actividad criminal, pero también la ambigua reprobación que recibe este delito en nuestras sociedades.

El secuestro es el acto mediante el cual un individuo o un grupo de individuos priva de libertad a otro individuo, o a otros individuos, durante un tiempo determinado usualmente por el pago de un rescate. Este rescate puede consistir en dinero, pero también en otro tipo de bienes de carácter político o publicitario. Más allá del daño por la pérdida de libertad durante su duración o del perjuicio económico o de otro tipo ocasionado por el pago del rescate, el secuestro produce en el secuestrado daños permanentes e irreversibles de tipo psicológico y físico, tal como han mostrado David A. Alexander y Susan Klein. Es por ello que constituye un tipo de delito particularmente repugnante.

A pesar de que el secuestro es un gravísimo atentado contra los derechos humanos, y de que asuela de forma implacable muchas sociedades, resulta llamativamente paradójico que su estudio y su denuncia informada hayan generado una literatura particularmente magra. Es uno de los temas olvidados en la lucha por la defensa de los derechos humanos.

Usualmente se ha distinguido entre dos tipos de secuestro debido a lo que se alega como motivación: el extorsivo, dirigido a la obtención de dinero como instrumento de rescate, y el político, donde el rescate se sustancia en la obtención de concesiones políticas exigidas por los secuestradores. Ahora bien, puede darse la paradoja de que un secuestro sea ejecutado por un grupo criminal con propósitos políticos y, por tanto, sea calificado de secuestro político, pero también que un grupo terrorista, esto es, que alega motivos políticos para practicar el secuestro, ejecute estos actos básicamente para conseguir dinero, como veremos más adelante, y que se califique de extorsivo. En cualquier caso, debe quedar claro que bajo la perspectiva de las víctimas ambos secuestros son iguales, e incluso el llamado político es más traumático porque la capacidad de resolución de un rescate a satisfacción de los captores desborda usualmente a la víctima, a las familias y a quienes pudieran socorrerle en la obtención de su libertad.

Este olvido en el estudio del secuestro es particularmente sangrante en relación con su uso político, que en muchas ocasiones se ha disculpado atendiendo a sus presuntas motivaciones: la finalidad política gozaría de una legitimidad tal que disculparía el uso de medios criminales, pues los propósitos aducidos justificarían el uso de dichos medios. O lo que es peor: ha ocurrido con frecuencia que se ha responsabilizado a las víctimas de su secuestro bajo la argumentación de que son culpables objetivamente, sin necesidad de haber sido sometidos a un juicio justo. Por ejemplo, porque forman parte de “una clase en guerra contra la clase de los secuestradores”. Se sobrentiende que la clase de los secuestrados es una clase culpable, así como que la clase de los secuestradores es una clase inocente, víctima de la guerra de clases atizada por la clase dominante. De modo que los verdugos, para justificar sus atrocidades, se han presentado como víctimas frente a sus secuestrados. Así, por ejemplo, en el caso del secuestro del político democristiano Javier Rupérez por el grupo terrorista eta, que lo calificó sin prueba alguna de “culpable de delitos contra la clase trabajadora vasca” (Rupérez, p. 146).

Es decir, el secuestro llamado político se ha justificado de dos formas principales, ambas profundamente ideológicas. La primera se ampara en la idea de que el fin justifica los medios, de forma que la inmoralidad del secuestro vendría compensada por la presunta bondad de los fines perseguidos por los secuestradores. El segundo argumento de justificación apelaría al carácter culpable de la víctima, que justificaría por sí mismo su privación de libertad. Esto es, la víctima cumpliría con su secuestro una condena derivada de su comportamiento o, lo que es peor, de su pertenencia objetiva a un grupo estigmatizado como enemigo: la clase burguesa, la oligarquía, los ricos, etc.

Como señalaré en este texto, la justificación política del secuestro no tiene asidero alguno en el terreno normativo y, lo que no es menos importante, la práctica del secuestro llamado político en general desmiente por completo su diferencia con el secuestro criminal o extorsivo. La política del secuestro es simplemente un atroz atentado contra los derechos de las personas que no puede disfrazarse con justificación alguna.

Una realidad monstruosa

Si acercamos la mirada al ejercicio del secuestro en sociedades donde ha constituido un azote particularmente severo, veremos que los matices a la hora de calificar el secuestro sucumben ante lo monstruoso de su realidad. En este sentido, un caso particularmente fascinante es el que narra María O’Donnell en su libro sobre el secuestro de los hermanos Born en la Argentina inmediatamente anterior a la dictadura militar de 1976-1983. Tal como explica en la introducción a su obra, el secuestro captó su interés cuando estaba estudiando la relación entre la política y el dinero, en particular el vínculo entre donantes y políticos como intercambio de favores mutuos. Para ello revisó la historia del indulto que Carlos Menem, el presidente peronista de Argentina entre 1989 y 1999, había concedido al connotado líder montonero Mario Firmenich. Los Montoneros habían practicado la violencia política hasta la llegada de la democracia en 1983 y en las elecciones de 1989 ayudaron a Menem a financiar su campaña. Este intercambio de favores le parecía a O’Donnell paradigma de la relación entre donaciones de campaña y favores políticos, salvo por el detalle de que “el dinero que los Montoneros habían aportado a la campaña menemista provenía del rescate que habían cobrado por el secuestro de los herederos [Born]. Pero ni remotamente se acercaba a la cifra descomunal que había pagado Jorge Born II”, el padre de los secuestrados. Sesenta millones de dólares de 1975, una cifra cercana a los trescientos millones de euros de hoy día. Como subraya O’Donnell, el mayor rescate de la historia, una cifra récord jamás superada.

El libro narra con maestría la historia misma del secuestro, pero también la del dinero del rescate, que se salpica con asesinatos, desapariciones y la sombra del régimen cubano. Jorge Born III pasó nueve meses encerrado, entre junio de 1974 y septiembre de 1975, en ropa interior, en las “cárceles del pueblo” montoneras, y si no hubiera sido por la crisis psicológica de su hermano Juan, el secuestro habría durado mucho más. Tras su liberación tuvieron que exiliarse a Brasil para evitar ser acusados de colaboración con banda armada y allí pasaron diecisiete años. Tras su vuelta, Jorge Born III se asoció con uno de sus captores, Rodolfo Galimberti, en un caso que fue presentado por la prensa argentina como manifestación de síndrome de Estocolmo. Un ejemplo extraordinario de secuestro extorsivo justificado con motivos políticos.

Por su parte, Robin Kirk relata que en Colombia el secuestro adquirió una enorme dimensión criminal a partir de la década de los sesenta del siglo pasado, y que una década más tarde fue adoptado por las guerrillas. Para los años ochenta del siglo XX se había convertido en un gran negocio. El líder del eln (Ejército de Liberación Nacional) Gerardo Bermúdez Sánchez, conocido como “Francisco Galán”, le comentó en una ocasión que los secuestros eran una respuesta a los desaparecidos por el Estado. Sin embargo, observa Kirk, los secuestrados rápidamente superaron a los desaparecidos, y cuando este grupo guerrillero obtuvo un millón de dólares tras secuestrar a un ingeniero alemán y a dos trabajadores colombianos de la empresa Mannesmann, el potencial lucrativo de esta práctica se hizo evidente para los insurgentes. A partir de entonces, en Colombia se secuestraban más de mil personas al año, haciendo que este país fuera líder mundial en esta triste plaga durante mucho tiempo. El cénit se alcanzó en el año 2000 con 3.572 secuestros, y desde entonces la cifra ha ido descendiendo de manera continuada, tal como señala Silva, hasta estacionarse en torno al medio millar anual en la primera década del siglo XXI, unos trescientos en la segunda y menos de doscientos en la actualidad.

A finales de los años ochenta del siglo pasado, el grupo narcoterrorista farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), por boca de “Mono Jojoy”, rápidamente ideó un argumento para justificar tan lucrativo negocio: los secuestrados eran miembros de la odiada oligarquía y por tanto merecían su destino. De hecho, debían ver el rescate como un impuesto a pagar, igual a los que abonaban al Estado. Sin embargo, la realidad era bien otra. En este impuesto criminal no había progresividad ninguna y eran los colombianos corrientes, los más débiles, quienes engrosaban la lista de contribuyentes de la mafia guerrillera.

En los años noventa, el negocio se expandió aún más. Las farc establecieron una financiación descentralizada de su guerrilla de forma tal que cada comandante convirtió a sus tropas en especialistas en secuestros. Así fue como se crearon las “pescas milagrosas”, que consistían en bloquear las vías de comunicación más transitadas y en secuestrar a todo aquel que quedaba atrapado y tenía aspecto de poder pagar un rescate. En el año 2000 las farc institucionalizaron el secuestro como forma de tributo mediante lo que llamaron la ley 002 –la ley 001 de 1982 decretaba la reforma agraria revolucionaria y expropiaba la tierra a multinacionales y latifundistas para entregarla a los campesinos–. De acuerdo con esta nueva “ley”, aquellas personas que tuvieran bienes superiores a un millón de dólares debían pagar el diezmo (10%) de su capital a las farc inmediatamente. Si no lo hacían serían objeto de secuestro. Para mostrar que la cosa iba en serio, las farc secuestraron en Bogotá a un niño de tres años, al que tuvieron cautivo diecinueve meses (Kirk, pp. 67-68).

Al hilo de la plaga de secuestros organizados por Pablo Escobar a comienzos de los años noventa en Colombia, Gabriel García Márquez escribió su impresionante Noticia de un secuestro. En dicho libro se narra la terrible experiencia vivida por unos secuestrados, algo muy difícil de transmitir y que el gran escritor logra con una maestría tal que el lector no puede dejar de devorar páginas mientras sufre la angustia de los protagonistas.

Los secuestros criminales de Escobar son en sí mismos la refutación de la diferencia entre el secuestro como actividad criminal y el secuestro como actividad política porque el notorio personaje pedía como rescate, justamente, cambios legislativos que le blindaran frente a una posible extradición. ¿Secuestro criminal o secuestro político? Quizá los adjetivos sobran. Para García Márquez el secuestro era “un drama bestial” dentro del “holocausto bíblico” en el que se consumía Colombia. Los secuestros relatados por este escritor tenían un matiz político particular en el sentido de que fueron realizados por un grupo criminal que se autodenominaba “Los extraditables”, tras el cual estaba el narcoterrorista Pablo Escobar, y buscaban hacer claudicar al presidente César Gaviria en su lucha contra el crimen organizado. Pero esta forma de secuestro por parte de un grupo criminal venía precedida por una larga historia de secuestros parecidos ejecutados por grupos políticos. En la elocuente enumeración de García Márquez, que vale la pena reproducir a pesar de su extensión:

el secuestro no era ninguna novedad en la historia reciente de Colombia. Ninguno de los cuatro presidentes de los años anteriores [a Gaviria] había cedido a las exigencias de los secuestradores. En febrero de 1976, bajo el gobierno de Alfonso López Michelsen, el M-19 había secuestrado al presidente de la Confederación de Trabajadores de Colombia, José Raquel Mercado. Fue juzgado y condenado a muerte por sus captores por traición a la clase obrera, y ejecutado con dos tiros en la nuca ante la negativa del gobierno a cumplir una serie de condiciones políticas […]. Dieciséis miembros de la élite del mismo movimiento se tomaron la embajada de la República Dominicana en Bogotá cuando celebraban su fiesta nacional, el 27 de febrero de 1980, bajo el gobierno de Julio César Turbay. Durante 61 días mantuvieron en rehenes a casi todo el cuerpo diplomático acreditado en Colombia, incluidos los embajadores de los Estados Unidos, Israel y el Vaticano. Exigían un rescate de cincuenta millones de dólares y la liberación de 311 de sus militantes detenidos. El presidente Turbay se negó a negociar, pero los rehenes fueron liberados el 28 de abril sin ninguna condición expresa, y los secuestradores salieron del país bajo la protección del gobierno de Cuba, solicitada por el gobierno de Colombia. Los secuestradores aseguraron que habían recibido por el rescate cinco millones de dólares en efectivo, recaudados por la colonia judía de Colombia entre sus cofrades del mundo entero. […] El 6 de noviembre de 1985, un comando del M-19 se tomó el multitudinario edificio de la Corte Suprema de Justicia en su hora de mayor actividad, con la exigencia de que el más alto tribunal de la república juzgara al presidente Belisario Betancur por no cumplir con su promesa de paz. El presidente no negoció, y el ejército rescató el edificio a sangre y fuego al cabo de diez horas, con un saldo indeterminado de desaparecidos y 95 muertos civiles, entre ellos nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia, y su presidente, Alfonso Reyes Echandía. (…) Por supuesto, el presidente Virgilio Barco, casi al final de su mandato, dejó mal resuelto el secuestro de Álvaro Diego Montoya, el hijo de su secretario general. La furia de Pablo Escobar le estalló en las manos siete meses después a su sucesor, César Gaviria, que iniciaba su gobierno con el problema mayor de diez notables secuestrados (García Márquez, pp. 152-154).

El gobierno de Gaviria además enfrentaba la situación desde una posición de debilidad no atribuible a su desempeño político sino al desprestigio de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, lo cual puede servir de aviso sobre cómo gestionar eficazmente el problema del secuestro en otras sociedades. De nuevo en las elocuentes palabras de García Márquez: “la credibilidad del gobierno no estaba a la altura de sus notables éxitos políticos, sino a la muy baja de sus organismos de seguridad, fustigados por la prensa mundial y por los organismos internacionales de derechos humanos. En cambio, Pablo Escobar había logrado una credibilidad que no tuvieron nunca las guerrillas en sus mejores días. La gente llegó a creer más en las mentiras de los Extraditables que en las verdades del gobierno” (García Márquez, p. 154).

Como atestiguan los ejemplos colombianos referidos, la diferenciación entre el secuestro político y el criminal radica en la retórica de la justificación que se elija, puesto que los fines son casi siempre extorsivos y la motivación política acompaña como justificación lo que no es sino la búsqueda de ejercer dominación sobre la sociedad y sobre sus bienes. De modo que el secuestro, sin atributos, no es sino la privación de libertad de una persona, a la que se despoja de su capacidad de autodeterminación física de forma ilegítima, esto es, sin causa jurídica justa.

Una obligación de Estado

El secuestro es un delito contra la libertad personal de un individuo que se caracteriza por cuatro rasgos: (1) el apresamiento de una persona por otra (2) mediante el uso de la fuerza o el engaño (3) sin el consentimiento del apresado y (4) sin cobertura legal. Así, el secuestro es una forma de prisión ilegal que busca un rescate u otra cosa a cambio de la libertad del secuestrado. Es por tanto una gravísima violación del derecho fundamental a la libertad. En suma, al afectar al derecho fundamental de toda persona a ser libre, el secuestro no encuentra, se califique como se quiera, amparo normativo ninguno por parte de la sociedad internacional.

La resolución número 59-154 de 2005 de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre cooperación internacional para prevenir, combatir y eliminar el secuestro y prestar asistencia a las víctimas declara:

Condenar enérgicamente y rechazar la práctica del secuestro, en cualquier circunstancia e independientemente de su propósito, especialmente cuando sea realizada por grupos delictivos organizados y grupos terroristas. Reiterar que los grupos delictivos organizados y los grupos terroristas, así como los autores de tales delitos, son responsables de cualquier daño o muerte que se produzca a raíz de un secuestro perpetrados por ellos y deben ser castigados en consecuencia.

En decir, que Naciones Unidas es absolutamente taxativa al señalar que no hay ninguna causa que pueda justificar un secuestro, que es un acto criminal de manera absoluta y no admite excepciones ni justificaciones. Además, la resolución de Naciones Unidas desmonta la casuística inmoral del secuestro al señalar que todo daño producido por tal acto criminal es responsabilidad de quien comete el secuestro y que, por tanto, el chantaje que se ejerce sobre quien tiene la posibilidad de atender el rescate demandado por los secuestradores no se sostiene. Los daños no son responsabilidad de quien no se aviene a pagar el rescate, los daños son responsabilidad exclusiva del secuestrador. Los acusados de cometer un secuestro, declara Naciones Unidas, no pueden apelar en su descargo a que se trata de un delito político y por tanto no son merecedores del estatuto de refugiado o asilado en país alguno.

Puesto que el secuestro afecta al derecho humano fundamental de la libertad, resulta relevante recordar los deberes de las personas en relación con los derechos humanos. Estos deberes adoptan tres formas distintas: (1) deber de respeto, (2) deber de protección y (3) deber de garantía. El deber de respeto tiene un carácter universal y establece la obligación para toda persona de respetar los derechos humanos. Por supuesto, esto aplica de forma incondicional a todos, incluidos los secuestradores que apelan a justificaciones políticas en sus actos criminales. El deber de protección corresponde sin embargo al Estado, pues es este el que ostenta el monopolio de la administración de justicia y de las fuerzas de seguridad que permiten tal protección. El Estado viene obligado por tanto a un deber de protección que significa tanto la no interferencia en el ejercicio de los derechos como el desarrollo de una legislación que permita la protección efectiva. Por último, el deber de garantía también corresponde al Estado, pues es el único que tiene capacidad para asegurar que los derechos humanos estén a salvo de abusos, desafueros, atropellos, etc.

De modo que el combate al secuestro es una obligación del Estado, dado que el secuestro es en sí mismo una grave violación de los derechos humanos que él tiene la obligación de prevenir, perseguir, investigar, juzgar y sancionar. Esto es, el Estado, por una parte, no es responsable de los daños producidos por un secuestro, pero con relación a los deberes de protección y garantía que tiene en lo referido a los derechos humanos, su clara obligación es combatirlo. De hecho, si el Estado incumpliera tal obligación estaría violando los compromisos internacionales que hacen que los derechos humanos sean algo sustantivo y no una mera declaración retórica.

Hay por tanto que establecer unos principios de claridad que permitan a las sociedades enfrentar eficazmente la grave violación de derechos humanos que es el secuestro. Esta claridad permitirá quebrar la ansiedad emocional que el secuestro provoca en los parientes de la víctima y en la sociedad, y, al mismo tiempo, establecerá un deslinde de responsabilidades que produzca un combate más eficaz contra esta plaga. Bajo esta perspectiva es necesario reiterar algo ya señalado: que la violencia y los daños producidos por los secuestros son responsabilidad exclusiva de los secuestradores, pero que el deber de protección y garantía de los derechos humanos por parte del Estado exigen de este un papel principal en el combate y la prevención del secuestro. Porque ocurre que si el Estado desatiende esa obligación imponderable de combatir el secuestro, entonces los males que sobrevienen a la sociedad se extienden como una epidemia.

Un caso relevante en este respecto es el de México. Cuando el presidente Peña Nieto, a comienzos de 2013 en Davos, quiso enfatizar ante el mundo las reformas que abordaba el país y el clima de optimismo sostenido en su crecimiento económico, se le recordó que la inseguridad era rampante en su país y que en particular el secuestro constituía una realidad lacerante allí. La respuesta mexicana fue la presentación subsiguiente, por Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de gobernación, de una estrategia nacional antisecuestro dirigida principalmente a la represión del delito y a la capacitación de las fuerzas policiales. La medida llegaba con mucho retraso y señalaba una dolosa responsabilidad del Estado.

Durante la presidencia anterior, la de Felipe Calderón, iniciada el 1 de diciembre de 2006 y terminada el 30 de noviembre de 2012, se produjeron 7.524 secuestros en México. Durante la presidencia de Enrique Peña Nieto, del 1 de diciembre de 2012 al 30 de noviembre de 2018, se realizaron 11.769, una cifra nunca vista. En lo que va de presidencia de Andrés Manuel López Obrador, iniciada el 1 de diciembre de 2018, se han producido en México unos cuatro al día, algo más de 5.000, aunque hay muchas dudas sobre la validez de los datos.

Otro ejemplo de las consecuencias de la inhibición de responsabilidad en el combate del secuestro puede verse en Colombia. La aparición de los escuadrones de la muerte estuvo vinculada directamente a la dejación del Estado en su combate contra esta lacra durante los años de plomo de la narcoguerrilla. Así, el primer grupo de estas fuerzas parapoliciales que sembraron el terror en el país llevaba por nombre mas, acrónimo de “muerte a los secuestradores”. Como explica Bushnell, dicho grupo se formó en Medellín en diciembre de 1981, después de que los terroristas del M-19 secuestraran a la hija del jefe de un clan de narcotraficantes para obtener un rescate. Este autor señala, con su prosa comedida y exacta, que “el secuestro no era una actividad criminal infrecuente en Colombia y lo practicaban bandas profesionales e izquierdistas para realizar proclamas políticas o para llenar sus cofres. Las familias de las víctimas de secuestros normalmente pagaban. Las familias de las drogas prefirieron no hacerlo” (Bushnell, pp. 265-265). El resultado fue una espiral de violencia que alimentó el holocausto bíblico apuntado por García Márquez.

Justificaciones presuntamente ideológicas

El Estado tiene la obligación de combatir el secuestro como prioridad esencial y su desistimiento de esta obligación produce resultados desastrosos en las sociedades. Pero esto no puede hacer olvidar que la responsabilidad primera de la existencia de este delito recae en los secuestradores.

Líneas arriba señalé que la distinción entre un secuestro criminal y un secuestro excusable, el secuestro político, carece de todo asidero normativo. Ahora querría ampliar esta idea algo más no por referencia a la falta de justificación argumental de dicha diferenciación, sino atendiendo a la práctica del secuestro por parte de grupos que se denominan a sí mismos como políticos. Esto es, por grupos criminales que justifican sus actos con relación a fines presuntamente altruistas de mejora de las sociedades. Lo que quiero mostrar es que la práctica del secuestro por estos grupos, aunque amparada en justificaciones ideológicas, se compadece mal con la realidad de los hechos.

Por ejemplo, en España el secuestro extorsivo tiene una muy baja incidencia y su ocurrencia está vinculada a ajustes de cuentas entre grupos criminales. Sin embargo, la organización criminal eta, que amparaba en motivos políticos la comisión de sus delitos, practicó con gran dedicación el secuestro entre los años 1970 y 1997. En ese periodo realizó setenta secuestros, siendo el año 1980 el de mayor actividad en la comisión de ese delito, con doce casos reportados. Aunque el primer secuestro de eta buscaba determinar el procedimiento abierto contra dieciséis de sus miembros capturados por la policía española y el último, el de Miguel Ángel Blanco, joven concejal del Partido Popular, exigía la reforma de la política penitenciaria española, la inmensa mayoría de los secuestros practicados tenían como único fin la extorsión económica de los capturados. El secuestro se convirtió doblemente en el pilar económico de la banda criminal: en primer lugar, porque los cuantiosos rescates exigidos “a la oligarquía” llenaron sus arcas de manera generosa, pero además porque el secuestro se convirtió en un arma de amedrentamiento que, utilizado como amenaza, permitió a los criminales de eta imponer un “impuesto revolucionario” sobre la población. En el caso de no ser atendido, se castigaba con el secuestro o con el tiro en la nuca. Como se puede ver, no hay gran diferencia con lo reportado con relación a Colombia: aunque vocalmente el secuestro se invocaba como una acción política, el interés económico de dicha práctica criminal resultaba abrumador (véase Kepa Pérez).

Otro tanto puede decirse de la práctica del secuestro por las farc, para quienes se convirtió en la médula de su sistema de financiación. Pero vale atender a la realidad de su práctica. En Colombia, entre 1970 y 2010 se realizaron 39.058 secuestros. De estos, el 37% fueron cometidos por las farc y el 30% por el eln, mientras que las bandas criminales apenas realizaron el 20%. Aparentemente estas cifras apuntarían a una dimensión esencialmente política del secuestro en Colombia. Sin embargo, la realidad es bien distinta. Las farc, al igual que eta o que cualquier grupo que ampara sus delitos bajo justificaciones ideológicas, del total de secuestros realizados únicamente una exigua minoría (el 16%) exigían como rescate algún objetivo político. Por el contrario, el 81% tenían solo una motivación económica y estaban por tanto dirigidos a provisionar de dinero al grupo criminal. En el caso del eln, la motivación política del rescate aplicaba al 21% de sus secuestros y la puramente económica al 77% (para una presentación rigurosa de los datos del secuestro en Colombia véase Comisión Nacional de Memoria Histórica). Bajo la retórica que busca justificar la realidad injustificable de una violación intolerable de los derechos humanos no hay argumentos políticos que valgan: el secuestro no tiene amparo normativo cuando su motivación es política, pero además, los que apelan a dicha motivación no practican lo que dicen, pues la realidad innegable es que sus secuestros son abrumadoramente crímenes de extorsión dirigidos a enriquecer sus bolsillos.

Por tanto, hay una realidad que no puede esconderse con subterfugios: el secuestro es un grave desafío a la protección de los derechos humanos. Aquí he querido mostrar que no hay justificación normativa que ampare la legitimidad del llamado secuestro político, pues el secuestro es siempre una grave violación del derecho individual a la libertad que no puede ser disculpada con justificaciones espurias. Para ello he mostrado que no tiene amparo normativo alguno en la comunidad internacional el secuestro político. Pero además he mostrado también que las motivaciones políticas son más bien marginales en el ejercicio del secuestro por grupos criminales que se presentan como actores políticos, y que en la abrumadora mayoría de los casos los secuestros que se han practicado han tenido un único fin extorsivo.

Chantaje criminal

El secuestro es un mal que no es privativo de una única sociedad, sino que asuela, bien que en diferente manera, a sociedades muy distintas. Sin embargo, a pesar de estas diferencias me parece que hay algo en común referido a los instrumentos de remedio frente a la amenaza del secuestro. De forma sintética, el combate al secuestro debe dejar clara la responsabilidad del secuestrador en los daños que se deriven de su acción criminal. Esto debe repetirse una y otra vez, y cuando la sociedad haga suya esta afirmación, el secuestro amparado por las justificaciones políticas acabará por socavar la legitimidad del que la práctica, lo que aproximará la desaparición de la lacra del secuestro. Además, es necesario reiterar que el combate al secuestro es una obligación del Estado sancionada internacionalmente que este ha de realizar utilizando sus instrumentos judiciales y policiales. Para que este deber de protección y garantía de los derechos humanos que tiene el Estado se ejecute de forma eficiente es esencial que el Estado establezca su credibilidad con relación a un sistema judicial eficaz y una fuerza policial democrática, confiable y efectiva en el combate del delito.

Además, es esencial que estas tareas obligatorias para todo Estado vengan acompañadas de la firmeza en la condena del pago del secuestro. Si este pago es disculpable en los particulares que buscan mediante el rescate redimir a sus parientes o próximos, la realización de pagos o de negociaciones bajo el amparo instrumental del secuestro contradice radicalmente la posición de Naciones Unidas en su combate contra esta lacra. El secuestrador, en tanto perpetrador de una grave violación de derechos humanos, no puede ser considerado una parte legítima en una negociación. Frente a un secuestro, la obligación del Estado es proveer la resolución de este mediante los medios que le son propios, pero no sucumbiendo al chantaje criminal. Si así lo hiciera no solo desatendería su deber de protección de los derechos humanos, sino que desencadenaría una espiral de secuestros amparados por la misma motivación. Como hemos visto en los ejemplos anteriores en Colombia, México o España, el secuestro se extiende imparable cuando resulta un instrumento eficaz de lucro para los criminales que lo practican. Sin embargo, cuando el Estado se mantiene firme en el papel que le es propio y no paga ni negocia con los secuestradores, el secuestro queda derrotado. Así, el último secuestro realizado por eta en España, el de Miguel Ángel Blanco en el verano de 1997, acabó con su cobarde asesinato, de un tiro en la nuca. Sus captores hicieron culpable de la muerte de este joven al Estado por no negociar lo que ellos demandaban. Pero sabemos, y saben, que su pretexto es mentira: los daños que sufren los secuestrados son responsabilidad exclusiva de los secuestradores. La firmeza del Estado no mató al llorado Miguel Ángel Blanco. El secuestro y muerte fueron responsabilidad de eta. La firmeza del Estado acabó con algo muy distinto: con los secuestros de eta. La reacción moral de la sociedad ante este crimen fue de tal intensidad que la banda ya nunca más se atrevió a utilizar este arma criminal.

Ahora bien, la firmeza del Estado no puede derivar en falta de humanidad respecto a la suerte del secuestrado. Leonardo Sciascia narra, en su impactante obra El caso Moro, con forma de informe, la suerte de una víctima a la que sus captores convierten en intermediario de su propio secuestro, permitiéndole escribir a los poderes políticos italianos en favor de una negociación mediante la cual salvar su vida. Aldo Moro era presidente de la Democracia Cristiana italiana y el día que fue secuestrado, el 16 de marzo de 1978, se consagraba su gran logro como político, la constitución de un gobierno democristiano con el apoyo del Partido Comunista, un “compromiso histórico”. Durante su secuestro fueron asesinados su chófer y sus cuatro guardaespaldas, y finalmente él mismo fue ejecutado tras un “juicio popular”. Su cuerpo apareció el 9 de mayo del mismo año en el maletero de un coche situado en la ciudad de Roma, en una calle equidistante entre las sedes de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista.

Durante el tiempo que le mantuvieron con vida, Moro escribió entre cincuenta y setenta cartas, muchas de las cuales fueron publicadas por la prensa, como en un serial, donde con creciente desesperación pedía que se salvara su vida mediante la liberación de trece terroristas presos de las Brigadas Rojas, el grupo que le tenía secuestrado. Frente a quienes apelaban a la firmeza del Estado frente al chantaje, en primer lugar los compañeros de partido de Moro, este alegaba que en las guerras no aplica el derecho común, y que hacerlo equivalía a un asesinato de Estado, sobre su persona, en un país que había abolido la pena de muerte. El gobierno italiano se mantuvo inflexible y Moro fue finalmente ejecutado. La responsabilidad corresponde únicamente a los que le secuestraron y asesinaron, pero la muerte de Moro abrió una herida en la sociedad italiana que nunca llegó a cerrarse. La firmeza no significa necesariamente encomendarse al fiat justitia pereat mundus.

En el no menos impresionante relato que Javier Rupérez, político democristiano español, hizo de su propio secuestro por el grupo terrorista eta cuando era diputado, iniciado el domingo 11 de noviembre de 1979 y finalizado con su liberación el 12 de diciembre del mismo año, la experiencia del caso Moro es invocada con frecuencia, pues por la cercanía en el tiempo, el secuestrado no puede sino pensar en la suerte de su correligionario italiano y, sobre todo, en la desesperación creciente que manifestaron sus epístolas ante un final que sus secuestradores le fueron anunciando como indefectible. De alguna manera, los captores de Rupérez estaban emulando el modelo italiano y le presionaron para que iniciara una correspondencia con Adolfo Suárez, a la sazón presidente del gobierno de España, para facilitar la satisfacción de sus demandas en una eventual negociación. Tal como señaló Françoise Marhuenda, la persona que hizo el seguimiento al entonces diputado para facilitar la comisión del secuestro, el comando de terroristas estaba compuesto por Luis María Alcorta, José María Ostolaza y Arnaldo Otegui, pero en el juicio, celebrado diez años más tarde, no pudieron ser identificados y salieron absueltos. Rupérez señala que hay “muchos secuestros detrás del secuestro, no se acaba todo el día que recuperamos la libertad de movimientos, empieza otra historia” (Rupérez, p. 273). Nos cuenta que durante el secuestro todo le parecía bien empleado si conseguía salir con vida y que los momentos terribles en los que le decían “le han abandonado” o “está acabado” pasaron, pero continúa el miedo, “el miedo a los practicantes del terror, a los secuestradores”. Hay, además, un sentimiento difuso de culpa por haber sido secuestrado, por haber sido liberado, “por haber sido objeto de transacciones ignotas y costosas, [por] haber contribuido a poner en peligro la dignidad del Estado” (ibid., p. 277).

Los conflictos políticos, la situación normal en una sociedad pluralista, se resuelven en el ámbito de las instituciones políticas. Cuando tales instituciones no existen, entonces la gestión pacífica del conflicto se aboca a la violencia. Pero si tales instituciones existen, el recurso a la violencia queda totalmente desacreditado. El secuestro, es importante recordarlo, es inadmisible de manera absoluta y en toda circunstancia, incluso en ausencia de instituciones políticas democráticas. Si hubiera un conflicto violento en un Estado y se buscara su resolución sincera, entonces el secuestro tiene que desaparecer. Los que hablan en nombre de la paz mientras secuestran no pueden ser considerados interlocutores legítimos sino criminales en busca de lucro. El secuestro no puede justificarse en situación alguna y frente a un secuestro no cabe sino exigir la liberación inmediata de quien lo sufre.

Estas lecciones aplican a sociedades que han padecido esta lacra de forma diversa pero que encuentran en unos mismos instrumentos, el respeto incondicional de los derechos humanos y la protección de estos por el Estado, el remedio común para enfrentar aquello que Renato Sales Heredia, coordinador nacional antisecuestro de México, calificó como el “delito más perturbador, más lacerante para la dignidad de las personas y sus familias”. ~

Referencias:

Alexander, David A. y Klein, Susan (2009): “Kidnapping and hostage-taking: a review of effects, coping and resilience”, J.R.S.M., Journal of the Royal Society of Medicine, 102(1), pp. 16-21.

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Ángel Rivero es profesor titular de ciencia política y de la administración en la Universidad Autónoma de Madrid.


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