Cuestión de perspectiva

“Ya nada en el país es muy chistoso”, asegura la autora en esta crónica, que –como parte de un volumen colectivo– busca actualizar la mirada crítica de las Instrucciones para vivir en México, de Ibargüengoitia.
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En las calles por las que camino cotidianamente, a cada casa o edificio le corresponde su propia expresión de banqueta: desigual, agrietada, en declive, lisa, protuberante, amplia o estrecha, siempre con su porción ya casi anticuada de basura, la característica bolsa o botella de plástico, la bolita de papel, la caca de perro. El cuerpo debe adaptarse a la complejidad de los tramos; hay que ir mirando hacia abajo antes de que el pie dé su pisada. Yo lo olvido con frecuencia y me tropiezo o se me tuerce un tobillo. Maldigo en voz baja y busco testigos o cómplices. Suele haber alguien que hace una mueca o arquea una ceja. Yo finjo que mi distracción fue voluntaria. El dolor súbito se ha convertido en una costumbre. Me recargo en un árbol o en un muro para sobarme. Veo mi zapato, miro mi calcetín. No cuadra el azul polvoso con el gris pálido. Recuerdo la frase “cuando el destino nos alcance”; quizá este es el mío. Bajo el pie, me aliso el pantalón.

En mis caminatas no he notado que la gente se tropiece muy seguido. Los peatones parecen avanzar como si conocieran las banquetas de antemano. Han aprendido a pensar en movimiento. O sus pies están hechos a la medida de sus pasos, lo cual ya suena esotérico. Las banquetas, al menos en mi zona de la ciudad, nunca se repiten; por lo tanto, no son previsibles. La de mi edificio, por ejemplo, es arqueológica: se vislumbran las capas de diversas eras, los remiendos, el concreto fracturado y, finalmente, el abandono. En las fisuras conviven las palomas y las hormigas alrededor de las migajas de pan que les arroja todos los días desde su ventana la señora del departamento seis. Alineadas en los cables de luz las palomas bajan y picotean los trozos. A veces la señora de la casa contigua sale furiosa y las espanta con el trapo luido que siempre trae al hombro: “pájaros asquerosos”, les grita, y las palomas regresan a posarse en su cable. La señora del departamento seis se asoma. Yo me acerco a la fisura y observo el remolino de las hormigas que se amontonan y se enciman sin hacerse daño. A las palomas les cuesta más trabajo aproximarse de nuevo al pan: yo estoy parada ahí, el cuerpo inclinado para atravesar la pendiente. Pisoteo el montículo más poblado de hormigas. Continúan llegando en filas. Soy la señora que las aplasta. Son las hormigas de mi banqueta.

La siguiente no las tiene. Es una banqueta limpia y bien trazada, como si estuviera en el futuro y la mía en el pasado. Hace algunos años lucía dos jacarandas. La señora del trapo luido logró que las talaran muy tarde una noche. Cuando me atreví a reclamárselo, me respondió que no fuera metiche, que eran sus árboles: “pinches flores cochinas…”, y se metió en su casa azotando la puerta. Desde entonces no me saluda. Yo le tengo miedo; confieso incluso que les tengo miedo a todas las señoras de mi edificio y de mi cuadra. Intento ser como ellas cuando me las encuentro: “buenos días, chula, buenas tardes, linda… ¿y tu gatita?”, me pregunta alguna (antes me preguntaba por “mi mami”). Sonrío. “Todo bien”, le digo con voz cantarina. Me comienzo a alejar; coloco el pie derecho en un borde cercano. Arrastro el izquierdo. Me detengo unos instantes. Doy la primera zancada. Me prometo que esta vez no dejaré de prestarle atención al suelo. Me prometo asimismo que evitaré el incómodo sentimiento de la indignación; se ha de ver feo: seguramente frunzo el ceño y voy meneando la cabeza. Así no se entiende el mensaje cívico: soy meramente la señora de los zapatotes viejos que camina con prisa. ¿De qué me puedo jactar? Mi fatalismo apenas me da permiso de intervenir. A lo mucho, les doy de comer a los gatos callejeros, con lo cual perturbo a las señoras de mi edificio y de mi cuadra. La del departamento tres, que iba bajando por la escalera el otro día con su perro mudo, me echó en cara el olor a meados. “Hay mucho gato”, me dijo. Ahora salgo por las noches con mi aerosol potente y rocío las esquinas y las puertas. Pero la peste se vuelve a imponer. Los gatos se esconden debajo de los carros. Alguno maúlla de repente con fuerza, y le hago algún ruido para que se calle. También soy esa señora.

Ya nada es muy chistoso; quizá porque parece definitivo. Pero el problema, sin duda, he de ser yo, no la época. Las señoras de mi edificio y de mi cuadra barren sus banquetas a diario y les echan cubetazos de agua clorada y perfumada. Al mediodía aparece el camión de la basura con enormes sacos de lona atados a unos tubos y un repertorio de cumbias a todo volumen. Las señoras, las empleadas domésticas, los porteros y los muchachos de la basura sacan tambos e intercambian chistes: la célebre picardía mexicana. Me agarro de esa leyenda. Según las estadísticas que he leído, México está entre los países más felices del mundo, lo cual demuestra que el vínculo entre las emociones y la realidad es de veras flexible. “Lo triste o lo alegre de una historia –escribió Ibargüengoitia– no depende de los hechos ocurridos, sino de la actitud que tenga el que los está registrando.” Vale la pena el consejo. Los efectos acumulativos se borran si uno los relativiza: lo malo de aquí se diluye junto a lo malo de allá. Y vaya que la diferencia resulta abismal. Pero comprobarlo no produce alegría; una pizca de resignación quizá o de vergüenza; una palmadita al hombro para echarle ganas. “Nuestro país es chusco, no triste”, me comenta una amiga. A ella eso le parece el colmo de la originalidad; de lo más deseable. Yo todavía no entiendo el concepto. Sé que se relaciona con lo absurdo o con lo inverosímil y que su desenlace causa gracia. Sé igualmente que es una prueba de buen ánimo; de que uno, sabiamente, no se toma muy en serio eso que se llama vida. A fin de cuentas, nada es personal aunque le suceda a la persona de uno. Mi amiga insiste en que soy negativa y en que leo demasiados periódicos. “¿De qué te sirve enterarte de esas cosas? Son horribles… Sal. Disfruta. Valora a la gente.”

Ayer me lo propuse. Deambulé tres horas por mi barrio, no sin antes modificar o, en todo caso, suspender mi mala actitud. Busqué lo chusco. Advertí el panorama rebuscado de las banquetas. Sentí mis pies y un ligero sobresalto. Me compré una nieve para darle cierto contenido a mi paseo. Observé a la gente como si yo hubiera sido otra cosa. Fui muy amable con un señor y una niña que batallaban con una carriola y un tope. Me dieron las gracias y, sorpresivamente, los ojos se me llenaron de lágrimas. Pensé en el tiempo y en la nostalgia. Crucé Félix Cuevas con rapidez. Me dije: “aquí hay una fórmula o una parábola”. Pero no se me concedió esa magia. La conclusión, por ende, es obvia: la chusca soy yo. Ahora tengo que encontrar la manera de reírme. ~

 

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Este ensayo forma parte de la antología Nuevas instrucciones para vivir en México,

que Gris Tormenta puso recientemente en circulación.

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(ciudad de México, 1959) es poeta y ensayista. Por su libro 'Muerte en la rúa Augusta' (Almadía, 2009) ganó en 2010 el Premio Xavier Villaurrutia.


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