Es inevitable o deseable irse de cabeza o pasarse de vueltas. La temporadita en el infierno se hace mortal: el cuerpo, tan previsor, ya la da por indefinida. Lo que explica o disculpa la repetición, el deshumor, la melancoholemia. Es fácil adaptarse si hay conexión, comida y algún árbol para colgarse pero la adaptación, como todo, y nada, tiene un precio. La nada es lo más caro que hay. La adaptación consume nervios, come paciencia, devora las vidas. Te crecen aletas, se agria el cerebro. Para esquivar algo hay que ser ese algo: el virus. La inmunidad es ser él, vaya éxito. Ni tan siquiera una bacteria. Los ojos abisales apenas saben ver pantallas, estamos mutando. La memoria completa imágenes, caras tapadas, y surgen collages del pasado. Cómo culpar al algoritmo, a sus creadores, si el modelo es así. Me veo mutando: las luces del ADN se retuercen en sus goznes: las oyes crepitar en las noches de toque de queda, quizá se cumple la profecía del crujir de dientes, que se llama bruxismo, aumentan los ansiolíticos, las torundas y las dictaduras. Faltan microprocesadores y agua. ¿Qué dejas?
Mutantes. Hemos pasado del copiapega al reenviar. Un salto evolutivo. La flecha doblada de Dalí. Solo queda reenviar al otro lado. El comando de voz sirve también para obedecer a una voz.
Félix Romeo, diez años, Labordeta, Javier Tomeo, Eva Aznar Mihi. La novela Ordesa, de Manuel Vilas, mantiene a sus padres muertos con vida, doble vida extra: llevar a los muertos a todas partes, siempre encima, dentro y fuera, puede ser una definición de ser humano. Hasta hace poco un ser humano era alguien que iba con una bolsa de plástico. Félix, diez años sin ti. Creo que Félix Romeo nunca usó paraguas.
La religión mantenía a los muertos en el cielo y dejaba a los vivos seguir viviendo en su presunto presente, sin la presión de la muerte: esa es la utilidad que ha permitido a las religiones aguantar tanto tiempo. El cielo estaba a mano, como una nevera de sentido, para no tener que estar monologando con nuestros fantasmas. El éxito de los zombis no es solo por la precariedad, que todo lo explica menos a sí misma: los zombis aguantan (en paralelo al abandono de las religiones) porque se hacen cargo de nuestros queridos muertos, los colocan en un lugar manejable, en una religión fácil: están pero no hay que escucharlos ni hablar con ellos; no hay que mantener esa conversación incesante que Vilas ha clavado en Ordesa, novela metafísica.
Al eliminar el cielo, si no crees en los zombis, te ocupas de tus muertos. Si los ignoras (si puedes) desaparecen, se los come la nada, que en un mundo construido con agitación, es tan costosa de alcanzar y de mantener. Los muertos olvidados consumen la energía del mundo. La nada es el nuevo cielo y la nube es una demo. Estamos en las redes sociales como anticipo de nuestras muertes, muertos en prácticas, a ver quién nos olvida, quién nos sostiene a likes.
Vamos con Félix a ver Zaragoza, siempre a ver lo nuevo, cuando había, Montecanal, Goya 2, ideas de ciudades sucesivas, gasolineras 24h, la Expo, los ríos, los restos de un cementerio islámico en el mismo centro donde tomamos un helado y nos encontramos, restaurantes del mundo en Delicias, fin de la ciudad en Las Fuentes: Félix con el macuto de los libros para los demás (el macuto de Félix es un homenaje a los demás). No queda nada, Torosantos. Solo zombis vivos.
Félix estaba dando sentido a la cultura, el pensamiento sobre el mundo en debate permanente, análisis deambulatorio. Félix vio que todo eso, que ocurría por primera vez un milagro, se estaba hundiendo. Día a día iba siendo imposible vivir de la cultura. Había sido otro espejismo. Félix entraba en un sitio/siglo y lo entendía enseguida, lo captaba todo, lo explicaba. Explicar su muerte prematura, esa triple orfandad, como dijo Ismael Grasa –Labordeta, Javier Tomeo, Félix Romeo– es una misión pendiente, dolorosa, que ellos habrían hecho o harán. Félix llevaba a todos los que iban desapareciendo, los tenía en vilo, en vida extra.
Muchas veces en esta pandemia (sindemia), viendo las calles vacías y las tiendas pavorosamente cerradas, los bares desaparecidos, los zombis animosos que somos… pienso qué diría o dice Félix, qué nos dice de este desastre y quizá eso explicaría su ascensión a nuestros cielos desde casa de Aloma y Barreiros. Jorge Sanz, que acudió aquella mañana, se ha aprendido el núcleo de Por qué escribo, lo recitaba en el abismo que con tu lucidez veías venir. Creo que debería pensar más en Félix, mantenerlo más vivo, dejar de evadirme de tantos horrores, dejar de hacer como si no pasara nada cuando ha pasado todo. Félix exigía todo, un poco menos de cuanto daba, que siempre era demasiado; recordar aquellas intensidades ambulantes, tanto amor por la vida, y analizar en carne viva, sin miedo y, eso es más difícil, sin remordimientos. Ahora que todo es inconfesable y de ahí el olvido.
Que te estoy muy agradecido, que me llevas contigo, que Jesús Trueba ha reeditado en Plot tus “Cuatro novelas”: Dibujos animados (1994), Discothèque (2001), Amarillo (2008) y Noche de los enamorados (2012). Análisis forense del amor imposible. La salida de Torrero, cruzando la calle con el macuto, sin tráfico, alegre mañana distópica avant la lettre.
Todo esto –incluyendo la piscina– lo condensa el vídeo Too late de Abel Tesfaye, The Weeknd (2020, Cliqua), y la frase “es demasiado tarde para salvar nuestras almas”. Ahí están apretados Luis Buñuel y Sade y Discothèque en carne viva, Félix. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).