Hay, en mi opinión, dos consideraciones que casi nunca se tienen en cuenta cuando se habla de la reticencia, o el rechazo absoluto, de los países de Europa del Este a aceptar inmigrantes africanos y asiáticos, muchos de ellos islámicos. Son la historia de estos países en los últimos dos siglos y la naturaleza de las revoluciones de 1989.
Cuando se traza la línea que va de Estonia a Grecia, o para ser más gráfico e imitar a Churchill, de Narva a Nauplia, se observa que todos los países actualmente existentes a lo largo de ese eje fueron durante los últimos siglos (y en algunos casos, el último medio milenio), exprimidos por los imperios alemán (o antes por Prusia), ruso, Habsburgo y otomano. Todos estos países lucharon, de forma más o menos continua, para liberarse de la presión imperial, que podía ejercerse a través de la asimilación cultural (como en el caso de los checos y los eslovenos), la conquista imperial y la partición (Polonia), la conquista imperial tout court (los Bálticos y los Balcanes), la inclusión temporal como nación gobernante de segundo nivel (Hungría) o cualquier otra forma.
Sus historias no son más que interminables luchas por la emancipación nacional y religiosa (cuando la religión del conquistador difería de la suya, como en el caso de los otomanos y los ortodoxos o como entre católicos y protestantes). La emancipación nacional significaba la creación de un Estado-nación que, idealmente, incluyera a todos los miembros de su comunidad. Por supuesto, ninguna de las naciones era reacia, cuando se les daba media oportunidad, a convertirse en gobernante de otros Estados vecinos más débiles, por lo que no había ninguna superioridad ética válida que tuvieran en comparación con los imperios que los gobernaban, y a menudo los oprimían. La línea que separaba al oprimido del opresor era siempre muy fina.
Con el tiempo, a medida que los cuatro imperios retrocedían, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, y finalmente a principios de los años noventa, cuando el último de estos imperios, la Unión Soviética, se derrumbó, todos los países a lo largo de la línea Narva-Nauplia se volvieron independientes y casi totalmente homogéneos desde el punto de vista étnico.
Sí, ya sé que hay una excepción, Bosnia, y precisamente por ser una rareza y una excepción, la guerra civil se libró allí. Pero todos los demás países son ahora, o están bastante cerca de serlo, étnicamente homogéneos. Pensemos en Polonia, que en 1939 estaba formada por un 66% de polacos, un 17% de ucranianos y bielorrusos, casi un 10% de judíos y un 3% de alemanes. Como resultado de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto y luego el movimiento hacia el oeste de las fronteras polacas (combinado con la expulsión de la minoría alemana), en 1945 Polonia tenía un 99% de población católica y polaca. Cayó bajo el dominio de la Unión Soviética, pero desde 1989 era libre y étnicamente compacta.
De hecho, si definimos los ideales nacionales como (a) cero miembros étnicos fuera de las fronteras del país y (b) cero miembros de otros grupos étnicos dentro de las fronteras, Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Eslovenia y Grecia (con una población total de casi setenta millones) cumplen estos dos criterios casi a la perfección. Le siguen de cerca Hungría, Lituania, Croacia, Serbia, Albania y Kosovo (con una población total de unos treinta millones), que cumplen casi a la perfección el criterio (b); Estonia, Letonia, Bulgaria, Macedonia y Rumanía (unos treinta millones) cumplen el criterio (a), pero tienen minorías relativamente importantes dentro de sus fronteras. El resultado es que la mayoría de los países que se extienden desde el Báltico hasta los Balcanes tienen hoy en día poblaciones casi totalmente homogéneas dentro de sus fronteras, es decir, satisfacen tanto (a) como (b), o solo (a).
¿Qué harían los inmigrantes? Disolverían esa homogeneidad, socavando así el objetivo clave por el que estos países lucharon durante varios siglos. Esta vez la heterogeneidad étnica no sería impuesta desde el exterior por uno de los imperios conquistadores sino que, insidiosamente, vendría desde dentro en forma de migrantes de diferente cultura, religión y, lo que es más aterrador a los ojos de los locales, personas cuyas tasas de natalidad superan significativamente las anémicas, o incluso negativas, tasas de crecimiento de la población nativa. La migración aparece así como una amenaza para la independencia nacional que tanto ha costado conseguir.
La segunda consideración está relacionada con la primera. Tiene que ver con la naturaleza de las revoluciones de 1989. A menudo se interpretaron como revoluciones democráticas. Así, el actual “retroceso” de los países de Europa del Este hacia el autoritarismo abierto o encubierto se considera una traición a los ideales democráticos o incluso, de forma más amplia y extravagante, a los ideales de la Ilustración. La negativa a aceptar a los inmigrantes se considera una contradicción respecto a la naturaleza de las revoluciones. Sin embargo, eso se basa en una lectura errónea de las revoluciones de 1989. Si se las considera, como creo que debe hacerse, revoluciones de emancipación nacional, simplemente como el último despliegue de una lucha de siglos por la libertad, y no como revoluciones democráticas en sí mismas, las actitudes hacia la migración y los llamados valores europeos se vuelven totalmente inteligibles. Estos valores, a ojos de los orientales, nunca incluyeron la heterogeneidad étnica dentro de sus fronteras. Para los occidentales esto puede ser una implicación obvia de la democracia y el liberalismo, pero no para los orientales a los que se les pide que arriesguen su logro clave para satisfacer ciertos principios abstractos.
Cuando se produjeron las revoluciones de 1989 fue fácil fusionar los dos principios: nacionalista y democrático. Incluso a los nacionalistas más duros les gustaba hablar el lenguaje de la democracia porque les daba mayor credibilidad internacional al parecer que luchaban por un ideal y no por estrechos intereses étnicos.
Pero era una democracia de conveniencia, no una democracia por elección. Fue similar, por poner un ejemplo no europeo, a la revolución argelina, que también fue vista por sus protagonistas no como una revolución nacional sino fundamentalmente como una revolución democrática. Y, en efecto, cuando se tiene una mayoría abrumadora a favor, los dos objetivos, el nacional y el democrático, pueden circular juntos y confundirse fácilmente. Solo cuando hay que tomar decisiones difíciles, como ahora, podemos ver mucho más claramente cuál de los dos era realmente la fuerza motriz. Y cuando vemos eso, no podemos sorprendernos de la aparente obcecación de los Orbans, Kaczynskis, Zemans y muchos otros. Es la incapacidad de verlos en el contexto adecuado lo que ha cegado a las élites orientales y occidentales ante la realidad. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en el blog del autor, Global inequality.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).