Un premio para Alfredo

La FIL, con su vocación pedagógica, no puede normalizar el plagio como una práctica menor, una picardía intrascendente a la que tienen derecho los grandes autores.
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Algunos son francamente divertidos. Por ejemplo, el que le robó a Ángel Esteban, un académico español, quien publicó un texto titulado “Mi amigo Bryce Echenique” en el Ideal de Granada y que Bryce copió parcialmente para alabar el valor de la amistad, en abstracto, en un artículo que además publicó dos veces, en La Nación de Argentina y en la revista Somos de El Comercio de Lima.

Otros son truculentos, como el caso de Herbert Morote, un ensayista peruano residente en España que le envió a su paisano Bryce Echenique un libro manuscrito sobre los males del Perú para saber su opinión. A Bryce debió de parecerle muy bueno, ya que publicó como suyo el capítulo dos del volumen, dedicado a la desastrosa educación de su país. Morote le exigió una explicación y Bryce se vio obligado a publicar una carta en El Comercio de Lima en donde decía que para la elaboración de su texto “La educación en ruinas” le había sido de mucha utilidad el libro de Morote Pero… ¿tiene solución el Perú?. Este, insatisfecho con la carta, vagamente cínica, lo acusó de haber copiado literalmente al menos el ochenta por ciento de su trabajo original, con leves retoques de estilo, y lo demandó, pero perdió el juicio. Para el jurado, no se pudo demostrar la preexistencia de su texto (pese a que Morote presentó la declaración jurada de otras cuatro personas que también recibieron el manuscrito para enriquecerlo con sus comentarios y lecturas, práctica normal entre escritores). Además, el crítico Julio Ortega, en apoyo de Bryce, elaboró un “dictamen filológico” que aseguraba sin duda ninguna que el texto en litigio tenía el estilo inconfundible de Bryce. Envalentonado por este triunfo judicial, Bryce hizo declaraciones dignas de sus personajes más repelentes, esas señoritas limeñas habituales del Country Club que desprecian clasistamente al resto de sus ciudadanos, acusando a Morote de querer vivir de su fama y buen nombre.

Este juicio, sin embargo, de amplia publicidad en Perú, celebrado en el año 2006, destapó la caja de Pandora, y gracias a diversas investigaciones periodísticas, los plagios empezaron a multiplicarse como panes que son peces bíblicos. El analógico ensayista Bryce Echenique no estaba preparado para el nuevo mundo digital. Los textos copiados superan la treintena. Algunos, burdos copy-paste, incluido el título. En dieciséis casos, existe ya una condena en firme por el organismo encargado de la protección intelectual en el Perú, que obliga además a un pago de cincuenta mil dólares. Bryce recusó no alegando su inocencia, que grita en público, sino errores de procedimiento jurídico. El caso sigue su laberíntico curso por los pasillos de la justicia peruana.

Al calor de estos hechos, Julio Ortega volvió a romper una lanza por su amigo y en un artículo en El Comercio de Lima en agosto de 2007 defendió el plagio como un arte, glosó su genealogía y justificó esta práctica como una valiente desmitificación del autor, como hace Bryce en sus novelas con el yo narrativo. Y entre bromas y veras reveló un secreto entre ambos, un juego literario: el prólogo a los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, que firma Bryce, en realidad lo escribió Ortega. Remata, con humor, que nunca había escritor mejor.

El caso más sonado fue el del exembajador del Perú en la ONU, Oswaldo de Rivero, quien acusó a Bryce de publicar como suyo un detallado análisis de política internacional que el diplomático había publicado con anterioridad en la revista Quehacer. Bryce, ante el renombre de su nueva víctima, acusó en carta pública a su secretaria de haber confundido los archivos en su envío al periódico.

Bryce ha plagiado lo mismo a reconocidos autores españoles, como Sergi Pàmies, que a oscuros académicos. Sus gustos como plagiario van de la geopolítica, de preferencia políticamente correcta, como el declive del poder americano (a Graham E. Fuller en La Vanguardia), a la vida cotidiana, como el uso social del tabaco (a Eulàlia Solé, también en La Vanguardia). Pero, claro, su especialidad es la alta disquisición literaria, con temas de tanto vuelo como la correspondencia de Pound y Joyce (a Odile Baron Supervielle en La Nación) o la angustia de Kafka (a Juan Carlos Ponce en Jano).

En el Perú incluso se busca el primer plagio documentado de Bryce, el robo primigenio. Uno de sus primeros es curioso porque revela su modus operandi. A la muerte de Julio Cortázar, Guillermo Niño de Guzmán, un lúcido narrador y crítico peruano, escribió una apasionada despedida titulada “Cortázar, enormísimo cronopio”, que reapareció como texto de Bryce años después en un libro recopilación de ensayos (Crónicas perdidas, Peisa, 2001) bajo el título “Rayuela, Cortázar y un Cronopio muy grande”. Bryce coincidió con Julio Cortázar en París y tenía en su propia vida material de sobra para hacer un gran ensayo sobre su amigo Cortázar, pero prefirió retocar los adjetivos y la sintaxis de un texto ajeno.

Bryce es un narrador interesante, pero dueño de un único registro: la burla cómplice de la clase alta peruana, cuya oralidad desdeñosa ha registrado literariamente para siempre. En el culto a la celebridad literaria en el que vivimos, el nombre del autor de Un mundo para Julius se convirtió en un reclamo, perseguido por editores de toda condición, como ha señalado Fernando Escalante Gonzalbo. Y él, incapaz, por las razones que sean, de escribir profesionalmente en los periódicos, en lugar de guardar un honroso silencio, buscó una salida falsa a esta exigencia de la “cultura del espectáculo”.

Curiosamente, el Premio FIL ya no se llama Juan Rulfo porque Tomás Segovia dijo en el discurso de aceptación que había algo de milagroso en el talento de Rulfo, lo que indignó a su familia. En realidad, Segovia estaba haciendo un elogio de Rulfo al decir que no era un intelectual, sino un artista, que tuvo la honestidad de resistir a los cantos de sirena del mercado editorial, consciente de que su obra se limitaba a dos prodigios. Entereza de la que Bryce carece.

Amigo de sus amigos (salvo cuando los plagia), juerguista infatigable, gran conversador, narrador de fuste, Bryce encarna lo mejor y peor del mundo de las letras. Su obra narrativa seguirá leyéndose por sus altos méritos, pero su obra ensayística está inmersa en un deshonroso torbellino. La FIL, con su vocación pedagógica, no puede normalizar el plagio como una práctica menor, una picardía intrascendente a la que tienen derecho los grandes autores.

Ante el abismo moral de premiar a un no-amigo, con las impredecibles consecuencias que este acto extraño podría tener, el jurado del premio FIL le ha hecho un muy flaco favor a la mayor feria del mundo en español. Lo peor es que para cualquiera enterado de los usos y costumbres del mundo literario no resultará difícil reconstruir las deliberaciones de un jurado integrado por Julio Ortega, amigo y aval de Bryce en las duras y las maduras, y por Jorge Volpi, cuya trayectoria se podría injustamente resumir así: donde las hay, las toma.

Por último, a modo de sugerencia, una pequeña lista de autores en lengua romance: José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde, Elena Poniatowska, Roberto Calasso, Antonio Cisneros, Ricardo Piglia, Jean Echenoz, Pierre Michon, Claudio Magris, Félix de Azúa, Quim Monzó, Norman Manea, Enrique Vila-Matas, Jorge Edwards, Javier Marías…, con más obra y honestidad que Alfredo Bryce Echenique.

 

[Este texto aparecerá publicado en el número de octubre de la revista]

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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