Diez casas y media

Entre 2010 y 2021, el autor vivió en más de una decena de pisos en Madrid. Este ensayo inmobiliario y autobiográfico es también una crónica de amores y desamores.
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C/ Caroli. Septiembre-diciembre de 2010

Es mi primer año de carrera y vivo en una oficina. Es realmente una vivienda, pero mi tío la usa como su oficina. En mi habitación hay tres enseres. Un sofá-cama de 80 cm de ancho, un escritorio desproporcionado que parece una mesa de operaciones y un flexo rígido, ingenieril, funcional. No enciendo nunca la lámpara de techo, que es un halógeno blanquísimo. Tampoco subo nunca las persianas. Mi ventana da a las zonas comunes de la urbanización y si alguien me ve descubrirá que vivo en una oficina. Como no hay agua caliente y la cocina no está habilitada (está llena de trastos y fresadoras y máquinas extrañas que no entiendo), me ducho y hago las comidas en el piso de mi tío. Las duchas son con agua tibia. Las comidas son austeras. El menú está cerrado. Para cenar siempre hay sopa, siempre de brick y siempre sin fideos ni tropezones de ningún tipo (mis amigos llaman a mi tío El Sopas.) De segundo, unas lonchas de lacón crudo y unas nueces o pistachos. A veces después de cenar, como me quedo con hambre, voy al Telepizza de enfrente, pido un menú individual por 5,95 euros y me lo como tirado en la cama; un día mi tío vio la caja y se ofendió ligeramente. Otras veces, si el consomé me ha saciado, me quedo a leer o a estudiar con mi tío. Cuando no ve documentales en la tele, lee grandes manuales en la mesa del salón. En su biblioteca hay libros como Historia de los inventosMasers y Lásers, Los computadoresLa técnica del esquíInyección de gasolinaManuales de identificación: Árboles, How to become a pilot, Latex: una imprenta en sus manos.Hay un libro sobre instalación de calderas, pero también obras de Gorki, Shólojov, Chéjov, Stendhal, Flaubert, Zola, Clarín, Galdós. A mi tío le debo dos obras que me introdujeron de adolescente en la alta literatura: El lobo estepario La Regenta.

Soy feliz, a pesar de que acabo de atravesar mi primera ruptura amorosa. María quería que me quedara en Murcia a estudiar periodismo. A los dos días de mudarme a Madrid, cortamos por teléfono. A la semana me había olvidado. Tres meses después mi tío y yo también cortamos. Mi madre, que le enviaba dinero para mi manutención, me llamó un día y me dijo que tenía que buscarme otro sitio. No pregunté por qué. Mi tío y yo nunca hablamos del tema. Tengo algunas teorías sobre lo que ocurrió: mi cuarto estaba siempre desordenado, no supe adaptarme a la Cultura del Consomé, él estaba muy acostumbrado a vivir solo, nunca he sido muy eficiente al colocar la vajilla en el lavaplatos, una de sus grandes obsesiones. Hoy somos grandes amigos.

C/ Residencia (San Lorenzo de El Escorial). Enero-junio de 2011

Ya no vivo en una oficina sino en un albergue. He llegado a él por recomendación de mi primo, que se alojó aquí hace años cuando trabajaba para el arboreto de El Escorial, una especie de vivero o jardín botánico. Es un edificio horrible, que intenta ser neoherreriano y se queda en sanatorio de tuberculosos u hogar de huerfanitos del régimen. Me evoca conceptos como estos: Auxilio Social, Instituto Nacional de Vivienda, psiquiátrico para jovencitas descarriadas, Patronato de Protección a la Mujer, justicia social franquista, Monte de Piedad, siente a un pobre en su mesa.

En las primeras plantas del albergue se alojan peregrinos, excursionistas, alumnos de viajes de estudios, a menudo discapacitados mentales; por la noche se escapan de las habitaciones y gritan y aporrean las puertas, por el día comen con el resto de residentes y yo intento hacerlo rápido y no mirarles a los ojos. En la última planta nos alojamos los permanentes, los que no estamos de paso. Hay estudiantes del Real Centro Universitario Escorial María Cristina, que está adscrito a la Universidad Complutense; dan clase en el antiguo Cuartel de Inválidos y Voluntarios a Caballo. Hay profesores de institutos y colegios de la zona, varios trabajadores del arboreto. Está Manu, que fue reclutado de niño por la Escolanía del Escorial, el coro e internado que hay en el monasterio. Una comitiva de la escolanía viajó por varios pueblos de España en busca de niños con buena voz; a él lo captaron en su pueblo de Ciudad Real, Villanueva de los Infantes. Manu vivió en el monasterio hasta la mayoría de edad, cuando hizo una breve incursión en el seminario hasta que se dio cuenta de que no era lo suyo. Cuando lo conocí, tenía un grupo de rock progresivo que hacía también sketches estilo Monty Python o Martes y Trece. Estudiaba composición en el Conservatorio de Madrid y filología en la Complutense. Veíamos películas, muchas de las nominadas de los Óscar. Monté con un amigo de la carrera una web de cine y me tocó hacer la cobertura de los premios. La gala de ese año la vi en el comedor medio a oscuras porque era donde había buen wifi; en mi habitación, la última del último piso, no llegaba la señal y apenas la calefacción: un día intenté arreglar el radiador y lo rompí y mi cuarto se inundó de agua hirviendo. Pero estaba feliz: desde la ventana podía ver la nieve del monte Abantos.

Y luego estaba P., que era profesor de inglés en un colegio de un pueblo cercano y se autoproclamó, sin mi consentimiento, mi mentor. Llamaba a mi puerta gritando “me aburroooo”, se tumbaba en mi cama y se quedaba ahí divagando durante horas. Me hablaba de sus obsesiones: los templarios, los masones, la Papisa Juana, las mujeres italianas. Estaba escribiendo una novela histórica en la que un masón se va infiltrando poco a poco en el Vaticano y acaba convertido en papa. Le fascinaban las conspiraciones, pero sobre todo el poder. La idea que tenía de él, cuando no era una fantasía de novela barata, era muy española: decía que tenía un amigo en Estrasburgo que lo podría colocar en alguna institución europea, otro conocido que le garantizaba un puesto buenísimo en la Junta de Extremadura. Veía las películas dándole al fast forward y cantaba en la ducha para que lo escucháramos desde el pasillo. Quería demostrar a todo el mundo que era muy feliz cuando estaba muy claro que no lo era.

C/ Paseo de los Jesuitas. Septiembre de 2011-junio de 2014

Me mudo con un amigo de la carrera a su piso de Puerta del Ángel. Dani es canario, todavía hoy parece que tiene dieciséis años. Hablamos de política, literatura, cine, jugamos al Pro evolution soccer. Es muy ermitaño. A veces se pasa dieciséis horas metido en la cama. Si llamas a la puerta te escucha, pero no contesta porque no quiere abrir. Está leyendo los cuentos completos de Chéjov.

El otro inquilino de la casa es Ross, un estadounidense de Indiana. En Indiana solo hay manzanas, decía. Es pelirrojo, fan de Almodóvar y de La Movida (tenía un gag muy divertido, sobre todo porque lo hacía con su acento del Midwest: se ponía dos pelotas como tetas bajo la camiseta y las agitaba diciendo “¡esto sí que es la movidaaaaa!”). Ross invita mucho a sus amigos estadounidenses. Está Alex, que ahora es Ale: no es trans sino algo aún más complejo, Dos Espíritus, algo así como queer indígena (pero es de Indiana y más wasp que la tarta de manzana). Viene mucho Marta, que a veces se queda a dormir en nuestro salón y que me introduce en LCD Soundsystem, la psicodelia y el buen gusto en general. Quien más nos visita es Mike. En su casa no tiene agua caliente y se ducha en la nuestra; como compensación, nos cocina enchiladas, su padre es mexicano. Estuvo viviendo conmigo una semana Maitane, a quien conocí creo que por Badoo. Su casero la había echado no sé por qué y no tenía dónde quedarse. Cuando finalmente me dijo que se volvía a San Sebastián, la acompañé a la estación. En la puerta del autobús estaba esperándole su ex con un ramo de flores. La noche anterior le había pedido matrimonio. Esa noche la llamé para que me explicara un poco la situación y me dijo que no sabía aún qué contestarle. No volvimos a hablar.

Después de Ross vino otro estudiante estadounidense. En Estados Unidos estaba dentro del armario pero en Europe se liberó. Salía de fiesta solo y una vez me llamó a las cuatro de la mañana llorando porque le habían roto una botella en la cabeza. Lo llevé al hospital y quedó fascinado con la sanidad pública. Como agradecimiento, me compró una caja de chocolatinas Reese’s de dos kilos. Engordé muchísimo ese año. Después de él, vino Marcos. Era un tipo enorme, llevaba pantalones cortos hasta en invierno y su único abrigo era una sudadera fina. Su cuarto era una ciénaga; olía a fermento y a sudor y a comida podrida y nunca subía las persianas ni abría la ventana. Estudiaba física y matemáticas pero dedicaba todo su tiempo a jugar al videojuego League of legends en el ordenador. Solía comer sobre todo dos cosas: bocadillos de lomo con queso y pizzas. Compraba diez bocatas y los almacenaba; cuando pedía pizza, pedía siempre dos, una para cenar y otra para desayunar, porque trasnochaba jugando. Un día le pregunté quién era el presidente de España y me dijo “el rey Juan Carlos”. Otro día me invitó a su cumpleaños. Fue en el Taco Bell.

Interludio murciano

He vuelto a Murcia. Vivo con mi padre en Cabezo de Torres. Empiezo a trabajar en Letras Libres a distancia. Todos los meses vuelvo unos días a Madrid por trabajo; estoy deseando volver definitivamente.

C/ Algodonales. Abril de 2015-noviembre de 2016

Vivo solo por primera vez. Es un cuarto de escobas pero es mi cuarto de escobas. Las ventanas son diminutas, pero entra el sol y veo las Cuatro Torres. Está sin amueblar, así que tengo que comprarme mi primer sofá. Me parece un acto muy solemne, tanto que escribo un artículo: “Cuando uno compra un sofá es porque quiere sentar la cabeza en él.”

Vivo solo y estoy muy solo. Manu sigue en El Escorial. Los americanos en América. Mike se ha casado con una chica española y hace vida de casado, de muy casado. Mis amigos de la carrera han vuelto a sus ciudades o nos hemos distanciado. Me abro Tinder y conozco a A. Es de Lérida y está haciendo un máster de edición en Madrid. Llevo varios años sin follar. En la primera cita se me queda el condón dentro de ella y pensamos que está embarazada. En la segunda cita me dice que es bisexual y poliamorosa. En la tercera voy convencido de que voy a cortar. Mike me pasa un disco que dice que me ayudará en la ruptura: Blood on the tracks de Bob Dylan. En su momento no me parece nada dramático escuchar un disco de divorcio para cortar con una chica a la que he visto dos veces. En la cita ella se explica: será monógama conmigo. La relación va rapidísimo: a los dos o tres meses ya estoy en Lérida visitando a los padres; su padre tiene una granja de codornices y en la casa siempre huele a cerdos, hay un criadero cerca. Como A. termina el máster y se vuelve a Cataluña, le digo que me voy con ella. No, pero antes quiero ir a Londres unos meses, me dice. Me voy también contigo, le respondo. Es lo que años después se llamará en internet golden retriever boyfriend. Le vendo mi sofá a la casera, dejo mis cosas en un trastero (básicamente libros) y nos vamos a Londres juntos, una escala de dos meses antes de mudarnos a Barcelona.

Interludio londinense

Vivimos en una habitación. A. va a clases de inglés y yo escribo mis columnas y me paseo por la ciudad. No es mi primera vez: hice prácticas en la revista Esquire, estuve varios veranos de intercambio. Las cosas se van erosionando; empiezo a darme cuenta de que he confundido el amor con el miedo. Ella empieza a notarlo. Quedo un par de veces con una amiga que vive en Londres y A. se pone celosa y me confiesa que me ha espiado los mensajes del móvil. Nos peleamos y cortamos. Todavía nos quedan dos semanas de apartamento y tenemos que seguir conviviendo. Nos reconciliamos. Al volver a España, nos damos un tiempo.

C/ Paseo de San Francisco de Sales. Enero-abril de 2017

Luis me aloja mientras pienso qué hacer con mi vida. Es la mejor casa en la que he vivido desde que me independicé de mis padres. ¡Tiene secadora! Y mucha luz. No recuerdo mucho. Conversaciones con Luis, que es muy formal y tiene pijamas de rayas y se toma un té verde todas las noches antes de dormir, y fiestas en el colegio mayor Chaminade. Hago un viaje a Barcelona y A. y yo cortamos definitivamente. Se lo toma tan bien que me arrepiento: qué chica tan madura. Los padres de Luis van a vender la casa por una millonada y me tengo que marchar. Empieza otra ronda de contactos.

C/ Ribera de Curtidores. Abril-mayo de 2017

Vivo en el piso donde más tarde se instalará la protagonista de La virgen de agosto, la película de Jonás Trueba. Esta sí que es de verdad la casa más bonita en la que he vivido. Techos altos, seis o siete balcones, suelos hidráulicos, decoración minimalista. Está en la calle del Rastro: silencio sepulcral durante la semana, bragas a dos euros los domingos desde primera hora de la mañana. Mi habitación es la de una actriz que se ha ido a Suiza unos meses; convivo en la casa con su pareja, un director de cine. Tiene muy buena mano con la cocina y me aprovecho; soy un posadolescente caprichoso. Me paso el día en el balcón, mirando a la gente pasar, como el personaje de Eva en la película. Mi vida es extrañísima. Por ejemplo, me invitan a Ucrania como periodista para cubrir los preparativos de Eurovisión, pero no me invitan a la gala. Quedo varias veces con una chica. Me lanzo demasiado pronto y me hace la cobra. Mi desesperación tiene menos que ver con ella que con el piso: quiero acostarme con ella para que lo vea. Si no le gusto yo, al menos le gustará mi casa. El director de cine está montando un documental y es un carrusel de emociones. Una madrugada llama a mi puerta y me dice que me tengo que ir. Creo que altero su equilibrio emocional-artístico. Aún no he visto su película.

C/ Vallehermoso. Mayo de 2017-noviembre de 2018

Es un séptimo en una calle arbolada. Todo el piso está pintado de verde olivo excepto mi habitación, que es una mezcla de gotelé blanco, gotelé azul claro y gotelé beige. Entra un sol que ciega, pero también mucha brisa. Hay un trasiego de inquilinos, excepto uno de ellos que lleva años ahí.Trabaja de escenógrafo para el teatro, siempre está haciendo manualidades y maquetas. Tiene el pelo larguísimo, se pasa la mitad del año sin camiseta, es vegano y se cocina unos pasteles sequísimos de frutos secos y avena, que mastica lentamente y con resignación. Es lo que imagino que comen los sherpas que suben el Everest. Su habitación es una cama individual y un montón de esterillas de yoga. Al poco de mudarme se muda su novio con él. Es un bailarín latino que conoció en el teatro. Está viviendo ilegalmente en España y no se atreve a salir a la calle por si le detienen. No paga alquiler y a mí me da igual, pero él se siente tan culpable que me compra dulces y regalos las pocas veces que se atreve a salir al exterior. En la otra habitación vive una chica peruana, también actriz teatral y directora. Gracias a ella me obsesiono con la huancaína, una salsa que echo hasta a los espaguetis. Me convierto en su confidente. Viene a verme al cuarto a hablarme de amores y desamores, del consumo de cocaína en la farándula. Me enseña fragmentos de la obra de teatro de metaficción estilo Pirandello que está escribiendo. Ella interpreta a una especie de Lady Macbeth que resucita y el resto de actores se lo reprochan. Una vez me pilla masturbándome (suele entrar a mi cuarto sin llamar) y actúa con total normalidad: tengo hermanos, me dice.

C/ Olivar. Noviembre de 2018-septiembre de 2019

A la semana de mudarme a Vallehermoso me acosté con Y. En mis diarios de entonces la llamaba Y. Tengo un amigo que la llama “la canónica”. Nuestro primer encuentro fue meses antes, vía inmobiliaria. Anuncié en Facebook que buscaba piso y me dijo que ella tenía subarrendada una buhardilla en Huertas a un tipo alemán que se marchaba ya. Le dije que me interesaba; en realidad me interesaba ella. Me recibe el alemán comiéndose un plátano. Decepcionado porque no está ella, hago el paripé de mirar el piso rápidamente, no me asomo ni a la cocina ni al baño. Luego Y. y yo empezamos a salir. Velocidad sideral. Chica expansiva y atrabiliaria. A los pocos días, ya me regala un libro, me invita a no sé qué, me integra radicalmente en su vida. Al año nos mudamos juntos. Piso precioso en Lavapiés, propiedad del tío de una amiga suya, precio también amigo. No uso el metro, voy caminando a todos lados. Parece que estoy en un pueblo: mis amigos llaman al timbre para decirme que baje. Otras veces llaman al timbre y una voz dice “policía”, abres pero no sube nadie, son camellos que usan el rellano para trapichear. La cocina está en un armario. Hay dos balcones. Desde mi despacho, porque tengo despacho, veo los tejados de Madrid. La casa está llena de plantas, esquejes, muchas semillas de aguacate en vasos. Hay pósters de cine: Lancelot du Lac de Robert Bresson (suyo), Umberto D. de Vittorio de Sica (mío). El calendario de la programación de la Filmoteca en el frigo (la tenemos al lado, vamos mucho), postales y reproducciones de cuadros de Bonnard y Vuillard, los pintores favoritos de Y. Recortes de Monica Vitti, su actriz fetiche, sobre todo en las películas de Antonioni. Una de tantas red flags. Muchos libros, todos mezclados y sin criterio. El primer libro que escribí lo escribí en este piso. Pareja insoportable, esnob, aspiracional, parodia precaria de Rohmer.

Interludio californiano.

En la primavera de 2019, Mike se divorcia. En verano, organiza un viaje en la furgoneta de su hermano por California y Oregón, que es lo que hay que hacer si te divorcias a los veintiocho (recomiendo hacerlo cuanto antes, así te lo quitas de encima). Manu y yo nos acoplamos. En mitad de ese viaje, en San Francisco, Y. me llama para decirme dos cosas. La primera: que se había acostado con un amigo suyo y se había enamorado de él. La segunda: que el dueño de nuestro piso se acababa de divorciar y se mudaba a la casa, por lo que nos teníamos que marchar. A la mañana siguiente me bañé en un río de agua glaciar en el parque nacional de Yosemite, justo debajo de la roca de El Capitán.

C/ Bravo Murillo. Septiembre de 2019-julio de 2020

Me paso el día tumbado con el ventilador en la cara. El colchón se va deshinchando. Hay una ola de calor en Madrid a pesar de que estamos en septiembre. En mi habitación no hay nada, todavía no he deshecho la maleta del viaje a California. La casa está también medio vacía, aunque es preciosa, enorme, todo ventanales. Hay una isla en la cocina, algo que nunca supe que quería hasta que lo tuve. Es la casa que compró Mike con su mujer. La imaginaron con niños correteando por ella; en su lugar estoy yo en calzoncillos cargando el ventilador de una habitación a otra. Es un piso de despechados. Jugamos al FIFA, vemos Seinfeld, Mike cocina recetas elaboradísimas, hay alguna que otra fiesta, muchas sesiones de terapia conjunta. Una entrada de mi diario de esa época: “Por la noche, Mike y yo leemos a Philip Roth. Guys being dudes. Yo voy alternando la biografía de Blake Bailey con El lamento Portnoy. Él lee La lección de anatomía.

La casa, que es enorme, se convierte en lugar de peregrinaje de amigos de todos lados. Nunca he estado más feliz. En Navidad, invito a mi familia a comer (primera y última vez que pude hacer eso) y Mike cocina un estofado del que todavía habla mi hermana a menudo. En el Día de Acción de Gracias vienen sus padres de visita y se convierten también en mis padres durante unas semanas. Están abriendo un McDonald’s justo debajo de casa y les hace mucha ilusión. Ven fútbol americano en la tele y la madre de Mike dice que tiene football tourettes: solo se le escapan palabrotas cuando ve fútbol. El resto del tiempo es la típica madre estadounidense que pone a enfriar la tarta de manzana en el alféizar. Este es también el piso de la pandemia. Lo tengo muy registrado en vídeo. Hice cortos, entrevistas a Mike, lo puse a medio actuar. Durante todo el confinamiento había un andamio en la fachada, me solía subir a él para grabar la ciudad y el interior de la casa. Mike hizo un podcast sobre dejar de fumar, una mezcla de historia del tabaco y relato autobiográfico de su mono. En el último vídeo de la casa, en el verano de la pandemia, nos abrazamos entre las cajas de la mudanza. Hemos encontrado un piso cerca que no tiene tantas cargas: un divorcio y una pandemia no son cualquier cosa.

C/ Nuestra señora del Carmen. Julio de 2020-julio de 2021

La mudanza es fácil porque nos movemos cuatrocientos metros. El edificio es todo de una misma empresa; en la última planta tienen la oficina. Los empleados parecen todos familia, endogamia cayetana. Otro piso vacío, lo vamos llenando poco a poco. Casi todo es de Mike. Como en el anterior, me aprovecho de su estilo de vida. Yo tengo muy pocas cosas, él tiene hasta muebles hechos por su padre, que es ebanista. De nuevo, mucha luz. Una ventana del suelo al techo en el salón. Da a una plaza que está siempre llena de niños; un día Ortega Smith, de Vox, da un discurso sobre la violencia en el barrio mientras los niños juegan a la pelota. Hay comuniones, fiestas de cumpleaños, algún que otro predicador evangelista, jubilados leyendo el periódico y muchas palomas. Este es el piso de Filomena. Mike está en Estados Unidos y paso toda la semana solo, saco el colchón al salón para dormir viendo la nieve por la ventana. Justo un año después, Mike se muda con su nueva chica, una estadounidense de Iowa. Hacen tan buena pareja que parece que llevan juntos desde el instituto. Al principio pienso en quedarme en este piso, pero no quiero compartir con desconocidos. Abro Idealista y comienzo un proceso irreversible de radicalización que me ha ido convirtiendo poco a poco en el Unabomber.

Coda: Tetuán, parte 4. Julio de 2021-actualidad

Nunca antes había vivido tanto tiempo en el mismo sitio, ni siquiera de niño. Si entre 2010 y 2021 me mudé once veces, entre 1992 y 2010 fueron casi diez. En este último piso, de nuevo en Tetuán y de nuevo solo, he pasado la frontera de los cuatro años, nunca antes superada. En él solo hay plantas y libros. Hay tantas plantas que no me sorprendería tener paludismo. En él ha habido dos rupturas, una al principio del contrato, otra casi al final. Pero he sido muy feliz. Aquí escribí un libro sobre mi padre. Para mis amigos valencianos, es su refugio madrileño; me gusta haber repartido copias de mis llaves indiscriminadamente. Mi casa es tu casa.

El año que viene me subirán el precio. Acepto mecenas, patrocinadores, donaciones o sugar mommies. Todo el mundo a mi alrededor está igual. Es la conversación más recurrente. Cuánto te queda de contrato. Qué vas a hacer si te suben el precio. No podría volver a compartir con extraños. Pero creo que sí podría volver a mudarme. Es lo que llevo haciendo toda la vida. ~


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