El 21 de agosto de 1936 el diario ruso Izvestia publicó una carta abierta de Iliá Ehrenburg (1891-1967) a Miguel de Unamuno (1864-1936) en la que el periodista y escritor soviético, que cubriría para el periódico la Guerra Civil española, recriminaba indignado al aún rector de Salamanca su postura intelectual frente a los acontecimientos que se estaban produciendo en España y su claudicación política ante los sublevados, además de su insensibilidad en relación con los problemas sociales (en especial el hambre) que padecía buena parte de la sociedad española. Incidía Ehrenburg en la entrega de las célebres (a la postre) 5.000 pesetas por parte de Unamuno a las fuerzas del bando nacional, un dinero destinado no precisamente a crear escuelas sino, según denunciaba Ehrenburg, a encender hogueras, autos de fe como el organizado en la Plaza Mayor de Tolosa donde, una vez saqueada la biblioteca municipal (o bien, según otros testimonios, una escuela), los rebeldes habían quemado muchos de los libros que albergaba.
((Al parecer, el suceso se había producido el 11 de agosto, según refirió el periodista Eladio Esparza, que fue testigo de la pira, en un reportaje publicado al día siguiente en el Diario de Navarra. Véase Mikelarena 2017: 330-331.))
La carta de Ehrenburg vio la luz en las páginas de Izvestia, no en el Pravda, pese a lo que se ha venido repitiendo en numerosas fuentes.
{{Agradezco, por cierto, a Manuel Padilla-Moyano su asistencia en la identificación del número del periódico en el que apareció la carta así como la remisión, desde los fondos de la Biblioteca Nacional de Rusia, de una copia digital}}
A los pocos días, el 30 de agosto de 1936, se daba a conocer una primera versión española en el diario El Pueblo (Diario de Izquierdas) de Valencia, que había fundado en 1894 Vicente Blasco Ibáñez. Un par de semanas más tarde, la revista El Mono Azul, hoja semanal de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, difundió la carta de Ehrenburg en su número 4 (fechado el 17 de septiembre de 1936). Es en El Mono Azul donde se indica erróneamente la fuente del texto original en ruso. Las versiones en español difieren en algunos detalles sustanciales, lo que hace pensar que fueron obra de manos distintas. La primera lleva por título “Carta dirigida a Miguel de Unamuno”, la segunda “Carta de Ilya Ehrenburg a don Miguel de Unamuno”. La versión de El Pueblo incorpora una entradilla de la redacción, según la cual “el gran escritor y periodista soviético Ilya Edemburg (sic), que hace muy pocos meses estuvo en España, ha publicado en los diarios de Moscú la siguiente ‘Carta abierta’, dirigida a Miguel de Unamuno. Con su estilo seco y tajante diseña la triste figura del de Salamanca”. La escueta introducción del diario termina con un inequívoco “Unamuno se merece esto y más” (al menos igual de tajante, desde luego, que el estilo que atribuyen al propio Ehrenburg).
Ambas traducciones resultan, en general, fieles al original ruso, pero la primera está más apegada a la literalidad del texto, aunque no sin excepciones. En un pasaje de la carta se habla del “arte desinteresado”, versión literal del sintagma ruso correspondiente, mientras que la versión de El Mono Azul opta por el “arte puro”. Algo similar ocurre con la referencia al Café de la Rotonde de París, donde Ehrenburg conoció a Unamuno en 1925: El Mono Azul se limita a mencionar el nombre (“sentado en la Rotonde”), en tanto que El Pueblo, respetando la estructura del original, la traduce como “sentado en el café parisiense de la Rotonda”, fórmula sensiblemente más informativa para el lector. Por otra parte, la versión de El Pueblo yerra en la traducción de alguna frase, que resulta chocante y sin sentido en el contexto de la carta: hacia el final de la columna uno se tropieza con la oración “se debe alimentar el odio contra el amor”. El Mono Azul propone para ese pasaje “el odio necesita alimento, como el amor” (traducción mucho más próxima al original, que entraña nuevamente una alusión, esta vez velada, a la aportación económica de Unamuno a la causa rebelde). Llamativamente, en la versión al español publicada en El Pueblo Ehrenburg vosea a Unamuno (traslación literal, tal vez en exceso, del tratamiento correspondiente en ruso), mientras que en la de El Mono Azul se recurre a las formas de usted, más acostumbradas en español peninsular.
La carta, en algunos aspectos “indecente y calumniosa”, como la describe Juaristi (2012: 426), no fue el único (ni el último) texto que el autor soviético dedicó a Unamuno. Con anterioridad había dibujado una semblanza más equilibrada, aunque no exenta de crítica cruel, del escritor bilbaíno a raíz de un viaje por España unos años antes del estallido de la guerra. Posteriormente volvió a referirse al autor de Paz en la guerra, aunque de modo más bien tangencial y episódico, en sus memorias casi inabarcables (Gente, años, vida), que no se publicaron íntegras hasta 1990 y que cuentan desde 2014 con traducción al español. De la fascinación inicial por la obra y la relevancia unamuniana Ehrenburg pasó a condenar lo que interpretaba como extravíos imperdonables del gran filósofo y catedrático, en abierta denuncia de las posiciones morales y políticas del de Salamanca (como lo llamaron, con cierto afán despectivo, los redactores de El Mono Azul).
Primeros encuentros: el Café de la Rotonde de París
Ehrenburg conoció a Unamuno en París, durante el destierro voluntario de este en suelo francés. El escritor ruso, oriundo de Kiev (entonces perteneciente al Imperio ruso) y de familia judía, llevaba años residiendo, aunque con interrupciones, en la capital francesa. Su primera estancia, como exiliado político, se había prolongado desde 1908 hasta 1917, momento en que volvió a Rusia con motivo del cambio de régimen propiciado por la Revolución. Inmensamente decepcionado con el gobierno bolchevique, en 1922 abandonó Rusia y recaló nuevamente en París. Para entonces había escrito ya la que algunos consideran su mejor obra de ficción, Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos, publicada en 1921. De los años veinte datan también otras de sus novelas conocidas, como 13 pipas (1925) y La agitada vida de Lásik Roitschwantz (1928). En los años treinta multiplicó su labor periodística. Sus columnas en el Izvestia eran muy populares. La experiencia republicana en España, la Guerra Civil posterior y la Segunda Guerra Mundial fueron los acontecimientos que ocuparon su labor, que tuvo, de manera seguramente inevitable, mucho de propaganda. Años después, su novela breve Deshielo, de 1954, daría nombre al periodo posestalinista en la historia de Rusia y la Unión Soviética. Finalmente, sus libros de memorias, agrupados bajo el título Gente, años, vida, que vieron la luz entre 1961 y 1967, aunque no en versión íntegra (hubo que esperar para ello a 1990), constituyen una referencia cultural e histórica inexcusable, un hito en la literatura memorialística.
Miguel de Unamuno había llegado a la capital francesa la noche del 28 de julio de 1924, tras escapar –relativamente– del confinamiento en Fuerteventura (en realidad, para entonces había sido indultado del destierro decretado por el régimen de Primo de Rivera, hecho que conoció el 5 de julio). La experiencia insular de cuatro meses dejó profunda huella en su obra, como atestigua De Fuerteventura a París, diario íntimo vertido en sonetos, como lo definió su autor, que vio la luz ya en París en 1925, de la mano de la editorial Excelsior. Sus impresiones de la isla del viento quedaron recogidas a su vez en Fuerteventura, un oasis en el desierto de la civilización. Después de instalarse en Hendaya, Unamuno no regresaría a España hasta febrero de 1930, una vez producida la dimisión de Primo de Rivera (para quien Unamuno no tenía suficientes palabras de desprecio: lo llamaba desde “Ganso Real” o “baldón” hasta “trágico botarate” o “vil verraco”, entre otras lindezas).
En París Unamuno frecuentaba el Café de la Rotonde, en la esquina del Bulevar de Montparnasse y el de Raspail. Abierto desde 1911, era lugar de encuentro de artistas e intelectuales. En las décadas de 1910 y 1920 allí se daban cita desde Pablo Picasso, Guillaume Apollinaire o Jean Cocteau a Marc Chagall, Diego Rivera, Amedeo Modigliani o León Trotski.
Durante el invierno de 1925 Ehrenburg vio en numerosas ocasiones a Unamuno en aquella cafetería, una especie de “cuartel general de la resistencia a la dictadura” (Rabaté y Rabaté 2019: 348) frecuentado por desterrados españoles, algunos de los cuales pertenecían a la Liga Española de los Derechos del Hombre, fundada –o refundada– en 1922 bajo la presidencia del propio Unamuno. Ehrenburg lo recuerda rodeado de quienes le parecían “sus discípulos”, departiendo sobre la libertad y la revolución. Entre sus acompañantes asiduos estaban Vicente Blasco Ibáñez y Eduardo Ortega y Gasset, hermano mayor del filósofo. Unamuno escribía por aquellas fechas los versos tristes del Romancero del destierro y se entregaba a ratos a la cocotología. En un artículo de 1933 del que se hablará luego con más detalle, Ehrenburg lo describe como un don Quijote con gafas y sin armadura. En su aspecto cree entrever (o más bien imagina) el paisaje adusto y conmovedoramente desesperanzado de la vieja Castilla. Según confiesa, aún no había leído un solo libro de Unamuno; solo con contemplarlo, decía, había sentido en él a un poeta auténtico y un rebelde infatigable. Décadas más tarde, en un pasaje de sus memorias Ehrenburg (2014: 96) relata:
Me acuerdo de Miguel de Unamuno en París, había emigrado en tiempos de Primo de Rivera; estaba sentado en La Rotonde y hacía pajaritas y toros de papel. Después se sentaban a su mesa otros españoles, y Unamuno les decía que en Francia no había existido, no existía, ni existiría nunca un caballero de la triste figura. (El propio Unamuno se parecía a Don Quijote.)
La fascinación que Ehrenburg manifiesta por Unamuno, dado que no había leído una sola de sus páginas y no parece que la relación derivara en algo más que la atención que el periodista prestaba a las conversaciones que mantenía Unamuno en La Rotonde, parece más bien una transposición mental, una especie de materialización personificada de la admiración que ya sentía con anterioridad por España, por su historia y su tradición cultural (en 1915-1916 había traducido al ruso a Gonzalo de Berceo, al Arcipreste de Hita y a Jorge Manrique; véase Rubenstein 2012: 9).
{{El testimonio de Ramón Gómez de la Serna, que conoció a Ehrenburg en 1915, aporta algunos matices al supuesto dominio que por entonces podía tener este del español. En sus Retratos contemporáneos, después de elogiar al joven escritor ruso, “el poeta más terrible y conmovedor de su país”, en palabras atribuidas al pintor Diego Rivera (Gómez de la Serna 1941: 342), indica que solamente le “pareció falso en él, durante aquella visita, el que me dijera que él –que no sabía hablar una palabra de español– leía en castellano los poetas del siglo XVI”. O bien aprendió después, lo que le colocaría en disposición de seguir los parlamentos de Unamuno en La Rotonde, o bien entonces se manifestaba especialmente tímido y reservado con Gómez de la Serna en cuanto al uso oral del español (entre ellos la lengua de comunicación era el francés). Otra posibilidad, como me sugiere Jon Juaristi, es que hubiera accedido a la poesía del Siglo de Oro español a través de versiones francesas (aunque, a tenor del relato de Gómez de la Serna, Ehrenburg parecía referirse específicamente a la lectura en castellano de la poesía del siglo XVI).}}
La identificación, física y metafísica, de Unamuno con don Quijote era un lugar común, fomentado en buena medida por el propio don Miguel y al que no fueron ajenos otros autores, como Manuel Azaña, posterior presidente de la República, quien en 1922, decepcionado con la actitud de Unamuno en relación con la monarquía, lo acusaba de estar “impregnado de quijotismo”, un quijotismo más bien oportunista e interesado no tanto en la justicia como en “el afán de conquistar eterno nombre y fama” (Rabaté y Rabaté 2018: 25-26).
Unamuno en tierra de nadie: el germen de la decepción
La carta abierta de Ehrenburg a Unamuno, traducida al español en dos ocasiones entre finales de agosto y septiembre de 1936, es un texto frecuentemente mentado (y comentado) en la literatura especializada sobre Unamuno (Juaristi 2012: 426-427; Rabaté y Rabaté 2018: 90-91, 2019: 494-495). Pero no es el primero que le dedica el autor soviético. La carta vino precedida por un artículo de Ehrenburg, publicado el 29 de mayo de 1933 en la revista Literaturnaya Gazeta (La Gaceta Literaria) y que llevaba por título “Migel’ Unamuno i tragedia ‘nič’ej zemli’” (“Miguel de Unamuno y la tragedia de la ‘tierra de nadie’”). Su versión al español, con un título algo simplificado (“Miguel de Unamuno y la tierra de nadie”), apareció como ensayo introductorio al libro (o más bien libelo) Unamuno y el marxismo (1935), de Armando Bazán Velásquez (1902-1962), autor peruano comunista –“inquisidor estalinista” lo llama Juaristi (2012: 428)– que fue posteriormente derivando hacia cierto misticismo cristiano.
El texto de Ehrenburg está claramente dividido en dos partes. La primera denuncia los ataques a la cultura en Alemania e Italia, en referencia a las piras de libros, y ensalza al mismo tiempo la aportación soviética a la literatura rusa, que encuadra, no obstante, en la gran tradición del siglo XIX, de la que es heredera tanto por sus métodos artísticos como por su universalidad.
((Este continuismo esencial difiere notoriamente de las declaraciones rupturistas de algunas vanguardias que, como el futurismo, abogaban en las décadas de 1910 y 1920 por un arte completamente nuevo, sin vínculo alguno con la tradición.))
La segunda parte del artículo se centra en Unamuno como representante o paradigma de un país en el que no son los obreros ni los fascistas quienes gobiernan, sino los escritores. En esa tierra de nadie, como la denomina Ehrenburg, Unamuno brilla como excelente poeta (para entonces habría leído, se intuye, algunas de sus obras), filósofo afligido y político indefenso. Su experiencia trágica resulta instructiva, dice Ehrenburg, puesto que se trata de una persona que soñaba sinceramente con la revolución pero que, en el momento en que las ideas dejan paso a la acción (o al tumulto), se repliega para refugiarse en el sueño de una España pretérita y de sus tradiciones inmemoriales, en busca de un espacio imposible de neutralidad. Unamuno es, antes que nada, un hombre valeroso que se enfrentó a la dictadura, por lo que sufrió el destierro. Debido a su renuncia a la comodidad y los honores en nombre de los principios, tuvo que vivir en el exilio como un estudiante pobre, pese a ser un profesor respetado, un afamado escritor y un hombre, además, ya entrado en años. Ehrenburg rememora los días del Café de la Rotonde en que veía a Unamuno rodeado de alumnos, ocupado en la escritura del Romancero del destierro o entretenido con figuritas de papel.
Volvió a ver y a escuchar a Unamuno seis años después, en septiembre de 1931, durante una de sus intervenciones en el Congreso de los Diputados. Ehrenburg parece referirse en concreto a aquella (del 18 de septiembre) en la que Unamuno criticó las aspiraciones de los nacionalismos periféricos y defendió la lengua castellana como “obra de integración” frente a hechos diferenciales.
{{El contenido íntegro de aquella intervención de Unamuno (sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la oficialidad del castellano) puede consultarse aquí: https://bit.ly/2Qlj6oc.}}
También podrían ser algunas de las intervenciones posteriores (de la primavera y el verano de 1932) en las que abordó el estatuto de autonomía catalán (Rabaté y Rabaté 2019: 436-437). Ehrenburg no puede dejar de alabar la brillantez del discurso unamuniano, aderezado de citas literarias, pero critica acerbamente su fondo, que considera reaccionario: “parecía que los versos que citaba le preocupaban bastante más que la cuestión del estatuto catalán”.
{{Traducción propia, en esta y en todas las citas posteriores.}}
El poeta en el exilio y el diputado en las Cortes, que además colabora en el periódico “burgués” El Sol, no son ya la misma persona: “el Unamuno político defiende ahora determinados valores, no solamente la patria y las tradiciones, sino incluso la propiedad”.
El episodio del discurso en las Cortes es retomado por Ehrenburg años después en sus memorias (aunque lo hace con una vaguedad sensiblemente mayor):
Estuve presente en una sesión de las Cortes en que tomó la palabra Miguel de Unamuno. Habló con hermosas palabras sobre el alma del pueblo, sobre la justicia. Ese mismo día, en Extremadura, los guardias civiles mataron a un pobre hombre que se había atrevido a recoger bellotas de las tierras de un marqués huido (Ehrenburg 2014: 766).
No pasa desapercibido el insidioso contraste que el autor parece querer establecer, pese a la ausencia de conectores discursivos, entre las palabras y los hechos, por más que estos nada tuvieran que ver con Unamuno. El procedimiento, no obstante, tiene un efecto moderado en comparación con los vínculos que directamente traza Ehrenburg en su artículo de 1933. Lo escribió a los pocos meses de los sucesos de Casas Viejas en la provincia de Cádiz, una insurrección anarquista (de comunistas libertarios, como se hacían llamar) que empezó por el asalto al cuartel de la Guardia Civil, en el que fallecieron tres agentes y acabó con el acribillamiento de la familia de Francisco Cruz Gutiérrez, apodado Seisdedos, la quema de la choza en la que vivían y el posterior asesinato a sangre fría de doce militantes anarquistas del pueblo por parte de una compañía de guardias de asalto. Fue una masacre que marcó el devenir político de aquellos días –“una tragedia para la República”, como la ha considerado, entre otros, Casanova (1997: 113)–, además de empañar severamente la trayectoria del Gobierno de Azaña.
Hacia el final del artículo publicado en La Gaceta Literaria (la rusa, no la de Giménez Caballero), Ehrenburg afirma con cierta solemnidad que no hay palabras inocentes o carentes de consecuencias. La palabra lleva indefectiblemente a la acción, lo sepan o no sus cultivadores profesionales. Y el sentido de las palabras cambia según quién y cuándo la pronuncie (aunque también depende, habría que añadir, de la intención de quien las traduce a acciones). A Unamuno le achaca el vicio de la divinización de la palabra, mal que suele aquejar a poetas y filósofos. Unamuno podrá limitarse a escribir, pero la guardia nacional interpreta con fuego la palabra. En el drama de Casas Viejas, cree Ehrenburg, hay un sentido histórico que vincula el discurso elogioso de las tradiciones y el uso de las armas, algo de lo que Unamuno no es consciente, por mucho que le apesadumbrara lo ocurrido en Cádiz (sobre lo que Ehrenburg, por cierto, no tiene ninguna duda). A la inflación del pensamiento le sigue irremediablemente la inflación de la sangre. “Ya no hay terreno neutral para nadie, tampoco en ese otro mundo en el que quiere vivir el filósofo Unamuno.” Por ello, cuanto más ama el escritor la palabra, mayor cuidado y rigor debe poner en su empleo. La autocontención es una forma de censura legítima basada en la conciencia civil, y es la que exigen los tiempos. La frase final del texto de Ehrenburg es devastadora, injusta y cruel (tal vez a partes iguales): “es mejor ser una cancioneta en labios de un jornalero extremeño que la justificación profunda y altamente poética de los asesinos de Casas Viejas”. El distanciamiento de Ehrenburg con respecto a su otrora admirado Unamuno trasciende ya los límites de la decepción y presagia la ruptura que se materializará en la carta abierta de 1936.
Una diatriba sin cuartel
Las vacilaciones de Unamuno ante algunos de los acontecimientos políticos por los que atraviesa la República, sus cambios de postura y de humor o su tendencia conceptista a la paradoja enervan menos a Ehrenburg que la noticia del posicionamiento del intelectual español con respecto al levantamiento del 18 de julio. Algunos medios nacionales e internacionales difunden la imagen de un Unamuno inequívocamente alineado con los sublevados, imagen falseada pero “demoledora y duradera” (Rabaté y Rabaté 2019: 493). Le Petit Parisien titula así una entrevista de Unamuno con André Salmon, publicada el 15 de agosto: “Unamuno est avec les rebelles.” En ella el entrevistado revela, entre otros detalles, la entrega de las 5.000 pesetas con las que Ehrenburg abrirá fuego en su carta abierta del 21 de agosto de 1936. Una donación que, a juicio de algunos autores, era una especie de impuesto revolucionario obligado que podía tomar, en el caso de los funcionarios, la forma de una retención en el sueldo (véanse las declaraciones al respecto de Manuel Menchón en Maldonado 2021). El montante, en cualquier caso, era desorbitado –equivalente a seis meses del sueldo medio de un catedrático de la Universidad de Salamanca– y más si se tiene en cuenta la calamitosa situación económica de Unamuno y su familia por aquellas fechas, por lo que hay quien alberga serias dudas acerca de la veracidad de esa cifra (Rabaté y Rabaté 2019: 490).
El diario español El Adelanto publica, por su parte, el 18 de agosto otra entrevista con Unamuno, bajo el título “Una guerra entre la civilización y la anarquía” (extractos de la entrevista aparecieron también en otro periódico salmantino, La gaceta regional). El autor de la entrevista era el periodista norteamericano Hubert Renfro Knickerbocker, seudónimo irvingiano de Maury Henry Middle Paul, famoso corresponsal de la agencia International News. Según declara este, Unamuno le había dicho, entre otras muchas cosas (Juaristi 2012: 423-425), que Azaña “debería suicidarse como acto patriótico”, a imitación de un antiguo presidente de Chile, provocadora invitación que Jon Juaristi enmarca en la estética de la crueldad profesada por las vanguardias de entreguerras. A continuación Unamuno habría señalado que él no está a la derecha ni a la izquierda y que el que ha cambiado no es él, sino el régimen de Madrid. “Cuando todo pase –añade–, estoy seguro de que yo, como siempre, me enfrentaré con los vencedores.”
Como indican Rabaté y Rabaté (2019: 494), estas entrevistas causaron un enorme impacto tanto dentro como fuera de las fronteras españolas. La respuesta de Ehrenburg en forma de carta abierta (Izvestia, 21 de agosto de 1936) es una de las reacciones más airadas que se recuerdan. Define de entrada a Unamuno como expoeta, exrevolucionario y actual colaborador del general Mola. Le recrimina su indiferencia ante los problemas del pueblo llano, que pasa hambre mientras Unamuno se deleita describiendo la belleza del paisaje o, peor, teoriza cómodamente sobre el hambre sin padecerla
{{ En 1932 Ehrenburg se había referido, en su libro España, república de trabajadores, al contraste entre la dura realidad social y una intervención parlamentaria de Unamuno, muy alejada, en su opinión, de la vida cotidiana (se trata de alguna de las sesiones de otoño de 1931 –o del verano de 1932– que también recordará después en su libro Gente, años, vida): “Escuchando en las Cortes un discurso de Unamuno, es difícil convencerse de que está uno en un parlamento y no asistiendo a una disputa literaria, muy culta, muy rebuscada… Mientras tanto, el país sigue pasando hambre” (Ehrenburg 1932: XXII, “Tertulias familiares”).}}
(la referencia al pueblo de Sanabria, que Ehrenburg dice haber visitado en 1931, está ligada, como apunta Juaristi, a la publicación ese mismo año de San Manuel Bueno, mártir); denuncia, más que su connivencia, su colaboración con los rebeldes, a los que ha donado dinero, como “generoso mecenas”, que irá destinado a la destrucción; y compara la actitud de Unamuno, con el claro objeto de denigrarla, a la de otros escritores españoles, entre ellos Antonio Machado, Rafael Alberti, Ramón Gómez de la Serna
{{En el caso de Ramón Gómez de la Serna, a quien trató en París (como se verá más adelante), habría que ver qué consideración hubieran tenido, a ojos de alguien especialmente sensibilizado por la miseria y el hambre de la gente llana, giros greguerísticos como este que firmó don Ramón: “El hambre del hambriento no tiene hache. ¡Con filigranas al ambre verdadera! El ambre, si es verdadera ambre, se ha comido la hache” (Gómez de la Serna 1979: 228).}}
e incluso, aunque con matices, José Ortega y Gasset, intelectuales que están con el pueblo, “no como usted –le espeta a Unamuno–, que está con los verdugos”.
Ehrenburg trae a colación un incidente sufrido por Pío Baroja, escritor nada sospechoso de veleidades marxistas, quien pese a las presiones para que “bendijese a los carlistas, fusiladores de obreros”, se mantuvo firme y digno en su negativa, por lo que fue paseado por las calles al grito de “perro” y bajo la amenaza de linchamiento. Y se pregunta, le pregunta directamente a Unamuno, si es esa la nueva manera de defender la cultura que este aprueba. El incidente que refiere Ehrenburg tuvo que ser aquel en el que se vio envuelto Baroja el 22 de julio de 1936, cuando se acercó hasta el pueblo de Almandoz (Navarra) a ver pasar las tropas nacionales (la columna de Ortiz de Zárate). Algún requeté lo reconoció y el resultado fue su detención, junto con la de sus dos acompañantes, a la entrada de Narbarte. Todos ellos fueron encarcelados por unas horas en el vecino pueblo de Santesteban, donde temieron por su vida, que acabaron salvando por intercesión de un militar sobre cuya identidad no hay certidumbre (Sánchez-Ostiz 2007: 52, Mainer 2012: 322). Según el relato de un testigo de los hechos, el médico José Ochoteco, aquel día Baroja llegó a ser insultado y zarandeado, incluso amenazado de muerte (Gil Bera 2001: 357-358). El propio Pío Baroja relató el sórdido incidente en sendos artículos publicados en el diario La Nación de Buenos Aires los días 29 y 30 de julio y 1 de agosto de aquel año, y posteriormente en un capítulo de Ayer y hoy (1939).
((Mikelarena (2017) aporta nuevos detalles acerca de los protagonistas del episodio y también sobre algunas personas que pudieron tener mayor o menor grado de implicación en la liberación de Pío Baroja y de quienes lo acompañaban aquel día.))
Al hilo de la actitud resistente y corajuda que atribuye a Baroja,
{{Irónicamente, Pío Baroja publicó el 1 de septiembre de 1936 en el Diario de Navarra una brutal descalificación de la República, un régimen corrupto, con una Constitución ridícula y en manos de dos líderes incapaces (en referencia a Lerroux y Azaña). En la carta al periódico llegaba a afirmar que “este tumor o este absceso, formado por mentiras”, en que se ha convertido la República “es de desear que lo saje cuanto antes la espada de un militar” (Mainer 2012: 323). No sé si Ehrenburg llegó a conocer ese escrito, once días posterior a su carta del Izvestia.}}
Ehrenburg le exige a Unamuno no esconderse detrás de discusiones poéticas o filosóficas y renunciar al supuesto derecho de “no tomar partido”. Cada cual, dice Ehrenburg, ha de escoger su sitio, no hay margen para los escritores neutrales. Si antes la querencia unamuniana por la indeterminación o la vacilación, su apetencia agónica por la contradicción o las terceras vías podían ser toleradas, ya no hay lugar para semejantes oscilaciones en un momento decisivo como el que está viviendo España. No resulta admisible la retórica de la indefinición autocontemplativa, según el propio Unamuno la había descrito en su “Discurso a los estudiantes madrileños”, pronunciado el 4 de junio de 1931: “Siempre he vivido en duelo íntimo, alimentando contradictorias posiciones y sintiendo la necesidad de disentir de cualquiera que defendiese una de ellas. No quiero programas.” En la mente de Ehrenburg se cruzan, con todo, dos imágenes distintas (también en lo cronológico) de Unamuno: la de 1936, que se propone repudiar sin un adarme de piedad, y la del escritor y filósofo que había conocido años atrás, una imagen que aún parece luchar por sobrevivir en medio del desastre, pero a la que es el propio Unamuno quien asesta el golpe mortal. Una vez había escrito este que “es con la palabra con la que nuestros abuelos han creado España, no con la espada”, pero a la hora de la verdad, cuando ha llegado el día, “las pesetas que vuestras palabras habían valido, las habéis puesto al servicio de la espada”, según le reprocha Ehrenburg (versión española de El Pueblo; en El Mono Azul se lee “ha entregado usted para espadas el dinero que le dieron las palabras”, versión más cercana al original ruso).
La declaración sobre Azaña que difunde Knickerbocker en El Adelanto le da a Ehrenburg munición para el párrafo final, que merece la pena reproducir íntegramente:
Recomienda usted al presidente Azaña que ponga fin a su vida. El presidente Azaña está en su puesto, como todo el pueblo español, como las muchachas de Barcelona, como los ancianos de Andalucía. No le diré a usted, Unamuno, que se suicide para corregir así una página de la historia literaria española. Se suicidó usted ya el día en que entró al servicio del general Mola. Se parece usted físicamente a don Quijote y quiso hacer su papel: desterrado, sentado en la Rotonde, encaminaba usted a los chicos españoles a la lucha contra los generales y los jesuitas. Ahora matan a aquellos chicos con balas que permite comprar su dinero. No, no es usted un don Quijote, ni siquiera un Sancho Panza; es usted uno de aquellos viejos sin alma, enamorados de sí mismos, que sentados en su castillo veían cómo sus fieles servidores azotaban al malaventurado caballero (El Mono Azul, 17 de septiembre de 1936).
((La versión de El Pueblo presenta ligeras variantes (e incluso alguna errata), no muy significativas salvo quizá una formulación algo más impactante de la idea del suicidio: “Yo no os diré, para limpiar una página de la Historia de la literatura española: ‘!Suicídese, Unamuno’!”))
La carta finaliza con un retorno al leitmotiv de las 5.000 pesetas donadas a la causa rebelde y con la imagen tópica de Unamuno como un don Quijote al que, sin embargo, ya es hora de desenmascarar. A ojos de Ehrenburg, Unamuno no es ni mucho menos don Quijote, sino uno de los señores del castillo que observan cómo aquel es apaleado (donde se hace eco de la segunda parte de la novela cervantina). La acidez de la crítica de Ehrenburg revela la ruptura absoluta de todo lazo de simpatía con quien en otros tiempos había considerado un poeta y filósofo extraordinario, la gran referencia intelectual de la España de comienzos de siglo.
El texto de Ehrenburg debió de afectar dolorosamente a Unamuno, según aprecia Juaristi (2012: 426). Quizá acababa de saber esos días del asesinato de Federico García Lorca en Víznar, el 18 de agosto. La carta apareció, como sabemos, en dos medios españoles y el tono intencionadamente polémico e injurioso del escrito no ocultaba “lo que de cierto tenían las acusaciones de Ehrenburg”, lo que convertía a Unamuno, bien a su pesar, en un “culpable distinguido” (Juaristi 2012: 427). Por las mismas fechas, el 23 de agosto concretamente (antes en cualquier caso de que el público español conociera la carta de Ehrenburg), se publicó el decreto, firmado por Azaña, por el que se destituía a Unamuno de su cargo de rector de la Universidad de Salamanca. El ayuntamiento de Bilbao retiró su nombre de una de sus calles y de un instituto de segunda enseñanza, que pasó a denominarse Simón Bolívar. Septuagenario y asediado por los acontecimientos y las críticas, Unamuno pasaba sin duda por algunas de sus horas más bajas.
La recepción de la carta de Ehrenburg
Tres días antes de la primera aparición en español de la brutal requisitoria de Ehrenburg, la hoja semanal El Mono Azul publicó un editorial, tal vez redactado por Rafael Alberti (Juaristi 2012: 427) o por José Bergamín (Rabaté y Rabaté 2019: 497), en el que, coincidiendo con la línea de razonamiento del autor soviético, se denunciaba con amargura la posición de Unamuno, “esa especie de fantasma superviviente de un escritor” frente a los acontecimientos políticos en España. Se le recriminaba a Unamuno “la más dolorosa de todas las traiciones: la que se hace el hombre a sí mismo por la más innoble de las cobardías; la que reniega, rechaza, abomina de la excelsa significación de la palabra, de la vida, de la independencia, de la libertad”.
{{Sección “A paseo”, El Mono Azul, 27 de agosto de 1936, p. 7, sin firma.}}
Sin embargo, la reprobación venía en este caso acompañada del reconocimiento al menos tácito del valor de la obra unamuniana y también de lo que parece “una sincera piedad”, como señala Juaristi, “por el maestro de antaño”. El texto del editorial contrastaba a este respecto con una columna de opinión furibunda e insultante de Armando Bazán, situada en la misma página del número de la revista y en la que el autor peruano, anteriormente mencionado y que había publicado el opúsculo Unamuno y el marxismo un año antes, buscaba descalificar el conjunto de la trayectoria literaria de Unamuno desde su atalaya declaradamente marxista (o incluso más bien estalinista). “El marxismo –dice en el párrafo cuarto– nos enseñaba a gritos que la obra de Unamuno estaba toda alimentada de sangre reaccionaria, que su aliento venía desde la misma noche medieval.”
Puede que los editores de El Mono Azul conocieran ya, aunque fuera de manera aproximada, el contenido de la carta de Ehrenburg a Unamuno (publicada, como se ha dicho, en el Izvestia del 21 de agosto), pero su primera traducción al castellano no vería la luz hasta el 30 de agosto (en la versión de El Mono Azul lo hará bastante después, el 17 de septiembre) y, en cualquier caso, en el que fue el primer número de la revista (que llegaría a publicar un total de 47 hasta febrero de 1939) en ningún momento se hace mención del escrito ni hay alusiones a detalles reconocibles de la carta de Ehrenburg. En cambio, en el número del 10 de septiembre de 1936 (el tercero) se anticipa la publicación del texto por medio de una nota de la redacción que, bajo el título “Ilya Ehremburg, el gran escritor ruso, entre nosotros”, incluye a su vez una encendida reprimenda a Unamuno por sus declaraciones a la prensa francesa (Le Petit Parisien):
La Alianza [de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura] saluda cordialmente a su compañero Ilya Ehremburg. El gran escritor soviético, corresponsal de la Izvestia, de Moscú, viene a España para escribir una serie de reportajes sobre la guerra. Mejor pluma no tendrá nunca el proletariado ruso e internacional para relatar la verdad de nuestros hechos heroicos y para condenar las vilezas e infamias de los que están desangrando nuestro país. En el próximo número de El Mono Azul publicaremos la carta que Ehremburg ha dirigido a Unamuno como respuesta a las miserias y falsedades que de nuestra España popular y magnífica ha dicho en la Prensa francesa el viejo rector entontecido de la Universidad de Salamanca.
Los responsables del diario El Pueblo, por su parte, que difundió el escrito en cuestión el penúltimo día de agosto, habían reaccionado elocuentemente al contenido de la carta sumándose sin titubear al repudio de Unamuno, como hemos visto ya antes. Su breve presentación no dejaba lugar a dudas: el de Salamanca “se merece esto y más”, habían sentenciado, con un suplemento condenatorio que resultaba cuando menos inquietante. En el primer mitin, celebrado en Madrid a finales de septiembre de 1936, de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, José Bergamín, antiguo discípulo y amigo de Unamuno, a quien había dedicado en 1934 su libro de aforismos La cabeza a pájaros llamándole “místico sembrador de vientos espirituales”, dibujaba ahora a un Unamuno rehén de los fascistas o peor, fusilado (metafóricamente) por ellos, disecado y vaciado: “lo han llenado de paja y de serrín; lo han puesto en pie, insuflándole la voz de un general borracho, para ponerlo mentirosamente al lado suyo ante el mundo, como un fantoche: un espectro que jamás ha existido”. Como recuerda oportunamente Sánchez Rodríguez (2014: 79-80), dos semanas después Unamuno tomaría la palabra en el paraninfo de la Universidad de Salamanca ante el general Millán-Astray, sus legionarios y una ruidosa cohorte de falangistas no para comportarse como un fantoche o un espectro, sino para darles una lección de “valentía, dignidad y patriotismo” mediante su discurso más recordado, en el que dijo a los sublevados “venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha” (véase la vívida recreación de la escena en Azúa 1998: 221-222).
((Estas palabras presentan variantes en función de las versiones, ya que en realidad se trata de una reconstrucción textual a partir de las notas de Unamuno, puesto que del propio discurso no quedó huella escrita ni grabada (Rabaté y Rabaté 2009: 750, n. 18). Según una versión alternativa (Rabaté y Rabaté 2009: 684-685), Unamuno habría manifestado que “vencer no es convencer y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; no puede convencer el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora, inquisitiva y no de inquisición”.))
Décadas después, el eco de las reconvenciones de Ehrenburg ha seguido resonando en la literatura dedicada a la figura de Unamuno. Algunas de las acusaciones, ancladas en la realidad de lo sucedido, pudieron afectarle profundamente (Juaristi 2012: 427), situado como estaba el escritor en el corazón del torbellino que lo estaba zarandeando aquellos días. Una línea de defensa de Unamuno ha consistido en la descalificación política de su denunciante. Mostaza (2019), por ejemplo, trata de restar todo valor a las críticas de Ehrenburg por su papel de “propagandista a sueldo del gobierno soviético” y diligente servidor de la causa bolchevique. El hambre que Ehrenburg denuncia en España (o en Sanabria, para ser más precisos) no le merece la menor crítica cuando la que la sufre es su Ucrania natal, en clara alusión de Mostaza a la hambruna de 1932-1933 conocida como Holodomor, consecuencia de la planificación esencialmente criminal de Stalin y que causó la muerte de casi cuatro millones de ucranianos (Plokhy 2015: 253). El columnista recuerda también el contexto histórico de las purgas estalinistas a las que sobrevivió Ehrenburg mientras un inmenso número de escritores, muchos de ellos amigos suyos, eran fusilados o perecían en campos de concentración. Menciona al gran poeta Ósip Mandelstam, arrestado en 1934 y fallecido cerca de Vladivostok en 1938, o al periodista Mijaíl Koltsov, corresponsal del Pravda durante la guerra en España, quien tras su retorno forzado a la Unión Soviética fue condenado por traición y asesinado en 1940. El autor remacha: “que Ilya Ehrenburg sobreviviera sin ningún rasguño a las purgas demuestra bien claro el tipo de persona que era”. Las acusaciones de un tipo así, se nos viene a decir, no merecen crédito alguno. Unamuno está a salvo.
Un retrato simplista y falso
El principal problema de este retrato es que, además de resultar simplista, es minuciosamente falso. La trayectoria política y literaria de Iliá Ehrenburg es hasta tal punto compleja que engloba, entre otras características, su disidencia revolucionaria durante los últimos años del zarismo, lo que le valió su primer exilio en París (entre 1909 y 1917); su oposición a la Revolución bolchevique y sus consecuencias durante los primeros años del nuevo régimen; su defensa de la libertad creativa pese a la imposición del método único del realismo socialista a partir de 1934; su asistencia, bien que limitada en ocasiones por las opciones de supervivencia propia, a amigos escritores caídos en desgracia y a sus familias; su desenmascaramiento temprano de los crímenes de Stalin y del culto a la personalidad, a la que él, por otro lado, y a su pesar, había contribuido en parte; su activismo en la rehabilitación de las personas represaliadas durante el estalinismo; su propia existencia como outsider, más cercano a la cultura y modos de vida de Europa occidental, donde residió durante décadas, que al día a día de la Rusia comunista; y, last but not least, su condición de escritor judío asimilado, comprometido con causas como la elaboración de El libro negro sobre los crímenes contra la comunidad judía perpetrados durante la invasión nazi de la Unión Soviética, proyecto en el que colaboró con Vasili Grossman y que el gobierno soviético anuló oficialmente en 1947 en un contexto de antisemitismo generalizado en el que medraban personajes como Mijáil Shólojov, enemigo cordial de Ehrenburg y, él sí, intelectual orgánico del régimen. En 1965 a Shólojov se le concedió infamemente el Nobel de Literatura, como compensación –se dice– del galardón otorgado en 1958 a Borís Pasternak, un hecho que había molestado sobremanera a las autoridades soviéticas (que, entre otras cosas, obligaron a Pasternak a renunciar al premio). El libro negro, inmensa obra colectiva de documentación (la primera sobre la Shoah) alentada, entre otros, por Albert Einstein y en la que Ehrenburg se volcó desde mediados de los años cuarenta, no pudo ser íntegramente publicado hasta 1993 (en Rusia hubo que esperar hasta 2015), mucho después de que sus promotores hubieran fallecido, Grossman en 1964 y Ehrenburg en 1967 (en la edición previa de Jerusalén, de 1980, faltaba una parte significativa de los materiales). Precisamente la hija de Ehrenburg, Irina, fue una de las personas que consiguieron sacar de Rusia algunos de los textos que componían El libro negro, prodigiosamente conservados a pesar de la persecución estatal y el antisemitismo del régimen soviético. Aunque en su país recibió varios reconocimientos oficiales (como el Premio Lenin de la Paz en 1952), Iliá Ehrenburg nunca perteneció, por cierto, al Partido Comunista.
Los equilibrios siempre precarios que lo mantuvieron vivo en la Unión Soviética, pese a que en varias ocasiones la sombra del arresto y la condena parecía cernirse sin remedio sobre él, quedan de manifiesto en biografías cuidadas como la de Rubenstein (2012), quien rememora la situación del autor a la altura de 1941, cuando cumplió medio siglo de vida:
Desde los dieciocho años había pasado prácticamente toda su vida de adulto en Europa occidental. Era judío e intelectual, más europeo que ruso o soviético. Era también exbolchevique, y su breve carrera adolescente en el partido se había asociado con Nikolái Bujarin, quien había caído en desgracia y posteriormente había sido ejecutado. Durante un tiempo Ehrenburg había sido también un acérrimo anticomunista (Rubenstein 2012: 247).
Nada más lejos, por tanto, del papel de representante fiel del régimen. Ehrenburg siempre fue una figura incómoda en Rusia, sospechosa para el bolchevismo oficial, por más que Stalin pudiera creer en su utilidad para proyectar en el exterior cierta imagen de la Unión Soviética (en especial en los momentos cruciales, como ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial). Es cierto que algunos conocidos suyos, como el escritor español Ramón Gómez de la Serna, apreciaron un cambio notable entre el Ehrenburg bohemio de la primera estancia en París (1909-1917) y el que encontraron en Madrid unos veinte años después (en 1936). Hablando de Elías, como al parecer lo llamaba, dice Gómez de la Serna en Retratos contemporáneos (1941: 353) que “ya no era aquel escritor confuso, blando, como debe ser el hombre de carne humana, sino una especie de propagandista duro e implacable”.
{{En cualquier caso, Gómez de la Serna se refería en este pasaje a una discusión sobre la pobreza secular del pueblo español, que Ehrenburg se negaba ideológicamente a admitir pese a las explicaciones, de corte determinista y un punto fatalista, que le ofrecía el propio Gómez de la Serna.}}
La transformación del escritor ruso causaba asombro, sobre todo “viendo su evolución hacia lo implacable y viendo cómo asesinó en él al artista por sus angustias, sus miedos, sus cuidados y sus pingües misiones. Desde luego, bajo la fiscalización lejana del zar podía escribir lo que quisiera en París, pero ahora ya no podría hacerlo, pues un día desaparecería sin volverse a saber de él. Ya está pegado eléctricamente a lo desasible” (Gómez de la Serna 1941: 353-356). El autor español, en cualquier caso, nombra con suficiente claridad las razones del aparente cambio de comportamiento que condiciona la labor (y la vida) de Ehrenburg a mediados de los años treinta.
Para Pablo Neruda, que lo retrató en Confieso que he vivido (1974), Ehrenburg era “el antiguo escéptico, el gran desengañado”. El poeta chileno refiere en su autobiografía algunas escenas de su viaje compartido a China para entregar el Premio Lenin de la Paz a Sung Sin Ling, viuda de Sun Yat-sen (1866-1925), primer presidente de la República de China. Corría el año 1951. En el tren transiberiano que los llevaba en dirección a Mongolia, Ehrenburg, “francesista apasionado”, le recitó uno de sus poemas “clandestinos”. “Era –continúa Neruda– una corta poesía en que cantaba a Francia como si hablara a la mujer amada. Digo que el poema era clandestino porque era la época en Rusia de las acusaciones de cosmopolitismo. Los periódicos traían con frecuencia denuncias oscurantistas. Todo el arte moderno les parecía cosmopolita. Tal o cual escritor caía y se borraba su nombre de pronto bajo esa acusación” (Neruda 1974: 288). Tal vez no sea ocioso aclarar que a finales de los años cuarenta y a comienzos de los cincuenta el término “cosmopolita” era en la Unión Soviética un eufemismo de judío, algo que atañía de manera muy directa al propio Ehrenburg.
Ni sumiso ni cínico
En cualquier caso, su popularidad en Occidente y entre los escritores europeos de izquierda (especialmente entre los franceses) fue, si no un escudo frente a los reproches de tinte ideológico, sí al menos una salvaguarda relativa para su integridad. Sin embargo, la amistad de Ehrenburg con Nikolái Bujárin, que databa de la adolescencia, lo había colocado en el punto de mira cuando el director del Izvestia y antiguo referente del movimiento revolucionario fue vilmente juzgado y asesinado en 1938, durante el periodo del Gran Terror. Pero no fue el único momento crítico, ni mucho menos, que hubo de superar en vida. Tal vez el más arriesgado sobrevino cuando, a raíz de la llamada conspiración de los médicos (en su mayoría judíos), fabricada por el Kremlin en enero de 1953, el poder soviético conminó a varios intelectuales y científicos de origen judío a firmar una carta condenatoria que hubiera supuesto, además de la ejecución de los acusados de querer “acortar la vida de personajes públicos en activo” (en especial la de Stalin), la deportación de la comunidad judía a Siberia y Birobidzhán, en el extremo oriental de Rusia (una deportación que habría tenido un desenlace más que previsible). A diferencia de muchos de sus compañeros, incluidas personalidades tan íntegras como Vasili Grossman o Margarita Aliguer, Ehrenburg se negó a firmar el escrito (hasta en tres ocasiones) y en su lugar envió una carta a Stalin en la que expuso, con su habitual habilidad e instinto político, las razones por las que una decisión de tal calibre no convenía al régimen, toda vez que dispararía, le decía al tirano, la “propaganda antisoviética”. En ese momento, y pese a confesar que si la orden provenía de la instancia imaginable más alta del régimen no dudaría en apoyar el escrito, Ehrenburg puso su cabeza a merced de Stalin (San Vicente 2014), que seguramente no habría vacilado esta vez lo más mínimo, puesto que el plan para el confinamiento de los judíos se daba por seguro. Pero, inesperadamente, el dictador sufrió una hemorragia cerebral el 1 de marzo de 1953 y falleció cuatro días después, poniendo inmediatamente fin al que fue su último proyecto criminal, tal vez uno de los más demenciales (Figes 2009: 12) y afortunadamente no realizado (Rubenstein 2012: 352). En abril todos los arrestados bajo la acusación de participar en el complot fueron liberados y readmitidos en sus puestos de trabajo.
En sus memorias, Nadezhda Mandelstam, viuda del gran poeta acmeísta, dejó constancia de la actitud de Ehrenburg hacia los perseguidos y silenciados por el régimen, fueran Ósip Mandelstam, Isaác Babel, Marina Tsvietáieva, Anna Ajmátova o Borís Pasternak , entre muchos otros –de Ehrenburg dijo que, en la atmósfera paralizante del estalinismo, “aunque estaba indefenso, como todos, él al menos intentaba hacer algo por la gente” (Mandelstam 1990: 20)–. En el marco de ese testimonio imprescindible para comprender la historia rusa del siglo XX que conforman las memorias –absolutamente memorables– de Nadezhda Mandelstam, esa caracterización es altamente significativa. En una carta privada de 1963 dirigida a Iliá Ehrenburg (que reproduce Rubenstein 2012: 20-21), la autora fue más explícita aún:
Desde el punto de vista de la vida cotidiana, es difícil vivir en el centro de un terremoto. Pero en cierto sentido esto es importante y necesario. Sabes que hay una tendencia a acusarte de no cambiar el cauce de los ríos, de no alterar el curso de las estrellas, de no convertir la luna en una torta de miel y alimentarnos de sus pedazos. En otras palabras, la gente siempre esperaba lo imposible de ti y se enojaba cuando hacías lo posible.
Ahora, después de los últimos acontecimientos, es evidente cuánto hiciste y sigues haciendo para relajar nuestras costumbres cotidianas, cuán grande es tu papel en nuestras vidas y cuán agradecidos deberíamos estar hacia ti. Todos entienden esto ahora. Me alegro de poder decirlo y de estrechar tu mano.
Para infortunio de las visiones de trazo grueso, Ehrenburg era de todo menos un colaborador sumiso y cínico del poder soviético o un intelectual insensible al sufrimiento de la gente. Esa imagen, sea o no interesada, es insultantemente falaz y aunque pudiera ser producto de una lastimosa ignorancia, más parece resultado de una distorsión torpe y posiblemente deshonesta de la realidad.
De cualquier forma, incluso si Ehrenburg hubiera sido ese propagandista servil del régimen que no fue, sus acusaciones habrían de ser en todo caso valoradas por su correspondencia con los hechos, no (o no solo) por la intención que supuestamente animaba al autor al proferirlas, por más que este escribiera al calor inevitable de los acontecimientos –ante los que adoptó una posición bien conocida– y lo hiciera además con indisimulado afán polémico, lo que le conduce, sin duda, a excesos. Algunos de ellos son especialmente injustos y convierten la crítica de Ehrenburg en una invectiva a ratos calumniosa, lo que no debe, por otra parte, hacer olvidar lo que de cierto tenían varias de las denuncias que contiene el escrito (y que pudieron, por eso mismo, afectar profundamente, como admitía Jon Juaristi, el ánimo de Unamuno). Pero los reproches dirigidos con furia difamatoria a un escritor al que Ehrenburg, pese a todo, admiraba tal vez delatan antes que nada el poso de amargura que deja el tránsito de la fascinación por la obra de Unamuno y su papel como representante insigne de la tradición cultural española al posterior desencanto y a un repudio final motivado por la actitud cuando menos ambivalente que el autor de Niebla exhibió durante las primeras semanas de una guerra a la que él mismo se referiría justamente como salvaje e incivil. Es más que probable incluso que a Ehrenburg le afectara en cierta medida el síndrome que provocan aquellos escritores que, como Unamuno, “piden ser alternativamente odiados y amados” (Azúa 2012). El suyo no sería, desde luego, el único caso. ~
Referencias
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es catedrático de filología eslava en la Universidad
del País Vasco.