Lo llaman el Café París, son dos mesas y cinco sillas sin tornear, sin barniz, sin pintura, que cojean. Así lo llaman los téuaris o téwaris, los forasteros, los que saben de la existencia de París y sus cafés. Está sito en la calle principal, cincuenta metros de tierra dura que desembocan en el gran espacio, también de tierra, donde anoche unas chispas de cohete estuvieron a punto de incendiarle la mata de pelo.
Concha bebe agua mineral de sabor toronja de la botella, en pequeños tragos que hace pasar entre los dientes. Son las siete o siete y media o las ocho de la mañana y Concha se muere de hambre, pese a que a las cuatro y media se atragantó dos latas de atún y tres tortillas de maíz grandes y gruesas y casi quemadas y suculentas.
Tiene una libreta abierta en la mesa, con un solo apunte: “El tiempo aquí es completamente diferente.” No se refiere al clima, sino a los segundos, los minutos, las horas. Y si no sabe qué horas son, es porque anoche antes de las cuatro y media y después de medianoche le regaló su reloj a un brujo que la cogió del brazo con nueve dedos como alicates y le dijo: “Buen reloj el tuyo, Omega de cuerda.”
En ese momento, Concha se limitó a asentir y tuvo la audacia de mirarlo profundamente a los ojos. En el tiempo subsiguiente, recordó asombrada, vívidamente, a su abuelo materno Pablo, en quien jamás pensaba, aunque a veces sí reflexionaba sobre su racismo enconado. El reloj se lo había dado su abuela (“Para que tengas algo de él”) y siempre lo tenía colgado en un librero junto a la computadora. Cuando se acordaba, le daba cuerda y ajustaba las manecillas.
Lo trajo a este viaje porque era poco llamativo y le gustaba la idea de darle cuerda todos los días, ritualmente. Ya una vez lo había llevado consigo a un viaje a la Sierra de Juárez, la última vez, por cierto, que había estado en la montaña, años.
El rostro angulado de su abuelo la acompañó, silencioso, durante un largo rato. Aun ahora, tantísimos años después de su muerte, su expresión era severa, seca, pero como aparecía con el ribete verde y rojo que el peyote le daba a las imágenes nitidísimas, don Pablo se veía espléndido, con su corbata invariable, como alguno de aquellos iconos coloridos de Andy Warhol.
No conversaron nada, Concha y su abuelo. Mientras ella deambulaba por la aldea y sus alrededores en busca de nada en particular, él se mantenía muerto, solemne, apacible, en su mente, como escuchando con respeto sus pensamientos. Después desapareció, tan súbitamente como había llegado, pero cuando Concha avistó de nuevo al mara’ákame de la sudadera negra de Stanfor, que cantaba frente a una hoguera en compañía tan sólo de otros cuatro brujos y dos hechiceras, Concha se quitó el reloj y, en un acto de gran impertinencia, se lo depositó sobre el muslo izquierdo, porque era zurdo.
Juan El Pingüino, que observó el gesto, la alcanzó unos metros más allá y la interrogó con la mirada.
Le va a servir más que a mí.
Le gustaba la idea de que el reloj de su abuelo, quien detestaba a los indios, se quedara en poder de uno de ellos. Pero no como una ironía, ni como una especie de rechazo y castigo a don Pablo, sino para que una parte de aquel hombre tan racionalista se quedara en poder de un mago, enriqueciéndolos a ambos.
Concha ha tenido los ojos clavados en la libreta, el bolígrafo y la mesa. Cuando levanta la mirada, justo enfrente de ella ve, por el hueco que hace las veces de ventana, una aparición: la madre y el padre, de cuando mucho unos veintiséis años, y el hijo, de siete u ocho, mirando a la hija, de diez u once o tal vez doce, que está tirada en el suelo, inerte y rígida como un leño, recta como una línea, con sus enaguas blancas bordadas de colores y su blusa azul y su cabello azabache y la boca y los ojos cerrados y los pies descalzos, a siete metros de su familia.
A centímetros de la cabeza de la niña, una ollita de barro con fuego de ocote y copal que humea hacia ella, como si su coronilla fuera un imán. Un mara’ákame alto y fuerte, entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años de su edad, le da vueltas al cuerpecito postrado, y le habla y le canta con una voz artificial, como de pájaro o contratenor. Viste una sudadera colorada de Harvard, trae la cabeza descubierta y el pelo largo y sucio y enredado, y sus pies y sus manos son tan fuertes que parecen de granito o de ave roc.
Concha se estremece, la mano derecha le tiembla, no puede respirar. La niña está muerta y el hechicero lleva a cabo un rito funerario. El papá, la mamá y el hermano observan fijamente, pero sin expresión. Unas ocho personas, todas indígenas, también miran mudamente, inmóvilmente. Probablemente, piensa Concha, yo tampoco tengo expresión alguna, el espanto y la congoja no alcanzan a salir, la piel está demasiado tensa.
Nunca ha sentido tal emoción por una persona desconocida. Esa niña muerta y su familia se han convertido para ella en toda la especie humana. ¿De qué habrá muerto? Concha piensa que no hay cementerio visible en el caserío y alrededores y se imagina que los padres y el hermano se llevarán el cadáver para enterrarlo en algún sitio sagrado, cercano o lejano, pues la mayor parte de los celebrantes de la Semana Santa habitan en puntos desperdigados de la tierra.
La muerte de un niño, a partir del siglo XX, se ha convertido en prueba de la inexistencia o negligencia de Dios. Pero no para esta gente, para quienes las muertes de los hijos siguen siendo hechos constantes de la naturaleza y la humanidad mismas. Unos escuincles mueren, otros no, y las religiones son formas de aceptar el honor y el horror de la vida. La noche mágica ha concluido, el sol ha salido, los zopilotes hacen el primer oteo matutino, una niña ha muerto mientras todos los demás celebraban el retorno de los peregrinos del jícuri, y Concha llora con los ojos secos y el esqueleto helado. La mejor razón para no tener hijos, piensa.
Concha está acostumbrada a los niños enfermos de las comunidades indias, incluso a los entierros de esas criaturitas de Dios, pero ésta es la primera vez que ve un cadáver infantil: tan bonita, tan yerta, tendida sobre la tierra dentro de su ropaje como un pequeño rosal de rosas multicolores injertadas, con los ojos cerrados para siempre, como un animalito que hubiera de cocinarse y comerse en unas horas. Y el cielo impávido y prodigiosamente azul, y la gente callada y casi perfectamente inmóvil.
El peso de la injusticia y el horror del mundo caen sobre Concha como uno de esos aguaceros súbitos y silenciosos que te dejan empapado y calado en instantes. En la mudez absoluta de la montaña, apenas si se entreoye el murmullo del hechicero que, enfundado en su sudadera roja y mugrienta, da vueltas y vueltas, a veces lento y a veces raudo: la letanía de su voz aguda y desencarnada, las inhalaciones que hace de tarde en tarde del humo de ocote y copal, la exhalación con los brazos abiertos cerniéndose sobre el pequeño cadáver recto encima del suelo pelón.
Se la llevó Diosito, piensa Concha, como si Dios fuera extraño pero bueno y tierno y supiera por qué mueren los niños y tuviera adónde llevárselos a todos a jugar y ya nunca tener hambre, ni miedo, ni pesadillas, ni soledad; como si fuera verdadera la fatua idea monoteísta de que es superior el Dios que nunca se aparece a los muchos dioses que se manifiestan en los elementos, en los animales, en la flora.
Aquí el tiempo se anda deteniendo todo el tiempo, piensa ella, pero no escribe la frase porque sabe que no puede moverse. El tiempo se ha apoderado de su cuerpo como todos los otros cuerpos, excepto el del mara’ákame, cuyos movimientos absurdos, mágicos, ni rápidos ni lentos, cada vez se parecen más a los de un ave, aun si es un ave inexistente, más grande que todas las otras aves.
Con asombro, y hasta con miedo, Concha de pronto cae en cuenta de que el sacerdote es el mismo al que le obsequió el reloj, sólo que ahora está a plena luz, con su cara y sus gestos de poseso, y no viste la sudadera negra de anoche; cambió de universidad, pero sí, es la misma mandíbula fuerte, es la misma mirada de demonio medio bueno, son las mismas manos anchas y fuertes sin el anular izquierdo, ahora lo ve claramente.
Concha se siente confusa, intrusa, estúpida, asustada. No sabe si el mara’ákame la ha visto, y no quiere que la vea, como si al darle el reloj le hubiera impuesto algo, por un lado, y le hubiera entregado, por otro, una parte fundamental de ella: la posibilidad de recordar a veces no sólo y ante todo a su abuelo, sino también los tiempos en que se daba cuerda a los relojes, antes de que se dieran cuerda automática con los movimientos del brazo y mucho antes, desde luego, de que los animaran las pilas, los tiempos de su abuelo.
El hechicero se mueve entre la luz creciente de la mañana como si aún se moviera entre los telones de la noche, ensimismado como humano y ágil como animal. Sus movimientos se van haciendo suaves y breves, la voz es cada vez menos audible y más aguda.
El mundo se detiene aún más, como película de Tarkovski, como documental de un sueño, piensa Concha. El mundo se detiene: punto. Los dioses observan el movimiento de las hojas. Los animales y los hombres siguen inmóviles, excepto la familia de la niña, que se ha ido retirando imperceptiblemente, como si a cada minuto dieran medio pasito atrás. ¿Van a dejar a la niña aquí? Sigue tan yerta como una rama, tan hermosa como fotografía de Álvarez Bravo. Concha oye su propia respiración, se acomoda en la silla coja. Hay veces que el mundo es absoluto y se recoge sobre sí mismo como una fiera, un cadáver, una nuez.
De súbito mago que descorre el paño negro en el escenario, o recamarera que destiende la cama en un hotel, el demonio bueno se ha abalanzado sobre la criatura y, con movimientos rapidísimos, le levanta la blusa azul y otras prendas indefinibles y le deja el torso desnudo, con los pechitos nacientes, pero ya redonditos, expuestos.
Concha grita de horror, pero hacia adentro. Núbil, muerto, hermoso, patético, el tórax de la niña despliega las costillas, la piel suavecita, los volcancitos, ante el frío y el sol de la mañana, la cara tapada hasta casi los ojos.
¿No pueden realizar sus ritos funerarios en un lugar más secreto, más sagrado?, se pregunta la antropóloga, asustada. ¿Tiene que ser tan absoluta y descarnada la prodigiosa mescolanza de lo sagrado y lo profano entre esta gente? Los pechos de la pobre niña muerta están a la vista de todos, hasta de una intrusa como Concha. ¿Le bajará también las enaguas, la dejará desnuda ante todos los que están vivos personas y zopilotes y carecen de su dramática inocencia?
Con dos piedritas marinas lisas el sacerdote recoge el tizón y lo pasa por encima del tórax inerme y lindo y le espira humo desde los deditos descalzos hasta la frente.
Concha, hipnotizada, mira este desnudamiento a la vez sagrado y profanatorio de un cadáver; del cuerpecito delicado e inconcluso de una púber que tal vez nunca se desnudó siquiera ante su mamá, dado el pudor indígena.
¿Se puede, entonces se debe, incluso, mostrar a los vivos el cuerpo desnudo de los muertos, sin ropa ni afeites, no para humillarlos, sino para honrarlos, para consagrarlos?
Mientras Concha aferra con fuerza el cuello de vidrio suave de la botella de agua mineral, el mago empieza primero a pulsar con las yemas de sus nueve dedos la frente, la mejilla, los labios, la barbilla, el cuello y el tórax de la criatura y, de pronto, se pone a chuparle los pezones, chupárselos como un hombre repleto de deseo, ¡no como mama el niño hambriento!
Con los labios entrompados y los ralos bigotes hirsutos, abarca todo lo que puede de los pechos, concentrándose, minucioso, en cada pezón, y luego los lame y tal vez hasta los mordisquea goloso.
Concha no vio nunca nada así; ni recuerda haber leído sobre algo semejante en toda la literatura antropológica. Sabe de la laxitud y latitud de las prácticas rituales de esta gente, pero esta succión sensual, llena de líbido y baba, este asqueroso desmán sacerdotal… Aborrece al brujo, lo detesta, le tiene horror y pánico y quisiera matarlo con sus propias manos; con esta botella, con esta silla. ¡Y que lo cuelguen de los pies, o los huevos, y que la gente lo patee, y las niñas lo escupan, y los niños lo apedreen!
De pronto, Concha entiende. Cree que entiende. Si nadie se abalanza sobre el curandero para hacerlo pedazos, tiene que haber una buena razón. Probablemente, se dice, lo que está haciendo es todo lo posible y necesario para conservar algo de la púber, algo intangible y al mismo tiempo denso, por así decir, para su familia y para su comunidad y para todos los vivos: los sobrevivientes, yo incluida. Esta gente no tiene fotos ni casets ni dvds, esta gente conserva el espíritu de los muertos de otras maneras, cavila.
La madre, el padre y el hermanito observan muy atentamente, esperando algo. El chamán ha dejado de poner su boca y sus manos sobre el cadáver. Lo deja ahí, con el torso desnudo, como si fuera una estatua tumbada, y de su itacate saca una botella de tequila y de la botella de tequila bebe un trago de un líquido oscuro y ese líquido oscuro como de piloncillo diluido se lo asperja a la niña con la boca, de arriba a abajo, varias veces. y, dejando la ollita del humo, se va.
Y al mismo tiempo que él se va, la niña se levanta, como un títere al que una fuerza con hilos invisibles jalara hacia arriba, primero por la nuca, luego por los hombros, después por los codos, y la cadera, y las rodillas, y los pies, con los cuales se echa a andar lentamente, mientras la camisa y demás prendas del tórax vuelven a caer en su sitio, hacia su familia, que le sonríe y también echa a andar, sin besos ni abrazos (y tal vez sin palabras), hacia el lejano borde del acantilado, haciéndose cada vez más pequeños el padre, el hijo, la madre y la hija, en ese orden.
No vinieron a la festividad. Vinieron al médico.
Huevos rancheros dice la “mesera” del Café París poniendo en la mesa un plato de plástico verde con tres huevos fríos sobre dos tortillas blanquísimas de trigo y un poco de salsa roja que parece de lata.
Concha sale corriendo a la calle, pero el brujo hace ya tiempo que desapareció, como también todos los demás. –
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