El descontento de Rusia

El nacionalismo ruso tiene una larga y conflictiva historia, que va desde el llamado de Lenin por la unidad soviética hasta el secesionismo de Yeltsin. Como demuestra la guerra con Ucrania, la relación de Rusia con sus “hermanas menores” sigue sin resolverse.
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El 19 de noviembre de 1990, Borís Yeltsin dio un discurso en Kiev para anunciar que, después de más de trescientos años de domino de los zares y luego del régimen totalitario soviético desde Moscú, Ucrania por fin sería libre. Rusia, dijo, no quería tener ningún papel especial en dictar el futuro de Ucrania, ni buscaba convertirse en el centro de ningún imperio futuro. Cinco meses antes, en junio de 1990, inspirado por los movimientos independentistas en el Báltico y en el Cáucaso, Yeltsin emitió una declaración de soberanía rusa que sirvió como modelo para las demás repúblicas soviéticas, incluyendo Ucrania. Aunque no llegaron al extremo de exigir una separación total, en sus pronunciamientos aseguraban que la URSS tendría únicamente el poder que sus repúblicas estuvieran dispuestas a otorgar.

Las ambiciones imperiales rusas pueden parecer antiguas y persistentes. Incluso medios relativamente sofisticados presentan a un Kremlin empeñado en dominar a sus vecinos que parece haber pasado de los zares a Stalin, y de Stalin a Putin. Así que vale la pena recordar que, no hace mucho, Rusia le dio la espalda al imperio. De hecho, en 1990 y 1991 fue el secesionismo ruso –junto con los movimientos separatistas al interior de las repúblicas– lo que derrumbó a la URSS. Para vencer el intento del líder soviético Mijaíl Gorbachov de preservar la unión, Yeltsin fusionó las preocupaciones de los demócratas liberales y los nacionalistas conservadores rusos en una alianza improbable. Como el Make America great again de Trump, o el Brexit de Boris Johnson, Yeltsin insistió en que los rusos, el grupo dominante en la Unión Soviética, eran un grupo oprimido. Pugnó por la separación de los otros que eran vistos como una carga para permitir la renovación rusa.

Las raíces del descontento nacionalista se hallan en el estatus particular que tenía Rusia dentro de la Unión Soviética. Una vez que los bolcheviques tomaron el control de la mayor parte del territorio que había sido imperio de los zares, Lenin declaró “la guerra a muerte contra el chovinismo de la Gran Rusia”, y propuso alzar a las “naciones oprimidas” de las periferias. Para combatir la inequidad imperial, Lenin llamó a la unidad, creó una federación de repúblicas divididas por nacionalidad. Las repúblicas entregaron su soberanía política a cambio de integridad territorial e instituciones educativas y culturales en sus propias lenguas, y la elevación de la nacionalidad “titular” local a puestos de poder. La política soviética, siguiendo a Lenin, concebía a las repúblicas como patrias para sus respectivas nacionalidades (con regiones y distritos autónomos para las nacionalidades menos numerosas alojadas dentro de ellas). La excepción fue la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, abreviada como rsfsr, que continuó siendo un territorio administrativo que no estaba asociado con ninguna “Rusia” histórica ni étnica.

Rusia fue la única de las repúblicas soviéticas que no tuvo su propio Partido Comunista, su propia capital ni su propia academia de ciencias. Estas omisiones contribuyeron al traslape incómodo entre “ruso” y “soviético”.

Fue Iósif Stalin, un georgiano, quien promovió a los rusos al sitio de “primeros entre iguales” en la Unión Soviética, confirmado por su brindis de posguerra que daba crédito, “sobre todo, al pueblo ruso” de la victoria de los soviéticos sobre la Alemania nazi. Nikita Jrushchov continuó el compromiso soviético con la formación de una comunidad multiétnica que eventualmente convergiera en un sistema económico, cultural y lingüístico compartido. En este crisol soviético, Rusia era una especie de hermano mayor, en especial para las naciones supuestamente menos avanzadas de Asia Central. El ruso continuó siendo el idioma soviético de la movilidad ascendente; la historia y la cultura rusa eran las más celebradas, y los rusos en general consideraban que la Unión Soviética era “suya”. Al igual que los estadounidenses blancos que etiquetaban a otros grupos como “étnicos”, los rusos se veían a sí mismos como la norma en relación con las “minorías nacionales”.

Para el final de la década de los sesenta, la Unión Soviética estaba conformada por una sociedad en su mayoría urbana y educada cuya legitimidad descansaba en su estatus como un Estado de bienestar estable. Liberados del terror, la guerra y las movilizaciones masivas de las décadas anteriores, los ciudadanos soviéticos pasaban su tiempo libre mirando la televisión y escuchando discos (algunos prohibidos por el gobierno, pero fácilmente asequibles gracias a las tecnologías de consumo producidas por el Estado). Después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en la que entre veinte y veintiocho millones de ciudadanos soviéticos murieron, la estabilidad ganada en las décadas de posguerra llevó a que algunas personas se preguntaran cómo sería llevar una vida significativa una vez concluida la era de constantes luchas. La pregunta resultaba particularmente apremiante para la generación que se hizo adulta después de la muerte de Stalin en 1953. Ellos heredaron los logros más altos del Estado soviético –la victoria sobre Hitler, la conquista del espacio–, pero carecían de una causa histórica unificadora. Como sus pares en otras sociedades altamente desarrolladas de la década de los setenta, buscaron respuestas en los esfuerzos en pos de la mejora personal, en el despertar espiritual, en el hedonismo sin rumbo y en el activismo ambientalista. Algunos ciudadanos soviéticos idealizaban al Occidente inaccesible. Mientras que otros buscaban sus “raíces” en distintos pasados nacionales. El Imperio soviético subsidió distintas identidades etnoculturales subordinadas a una que era comunista (rusa) y universalizante. Con el paso del tiempo esta última se fue vaciando, y las otras estaban listas para ocupar ese espacio.

Los escritores del movimiento denominado “prosa de la aldea” expresaron el sentir de varias nacionalidades de la pérdida del patrimonio. Estos autores, nacidos en zonas rurales y que estudiaron en Moscú, enmarcaban a los pobladores de los pueblos como los auténticos depositarios de la tradición, en un tono elegiaco equivalente al de contemporáneos extranjeros como Wendell Berry en Estados Unidos o John McGahern en Irlanda. Los más catastrofistas temían que la tierra y el pueblo ruso estuvieran bajo asedio de fuerzas más allá de su control. La novela apocalíptica El adiós a Matiora (1976), de Valentín Rasputin, se inspiró en la inundación de su pueblo natal para crear la estación hidroeléctrica de Bratsk. En la novela, la vieja viuda Darya condena el proyecto como una catástrofe ecológica y espiritual. Lamenta la destrucción de su hogar ancestral, pero, en lugar de reubicarse en la ciudad, ella y varios más se quedan en el pueblo y mueren ahogados.

El movimiento de la “prosa de la aldea” no estaba solo en percibir que la identidad rusa se hallaba bajo amenaza en la Unión Soviética. Su preocupación era compartida por los apparátchiki rusos como Dmitri Polianski, un integrante del politburó, y otros miembros de la intelectualidad como el editor de la revista Octubre, Vsévolod Kóchetov. Para ellos, la Unión Soviética era la reencarnación del Imperio ruso, destinado a retomar su manto histórico como una autocracia anti-Occidental arraigada en un campesinado revitalizado. Supuestamente estaba siendo entorpecido por los judíos (y, cada vez más, por personas del Cáucaso y de Asia Central), que vivían del trabajo y de los recursos rusos, e impedían su progreso. A partir de la década de los sesenta, el partido de Estado soviético se apropió de los sentimientos nacionalistas rusos para robustecer su legitimidad en declive. Instituciones oficiales como la editorial Molodaya Gvardiya y la Sociedad Rusa para la Protección de la Cultura y los Monumentos operaron como centros clave para el reclutamiento de personas a la causa nacionalista rusa.

Gran parte de la cultura que los nacionalistas rusos produjeron era compatible con la imagen que la Unión Soviética tenía de sí misma. El pintor Iliá Glazunov glorificaba a figuras como Iván el Terrible y a san Sergio de Rádonezh junto a retratos de Leonid Brézhnev, el secretario general del Partido Comunista. El crítico eslavófilo Vadim Kozhinov declaró que Rusia había salvado al mundo tres veces: de Gengis Kan, de Napoleón y de Hitler. Es importante considerar que el elogio a los logros rusos algunas veces iba acompañado de la indignación acerca de los malos tratos recibidos, y otros materiales más radicales circulaban a manera de samizdat (una forma de autopublicación). A Aleksandr Solzhenitsyn, que consideraba al comunismo como una ideología extranjera que separaba a Rusia de su herencia ortodoxa, le fue retirada su ciudadanía soviética después de una despiadada campaña de prensa que lo acusó de “estar desbordado de odio patológico” por el país y por su gente.

Mientras que los nacionalistas rusos como Solzhenitsyn fueron castigados por desafiar directamente el derecho de gobernar soviético, los líderes soviéticos eran castigados por desafiar al nacionalismo ruso. En 1972, Aleksandr Yákovlev, el jefe en turno del Departamento de Propaganda del Comité Central y más adelante uno de los principales asesores de Gorbachov, publicó una carta en un periódico soviético en la que atacaba tanto a las formas disidentes como a las que seguían la línea oficial del nacionalismo ruso. Este artículo llevó a la remoción de Yákovlev y su transferencia a la embajada en Ottawa.

La imagen más popular y la más ampliamente reconocida de la victimización rusa fue creada por el escritor, director y actor Vasili Shukshín. Shukshín nació en la región Altái de Siberia, hijo de un padre campesino que fue ejecutado durante la colectivización forzada de la agricultura ordenada por Stalin (un hecho que se excluyó de su biografía oficial por considerarse impropio de un miembro del Partido Comunista). Después de mudarse a Moscú, se hizo famoso por los relatos jocosos en los que campesinos excéntricos se resistían a adaptarse a la vida moderna tocando la balalaica o yendo a los baños de vapor. Para principios de la década de los setenta, sin embargo, sus personajes cada vez estaban más perdidos y marginalizados. El último empeño de Shukshín como director de cine y su éxito más grande, Kalina krasnaya (1974) –distribuida como El árbol rojo–, se centra en Yegor, un exconvicto que lucha por encontrar su sitio después de escapar del hambre en el campo cuando era joven. “No sé qué hacer con esta vida”, le dice Yegor a su amable corresponsal epistolar que termina recibiéndolo en su casa después de que sale de la cárcel. Yegor finalmente reconecta con sus raíces rurales y comienza una nueva vida como conductor de tractor, pero su redención es interrumpida cuando los miembros de su antigua pandilla aparecen y lo matan ahí mismo en un campo. “No sientan pena por él”, dice fríamente el asesino mientras fuma un cigarro. “Él nunca fue una persona; fue un mujik [un campesino]. Y hay muchos de esos en Rusia.”

La alegoría de Shukshín sobre la emasculación y la pérdida de las raíces era un reflejo de su perspectiva cada vez más sombría: en conversaciones privadas, se lamentaba por el estado de pobreza y abandono del campo ruso, y mencionaba que sus parientes hombres eran alcohólicos o estaban encarcelados. “Hay problemas en Rus’, grandes problemas”, escribió en su cuaderno. “Lo siento en mi corazón.” Pero su trabajo era irónicamente sentimental, no era ni iracundo ni acusatorio, y su salida del campesinado y su entrada a la intelectualidad sirvió como modelo para los mitos oficiales sobre el ascenso social. Shukshín ganó los principales premios y se benefició del amplio apoyo del Estado.

Sin embargo, cuando Shukshín murió de un ataque al corazón poco después del debut de Kalina krasnaya, algunos nacionalistas susurraron que, como su famoso héroe, había sido víctima de la depredación. El escritor Vasili Belov, miembro del grupo de la prosa de la aldea y amigo cercano, escribió en su diario que “si [los judíos] no lo envenenaron [a Shukshín] directamente, entonces sin duda lo envenenaron indirectamente. Su vida entera estuvo envenenada por judíos”. Su director de fotografía, Anatoli Zabolotski, aseguró en el borrador de sus memorias (escritas a principios de la década de los ochenta) que Shukshín había leído Los protocolos de los sabios de Sion antes de su muerte y que quedó en shock después de enterarse de que los rusos estaban siendo víctimas de un “genocidio”. Zabolotski sugirió que el actor que interpretó al asesino de Yegor y su esposa (judía) habían matado a Shukshín para proteger el secreto.

Hasta finales de la década de los ochenta, la xenofobia paranoica de los nacionalistas rusos (que incluía afiches en contra de la música disco y de los aeróbics) era algo medio oculto e irrelevante para la mayoría. Durante la perestroika (reforma) y la glásnost (transparencia) de Gorbachov, sin embargo –cuando todo, desde el Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn (1973) hasta la astrología, estaba permitido–, las preocupaciones de los intelectuales nacionalistas hallaron vías más libres y amplias de expresión en la vida política, donde además se sumaron a las insatisfacciones más generales. Mientras que los activistas en el Cáucaso y en el Báltico exigían más autonomía política y cultural, en abril de 1989 las tropas soviéticas aplastaban una gran manifestación en Tiflis. Las denuncias de esta represión dieron inicio a las sesiones televisadas del Primer Congreso de los Diputados del Pueblo de la URSS en mayo de 1989. Valentín Rasputin estaba entre los delegados. Después de escuchar a los diputados del Báltico y de Georgia quejarse acerca del imperialismo ruso, Rasputin tomó la palabra para sugerir amargamente:

¿Quizás es Rusia quien debería separarse de la Unión, ya que la acusan de todos sus infortunios y ya que su atraso y su torpeza obstruye las aspiraciones progresistas de ustedes? […] Entonces podríamos pronunciar la palabra “ruso” sin temor a ser reprendidos por nacionalistas, podríamos hablar entonces abiertamente acerca de nuestra identidad nacional. […] Créanme, estamos cansados de ser chivos expiatorios, de ser motivo de burlas, de que nos escupan encima.

Influido por las exigencias de otras repúblicas, el resentimiento de larga data de los nacionalistas rusos se estaba transformando de manera acelerada en separatismo.

La devolución política y económica de la URSS por parte de Gorbachov produjo caos, incluida una severa escasez de alimento. Los medios, de súbito sin censura, exponían la violencia y la degradación que iba desde las represiones estalinistas hasta la fallida guerra en Afganistán. En respuesta a la andanada de malas noticias, la intelectualidad lamentaba la “ruina total” de Rusia. El historiador cultural y sobreviviente del gulag Dmitri Likhachov dijo que el régimen comunista había “humillado y robado tanto a Rusia, que los rusos apenas podían respirar”. En Collapse. The fall of the Soviet Union (2021), Vladislav Zubok relata cómo la idea separatista fue adquiriendo empuje durante la primera mitad de 1990 gracias a tres fuerzas “mutuamente hostiles”: los nacionalistas rusos dentro del partido y de las élites, la oposición democrática que dominaba la política en Moscú y las masas que apoyaban al rival de Gorbachov, Yeltsin, un apparátchik carismático que se transformó en el “zar del pueblo”.

Yeltsin, que fue elegido como el primer jefe del Sóviet Supremo de la rsfsr, azuzó a las masas al declarar que la Unión Soviética les robaba dinero a los rusos para subsidiar a Asia Central. “¡Ya fue suficiente con darles de comer a otras repúblicas!”, exclamó en un discurso a los obreros, quienes respondieron con un cántico en contra de Gorbachov. Yeltsin llamó a la “resurrección espiritual, democrática y nacional” de Rusia, y prometió redistribuir los recursos entre la gente. Aunque Yeltsin hizo propios algunos elementos de las ideas de los nacionalistas conservadores, él era también pro-Occidental y buscó avanzar la democratización y la mercantilización, a las cuales aquellos se oponían.

Contrario a Yeltsin, Gorbachov soñaba con crear un “hogar europeo en común” que incluyera a todas las personas de la URSS en una relación mucho más cercana con Occidente. Para finales de 1990, todas las repúblicas soviéticas respondieron al vacío de autoridad central y al ejemplo que pusieron los exsatélites soviéticos en Europa del Este al declararse soberanos (y en varios casos, independientes). Sin embargo, la forma futura que tomaría su relación con la unión seguía sin estar clara y posiblemente todavía era compatible con la visión de Gorbachov de una federación más equitativa.

En noviembre de 1990, Yeltsin viajó a Kiev como parte de una estrategia para debilitar a Gorbachov por medio de una nueva unión desde abajo, basada en los vínculos “horizontales” entre Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán. Como sucedía con otras élites políticas de su tiempo, el empleo de la palabra “soberanía” en los discursos y en el material promocional de Yeltsin resultaba ambiguo. De acuerdo con su asesor, Guennadi Búrbulis, el ensayo “Reconstruir Rusia” de Solzhenitsyn, publicado poco tiempo antes, ejerció una influencia enorme en Yeltsin. El texto aseguraba que el pueblo ruso estaba exhausto y proponía disolver la URSS y al mismo tiempo retener un núcleo eslavo de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, junto con las zonas pobladas por rusos de Kazajistán. La idea de Solzhenitsyn de que estos tres grupos de personas “surgieron de la preciosa Kiev” era una que compartían muchos rusos que no necesariamente se identificaban a sí mismos como nacionalistas, pero asumían que se mantendrían unidos.

Las expectativas de Yeltsin de un acercamiento a Ucrania pronto se vieron frustradas. En agosto de 1991, el fallido intento de golpe de los comunistas de línea dura puso punto final a las esperanzas de Gorbachov de revitalizar a la unión y consolidó el poder de Yeltsin, para ese momento el primer presidente electo de la rsfsr. El Rada Suprema, el parlamento ucraniano, aprobó una ley que proclamaba a Ucrania como un Estado independiente con un territorio “indivisible e inviolable”. Yeltsin, aterrado ante la posibilidad de perder Crimea, le pidió a su jefe de prensa que anunciara que la república rusa se reservaba el derecho de reconsiderar sus fronteras, y con ello enfureció al líder ucraniano Leonid Kravchuk. El gobierno de Yeltsin se echó para atrás y reconoció todas las fronteras existentes y, para diciembre de 1991, Yeltsin se unió con los líderes de Ucrania y Bielorrusia en el bosque de Belavezha para disolver oficialmente a la URSS. Los nacionalistas rusos conservadores estaban enfadados por el súbito fin del control de Moscú sobre la región, pero como lo explica Zubok, fueron ellos quienes habían planteado la cuestión de la soberanía rusa en un principio y se opusieron a Gorbachov cuando él luchaba por salvar a la unión.

El presidente kazajo Nursultán Nazarbáyev se enteró de la reunión en Belavezha después de que esta había sucedido. Yeltsin consideró que Kazajistán debía ser parte de una nueva comunidad de Estados independientes, pero quería dejar fuera a las repúblicas “musulmanas” de Asia Central. Nazarbáyev insistió en su inclusión, y al final lo consiguió. De acuerdo con el libro Central Asia (2021), de Adeeb Khalid, la independencia absoluta de la Unión Soviética era algo “inesperado y, en muchos sentidos, no deseado tanto por los ciudadanos como por las élites políticas de Asia Central”. Como proveedora de materias primas, la región estaba en desventaja por el aislamiento de las estructuras económicas de la unión. Por muy grande que fuera su entusiasmo por fortalecer la identidad y la autonomía nacionales, algunos políticos y miembros de la intelectualidad consideraban que incluso una unión debilitada con Rusia era preferible a la separación. La sorpresiva disolución proclamada en Belavezha fue la ironía final del Imperio soviético: para pueblos considerados inferiores, incluso su libertad fue dictada por Moscú.

Mientras que las otras naciones del antiguo bloque del Este celebraban un “regreso a Europa”, la fusión de lo ruso y lo soviético impidió la creación de una identidad nacional que se basara en quitarse de encima un yugo extranjero que la oprimía. Yeltsin esperaba que Rusia fuera bienvenida en “Occidente” con un gran paquete de ayuda y su ingreso a la otan. En cambio, se le dejó en el “Este” y apenas recibió una magra asistencia humanitaria. Después de décadas de que se les dijera que representaban a la civilización más avanzada del mundo, los rusos se vieron reducidos a comer raciones caducas del ejército estadounidense. La “terapia de choque” económica del gobierno de Yeltsin, implementada en concordancia con asesores occidentales, trajo al país una atmósfera de ilegalidad brutal que enriqueció a unos cuantos y empobreció a muchos otros. El economista neoliberal de Harvard Jeffrey Sachs y el Harvard Institute for International Development en Moscú ayudaron a diseñar la reforma de mercado y el paquete de privatizaciones de Yeltsin, que fueron implementados a una velocidad vertiginosa. Las tasas de crimen y mortalidad se dispararon al tiempo que los ahorros desaparecieron de la noche a la mañana.

Apabulladas por la inflación y las carencias, varias repúblicas y regiones rusas desarrollaron movimientos soberanos destinados a conseguir ventajas políticas y económicas por encima de otros territorios (incluida la tierra de Yeltsin, el óblast de Sverdlovsk, que por un breve tiempo se declaró la “República de los Urales”). Estas fueron en gran parte controladas por la Constitución de diciembre de 1993 de Yeltsin. La República de Chechenia, sin embargo, continuó buscando la independencia total, lo que llevó a que Yeltsin tomara la desastrosa decisión de invadirla en 1994. La Federación Rusa era una red de repúblicas basadas en la nacionalidad, distritos autónomos y regiones territoriales sin un concepto unificador. En junio de 1996, el gobierno de Yeltsin anunció un concurso para generar una nueva “idea nacional”. Nunca se eligió al ganador.

Los políticos nacionalistas rusos intentaron convertir la pobreza y la desilusión en votos contra Yeltsin. Vladímir Zhirinovski, un provocador racista y antisemita y el líder de un partido con el engañoso nombre de Partido Liberal-Demócrata de Rusia (PLDR), pedía un restablecimiento de un Estado autocrático ruso dentro de las fronteras de la era soviética. El Partido Comunista de la Federación Rusa de Guennadi Ziugánov ofrecía una suerte de imperialismo ruso al estilo estalinista influido por el concepto de “eurasianismo” propuesto por Lev Gumiliov. Estos partidos lograron un éxito electoral moderado. El PLDR tuvo un buen desempeño en las elecciones de 1993 y Ziugánov quedó atrás de Yeltsin por solo tres puntos porcentuales en las elecciones presidenciales de 1996. Pero muchos rusos, en especial la generación más joven, estaban más interesados en los problemas y las posibilidades del presente (incluidos los viajes al extranjero y los bienes de consumo), más que en el mesianismo chovinista que miraba al pasado.

A lo largo de la década de los noventa, las imágenes de pérdida de poder y venganza fueron adquiriendo más fuerza en la cultura popular rusa. Los hombres perdidos de las historias de Shukshín, por ejemplo, se transformaron en héroes de acción que ofrecían una masculinidad redentora por medio de la violencia. Danila, el protagonista del éxito de cine Brother (1997) y Brother 2 (2000), es un joven veterano de la guerra de Chechenia emprendida por Yeltsin, nacido en un pueblo empobrecido. En una escena al inicio de la película, su abuela dice que Danila es un caso perdido y que morirá en prisión como su padre. Ella lo envía a San Petersburgo a que su hermano mayor sirva como su mentor, y este resulta ser un asesino a sueldo de la mafia. En lugar de ser víctima, Danila se convierte en un vigilante honesto que persigue a los malos (en especial a hombres del Cáucaso), y protege a los débiles (rusos y rusas pobres).

En la secuela, Danila viaja a Estados Unidos para rescatar a las víctimas de un imperio del mal liderado por un empresario estadounidense aliado con la mafia ucraniana de Chicago y los “nuevos rusos “ de Moscú. Los “Otros estereotípicos” encarnan las amenazas que enfrentaban los rusos; en Chicago, conoce a una trabajadora sexual de nombre Dasha que es manejada por un padrote afroamericano abusivo. En el clímax de la película, Danila cobra venganza con un tiroteo en una discoteca en el distrito ucraniano de la ciudad. La buena moral está claramente de su lado: Danila declara su amor por su patria y repite eslóganes de la Segunda Guerra Mundial, del estilo: “Los rusos en la guerra no abandonan a los suyos.” Al final de la película, él y Dasha beben vodka en un vuelo de regreso y la canción “Goodbye, America” (cantada por un coro de niños) suena de fondo. Brother 2 se estrenó en 2000, el año en el que Vladímir Putin llegó al poder.

Putin mantuvo su distancia frente a los nacionalistas, afirmó que Rusia era parte de la “cultura europea” y cooperó con la invasión estadounidense a Afganistán, al mismo tiempo que tenía como una oposición leal en el parlamento al PLDR y a los comunistas. Como Yeltsin, selectivamente incorporó aspectos de sus ideas, por ejemplo, en su decisión de recuperar el himno soviético. Rechazó otros de los caballitos de batalla de los nacionalistas rusos, incluidos el racismo explícito y el antisemitismo. Los precios al alza tanto del petróleo como del gas durante los dos primeros periodos de Putin (2000-2008) mejoraron significativamente la calidad de vida de los rusos. Putin defendió cada vez más que la misión del país era ser un bastión de valores tradicionales que estaba listo para buscar restituciones por las indignidades sufridas en los años anteriores.

La anexión de Crimea en 2014 elevó los índices de aprobación de Putin a niveles históricos entre rusos étnicos, así como entre tártaros, chechenos y otros grupos de la Federación Rusa. Sin embargo, el entusiasmo público por una expansión territorial mayor seguía siendo limitado. En enero de 2020, una encuesta realizada por el Levada Center descubrió que el 82 por ciento de los rusos pensaban que Ucrania debería ser un Estado independiente. Las encuestas anuales han demostrado consistentemente que los rusos prefieren tener un alto estándar de vida que tener un estatus de poder muy alto (excepto en el momento de resplandor posterior a la anexión de Crimea en 2014). Ahora, mientras Putin intenta canalizar la sensación de agravio nacional para apoyar una guerra a gran escala contra el vecino al que una vez se le prometió la libertad, el caso soviético sirve como recordatorio de que el resentimiento es un arma impredecible. El orgullo y la victimización de los rusos sirvió para impulsar al Imperio soviético en un momento en que la ortodoxia comunista perdió la capacidad de convencer. Pero al final alimentó los argumentos de que la ambición imperial imponía un costo demasiado alto para el pueblo ruso, convirtiéndolo en un recurso desechable.

Shukshín murió en el letargo relativo de la década de los setenta soviéticos, cuando había una especie de desorientación nacional que no necesariamente estaba vinculada con un programa político. Su obra no idealizaba un pasado desaparecido ni un futuro brillante. No había chivos expiatorios ni salvadores, y los intentos de venganza terminaban en autodestrucción. En su relato “Bastardo” (1970), un exconvicto del campo considera matar a un hombre que cree que lo humilló, pero en lugar de hacer eso decide suicidarse. Durante sus momentos finales, siente “la paz de una persona perdida que entiende que está perdida”.

Putin se hizo adulto en la década de apogeo de Shukshín, y conoce su obra. Como los nacionalistas rusos que alguna vez susurraron sobre asesinatos, él ha intentado apropiarse de la memoria de Shukshín para sus propios fines. En noviembre de 2014 hizo acto de presencia en la adaptación teatral de los relatos de Shukshín en el centro de Moscú. Era el Día de la Unidad Nacional, un día de asueto imperial que su administración recuperó porque recordaba la expulsión de las fuerzas polacolituanas del Kremlin en 1612 y la fundación de la dinastía Románov. En las palabras que pronunció al subir al escenario, Putin elogió a Shukshín por mostrar a “hombres sencillos, porque esta es la esencia de Rusia”. “Es una pena que Shukshín no esté más con nosotros”, concluyó Putin. “Por lo menos tenemos a sus héroes. Rusia depende de ellos.” ~

Traducción del inglés de Pablo Duarte.
Publicado originalmente en Aeon.

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s escritora e historiadora de Rusia y Europa del
Este. Exreportera en Moscú, sus artículos se han publicado en
The New York Times, Foreign Policy, The Washington Post y The
Atlantic, entre otros


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