Ilustración: Aldo Jarillo

El dispositivo expuesto: algunas limitaciones de la crítica de arte actual

La crítica de arte, antes innovadora, se encuentra atascada: cita profusamente diversas teorías políticas para apoyar o derribar a las prácticas artísticas. Se precisa otra metodología y otro uso de lo teórico para acercarse al arte.
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El monologismo […] niega que fuera de él exista otra conciencia con los mismos derechos y capaz de responder en pie de igualdad […]el otro permanece siendo solamente un objeto de conciencia y no puede constituir otra conciencia.

Mijaíl Bajtín, Problemas de la poética de Dostoievski (1963)

La crítica y la teoría

Llevo varios años escribiendo sobre una nueva área de la práctica artística dialógica, en la que la relación convencional entre el arte y el mundo social, así como entre el artista y el espectador, está transformándose. De naturaleza frecuentemente colaborativa, esta obra es producida por artistas y colectivos a lo largo de América, Europa, África, Asia y el Medio Oriente. Si bien es bastante diversa en todo lo demás, la impulsa un deseo común de establecer nuevas relaciones entre la práctica artística y otros campos de producción del conocimiento, del urbanismo al ambientalismo, de la educación experimental al diseño participativo. En muchos casos ha estado inspirada por, o afiliada a, nuevos movimientos de justicia social y económica alrededor del mundo. Vemos también un compromiso persistente con la resistencia y el activismo, así como un deseo de ir más allá de las definiciones existentes tanto de arte como de lo político. ¿Cómo estas prácticas redefinen o transforman nuestro entendimiento de la experiencia estética? ¿Y cómo cuestionan las nociones preconcebidas del objeto de arte? Dichos cambios tienen implicaciones significativas para el crítico o historiador que escribe sobre la obra. En particular, requieren nuevas metodologías y maneras de pensar en los modos de recepción y producción. He notado que, para los críticos tradicionales, es difícil hablar con claridad analítica de aquello que podemos denominar prácticas artísticas sociales o comprometidas. En este ensayo, quiero explorar varias características del discurso contemporáneo de la crítica de arte que han impedido una comprensión más profunda de este tipo de obra. También propongo algunas maneras de replantear el discurso crítico en respuesta a los retos particulares que este implica.

Empezaré por delinear algunas otras consideraciones generales relacionadas con el estatus de la teoría dentro de la crítica de arte contemporánea. En su forma más familiar, el crítico de arte o historiador toma hoy el papel de un “subcontratista”, siguiendo la memorable frase de Sylvia Lavin, que importa teorías desarrolladas por académicos de tradiciones intelectuales muy diversas para usarlas en el análisis de obras de arte específicas. Si bien esto puede, en ocasiones, lograrse con cierta sutileza y sofisticación, el acercamiento más típico supone una exégesis directa en la que una teoría específica, reducida a un conjunto de nociones, simplemente se yuxtapone con una obra de arte como si su mera coexistencia, en el espacio del ensayo, probara por sí sola que comparten relevancia analítica. Mientras que los nombres propios varían en el tiempo, el gesto se ha mantenido de manera consistente durante las casi tres décadas en que llevo practicando la crítica de arte contemporánea. Dado que, por lo común, el crítico de arte o el historiador no pueden adjudicarse una pericia sustantiva en el área de la teoría que invocan, este material a menudo termina funcionando como una especie de discurso maestro. Rara vez someten la teoría a algún cuestionamiento importante y tampoco pueden desafiar las premisas fundacionales o las interpretaciones de obras filosóficas que presenta el teórico en cuestión. Como resultado, el crítico simple y llanamente reitera los puntos clave de una teoría dada, omitiendo las texturas más profundas de su pensamiento y las contradicciones y tensiones de la teoría misma. Esta funciona entonces como un aparato autocontenido y autoevidente que puede ser traído a la escena del compromiso crítico para realizar el trabajo del análisis profundo o la desmitificación política.

En un nivel estilístico, este acercamiento implica giros gramaticales que nos resultan conocidos gracias a las incontables reseñas de arte, catálogos de exhibiciones y libros en los que a la frase “según Žižek” (o Badiou o Deleuze o Rancière o Nancy o Agamben o Derrida) le sigue la recitación de alguna verdad sucinta acerca de la maldad inherente a las identidades colectivas, la capacidad ilimitada que tiene cualquier Estado o el sistema capitalista de cooptar a la disidencia, o la naturaleza intrínsecamente transgresora de las formas de significado ambiguas o indeterminadas. Las que alguna vez fueron perspectivas catárticas sobre la contingencia del conocimiento trascendental han quedado reducidas a una especie de catecismo para ser repetido como artículo de fe, sin importar su contexto o relevancia. Esto tiene como efecto la promoción de un modelo de crítica de arte en el que se asigna importancia primordial a la habilidad de explicar textos teóricos en términos más simples o accesibles que aquellos en los que se escribieron originalmente. Un ensayo de Ellen Feiss –publicado en la revista en línea Art & Education y dedicado al proyecto Immigrant Movement International (IMI), de Tania Bruguera, en Corona, Queens– puede servir como ejemplo típico. Más de la mitad del texto lo ocupa una descripción del análisis de Wendy Brown del discurso de los “derechos” en teoría política.

((“Whats is useful? The paradox of rights in Tania Bruguera’s ‘Useful art’”, septiembre de 2012.
 
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 Dado que el proyecto de Bruguera se relaciona con el discurso de los derechos y trata acerca del estatus legal y político de los migrantes, el ensayo lo exhibe, a partir de Brown, como cómplice de una lógica de subyugación más amplia. En este caso, se podría argumentar que la artista se ha adentrado, no sin ingenuidad, en controvertidas aguas políticas, causando más daños que beneficios en su simplón intento por ayudar a los migrantes, apoyando sin advertirlo a la lógica de hierro del humanismo neoliberal.

Si bien la autora basa por completo su interpretación en el trabajo teórico de Wendy Brown, no logra adentrarse a profundidad en las numerosas críticas que se le han realizado (solo las cita de pasada), y termina presentándolo como un fait accompli heurístico, un hecho consumado que puede aplicarse sin cuestionamientos. Hay mucho que decir sobre este tipo específico de críticas y el peso que tienen en cualquier análisis potencial del trabajo de Bruguera, pero ahora quiero enfocarme en un segundo tema más directamente relacionado con la cuestión de la metodología de investigación. Si bien la autora consume varios párrafos para explicar la teoría de Brown, en ningún momento proporciona un recuento sustantivo del trabajo de Bruguera. El hecho de que el proyecto IMI eche mano de la terminología de los derechos se toma como evidencia suficiente de su fracaso en los términos que delinea la teoría de Brown. Bien puede ser que la obra de Bruguera sucumba ante fuerzas que pueden ser explicadas por la crítica de los derechos, pero no tenemos manera de saberlo sin una descripción detallada de cómo el proyecto de Bruguera funciona en la práctica. La investigación de Ellen Feiss a ese respecto consiste solo en extractos de declaraciones publicadas en la página web del IMI, junto con una sola anécdota tomada de una conferencia en la que Bruguera habla de un viaje en taxi que hizo a Queens. Ciertamente este material es parte del proyecto, pero de ninguna manera provee de algún indicio importante de su naturaleza como un todo.

En lugar de tomarse el trabajo de examinar el proyecto a detalle y observar los cambios que han ocurrido en su organización social a lo largo del tiempo, las modulaciones de la participación, los momentos de intuición y reposo, y las formas en que los participantes se adaptaron o desafiaron la autoridad del Estado, de las agencias públicas y de la misma Bruguera, la autora reduce el acto crítico a una especie de silogismo (Brown nos dice que el lenguaje basado en derechos es problemático, Bruguera utiliza el concepto de derechos, por lo tanto su proyecto es problemático). Como resultado, ignora la complejidad de lo que sucede en la práctica cuando un conjunto de ideas abstractas acerca de las condiciones de los migrantes toma forma física, social e institucional; cuando estas se convierten en acciones susceptibles de ser respondidas en lugar de simplemente afirmarse como declaraciones axiomáticas (sobre derechos, migración y demás). Es posible que los participantes del proyecto IMI hayan considerado por lo menos algunos de los temas tratados por Brown en sus deliberaciones y diálogos, manifestando así la capacidad autorreflexiva que la crítica misma busca proporcionar. También es posible que el performance real de este proyecto, tal y como se desarrolló a lo largo de varios meses, considerara temas que se extienden mucho más allá de la esfera de los “derechos”, trascendiendo las intenciones y expectativas de la artista. En cualquier caso no tenemos manera de saberlo, ya que el conocimiento que Feiss tiene del proyecto mismo, tal y como está representado en su ensayo, se mantiene en lo superficial. Presento esto no tanto para poner en evidencia a una autora en específico (como críticos e historiadores no siempre nos es posible ser testigos presenciales de cada proyecto sobre el que escribimos), sino como una reflexión acerca del problema que existe al aplicar ciertas convenciones de la crítica de arte a las prácticas dialógicas. Al escribir sobre algún objeto de arte, el crítico necesita estar presente ante la obra durante un periodo de tiempo limitado (algunas horas, un día) para adquirir siquiera un entendimiento básico del mismo. Por lo menos, uno puede encontrar una reproducción en alta definición de una pintura o escultura que capture algo de la naturaleza de la pieza real. Proyectos complejos y de largo plazo como el IMI requieren formas de investigación diferentes y más extensivas si la intención es involucrarse con ellas con alguna claridad.

Nuevos criterios

El poder casi trascendente que se le atribuye a la teoría en la crítica de arte contemporánea puede rastrearse, en parte, hasta la fundación en 1976 de la revista October. Como señala su declaración de misión editorial, October buscaba brindar un foro para el “discurso crítico intensivo” con un “fuerte énfasis teórico”. Se presentaba a sí misma como rebelde, incluso revolucionaria, marginal y desafiante de la hegemonía que ejercía la crítica de arte sin suficiente rigor, propia de revistas sobreespecializadas como Artforum. De acuerdo con los editores de October, las revistas de arte existentes habían sacrificado su “autonomía intelectual” a favor de un “periodismo pictórico” caracterizado por “ilustraciones elaboradas” (de ahí el diseño austero, sin imágenes, de las páginas de October). También es sintomático que los editores de October buscaran, en la misma declaración, distanciarse de las prácticas artísticas abiertamente activistas, a las que equiparaban con los peores excesos del estalinismo y el “realismo socialista”. Para hablar de los peligros que suponen aquellas obras de arte que toman al mundo social como marco de referencia, en lugar de las convenciones mismas del arte, los editores ponían como ejemplo un mural antibélico que había hecho en Nueva York un artista que tenía la desgracia de ser blanco y liberal. Aquí, en el locus classicus de lo que sería la crítica de arte académica contemporánea, se nos presenta una oposición –característica del modernismo– entre una autónoma y cuasiestética agencia crítica y la influencia corrupta del capitalismo (o la publicidad), por un lado, y el activismo (o propaganda política), por el otro. Solo un compromiso cabal con la teoría crítica, combinado con la prohibición estricta del placer imaginativo, evitaría una recaída en los tenebrosos pantanos de publicidad para las galerías y del muralismo reaccionario.

La marca October logró su apoteosis durante la década de los ochenta, con la publicación de The originality of the Avant-Garde and other modernist myths, de Rosalind E. Krauss, y de la antología The anti-aesthetic, de Hal Foster, discípulo de Krauss. El grupo formado en un principio alrededor de October, que incluía a otros estudiantes de Krauss como Benjamin Buchloh y Craig Owens, hizo mucho por establecer la particular relación entre crítica de arte y teoría crítica que sigue definiendo la escritura académica en Estados Unidos hasta hoy, en lo que a arte contemporáneo se refiere. No es tanto una cuestión de influencias específicas (aunque estas han mantenido una consistencia notable), sino el sentido más amplio de una disciplina en crisis y que depende de las ideas de la filosofía continental para inspirarse. Krauss captura este momento emblemático en un ensayo pionero publicado en October en 1980 sobre lo “paraliterario”, en el que defiende a Barthes y a Derrida frente al limitado conservadurismo de Morris Dickstein y otros guardianes gruñones de la crítica literaria tradicional. El nuevo paradigma de la literatura posmoderna, en palabras de Krauss, “es el texto crítico forjado en una forma paraliteraria” que se dedica no a revelar capas de significado, sino a abrir el juego de la interpretación (“drama sin Obra, voces sin Autor, crítica sin Argumento”). Para Krauss, la jugada clave necesaria para devolverle algo de seriedad teórica a la crítica de arte consistía en trasladar lo paraliterario –como una forma de desdoblamiento hermenéutico asociado con la escritura– al trabajo de las artes visuales, que constituirían una especie de encarnación física del texto poético/teórico (exponiendo el dispositivo, volviendo extraño y por lo general confuso el cierre, el reposo y la fijación en todas sus formas).

La influencia duradera de este paradigma textual es evidente en Under blue cup, un libro de 2011 en el que Krauss reconoce el papel central que jugó el crítico literario ruso Víktor Shklovski en su propio desarrollo intelectual.

((En particular, Krauss utiliza el concepto de “movimiento del caballo”, de Shklovski, para justificar su análisis del arte como un sistema de normas basadas en reglas, contra el cual debe ser librada cualquier acción creativa. Este gesto, por supuesto, asigna una autoridad de decisión al crítico o historiador que esté en posición de definir esas normas con precisión y de diferenciar claramente la actividad artística productiva de la experimentación azarosa y estéticamente irrelevante. Esta es una autoridad que Krauss abraza sin chistar. Under blue cup empieza diciendo que el libro fue “incitado por más de una década de disgusto ante el espectáculo del rimbombante arte llamado instalación…”.
 
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 Como sugiere la declaración de misión editorial de October, cualquier práctica artística que participe en formas concretas de resistencia política será inevitablemente absorbida por una forma cultural degradada y propagandística. Como resultado, el arte contemporáneo solo puede mantener su pureza y autonomía si confina sus poderes críticos a un campo virtual de resistencia a salvo de las fuerzas políticas y sociales distorsionantes que operan más allá de las paredes de las galerías. Evocando al crítico Clement Greenberg, Krauss llama a este campo “soporte técnico”. Como mencionó en una entrevista, “mi concepto entero de soporte técnico se relaciona con el concepto de Shklovski de ‘exponer el dispositivo’”. La esencia del formalismo de Greenberg (que buscaba identificar una condición intrínseca al arte moderno que pudiera diferenciarlo del kitsch y la propaganda) se relacionaba con una nueva misión, derivada de la teoría literaria.

Para Shklovski, claro está, el acto de “exposición” implicaba considerar la poética como una forma de desnaturalización contrahegemónica. Esta perspectiva partía del supuesto de que la función de las formas poéticas (y, podemos decir, las estéticas) es aplazar y fracturar la cognición normal a través de la densidad y la opacidad en el lenguaje. En presencia de un texto poético, el lector se da cuenta de que el dispositivo del lenguaje no es simplemente un medio natural para la transmisión de una verdad a priori sobre el mundo, sino que de hecho produce su propio –nuevo– significado. El arte (y la teoría misma) heredaría esta capacidad poético-crítica para dotar de renovado vigor revolucionario al rígido formalismo “a lo Greenberg”. Esta capacidad autorreflexiva –el discurso de develamiento y revelación– fácilmente podría migrar más allá de la constitución formal de los géneros o medios artísticos y volver a involucrarse con el mundo en un segundo nivel. Para muchos de los artistas que October apoyó durante la década de los ochenta, el nuevo dispositivo que había que exponer era la construcción del género por parte de los medios masivos, la verdad de la imagen fotográfica o las normas de autoría y autoexpresión en el arte.

Este sería un cambio definitivo en la evolución del arte contemporáneo y de la teoría del arte, ya que la idea de un medio artístico formal (como el campo de resistencia contra el que trabaja el artista en los límites técnicos de la pintura, escultura, etcétera) fue reemplazada por la idea de un medio ideológico (definido por un conjunto de reglas que también restringían y predeterminaban la conciencia de los observadores individuales). La habilidad que tendría el artista para involucrarse de manera creativa con las condiciones límite de una forma artística en específico fue reemplazada por su capacidad de comprender y revelar la existencia de este aparato ideológico. El artista se encontraba así a salvo de las formas de compromiso y complicidad que resultarían de involucrarse de modo directo con los mecanismos de cambio social o de resistencia. Y la autonomía del arte se preservaba porque el artista solo se estaba dirigiendo, de manera indirecta, al mundo social a través de la crítica de los mecanismos de control ideológico (subyacentes, implícitamente ocultos). Además, estas intervenciones tenían lugar dentro de instituciones de arte y para las audiencias del arte alrededor mundo. Una vez que el artista se alejaba demasiado de la protección de este campo, ponía en peligro la autenticidad de su trabajo artístico.

La influencia de October fue, de muchas maneras, empoderadora, ya que trajo consigo una muy necesitada inyección de energía intelectual a la crítica de arte que había en los ochenta. Sin embargo, como ya he sugerido, terminó por volverse convencional y a la larga anestesió el discurso crítico del arte. Lo que en algún momento fue un desafío necesario y vigorizante para las normas de la crítica de arte se convirtió con el tiempo en un conjunto de convenciones para ser enseñadas y codificadas en los programas de posgrado en historia del arte alrededor del mundo. Las premisas básicas de este modelo se han naturalizado casi por completo en la crítica y la práctica del arte contemporáneo. Sus elementos constitutivos nos son bastante familiares: el espectador que entra al espacio de la galería para ser confrontado por una obra que pone en entredicho sus supuestos acerca del mundo y el artista que posee una habilidad peculiar para reconocer y exponer los dispositivos ideológicos ocultos que gobiernan nuestras rutinas diarias sin que nos demos cuenta. Dado que tanto artistas como críticos a menudo trabajan bajo el mismo horizonte preconsciente, cualquier investigación detallada de la experiencia real de espectadores o audiencias puede ser desechada con facilidad para que el significado de la obra de arte siga este guion preestablecido. Al mismo tiempo, la labor hermenéutica que en el pasado realizaba el crítico o el historiador a través de una lectura atenta de la obra se descargó cada vez más sobre el teórico. Hay dos variantes de este enfoque. En su forma amable, una práctica artística dada se justifica con base en su capacidad para ilustrar un concepto teórico en específico (“estados de excepción” en Agamben, “Sinthome” en Lacan, la división de lo sensible en Rancière, la literatura “menor” en Deleuze, la “firma” en Derrida, etcétera). En su variante crítica, la obra de arte se lee sintomáticamente, como la mera expresión epifenomenal de un discurso más amplio de poder que solo puede ser revelado a través de la herramienta teórica adecuada (como en el texto sobre la obra de Tania Bruguera).

Duración y finitud

Si bien el enfoque crítico que esbocé puede estar limitado en algunos sentidos, tiene la virtud de ser metodológicamente consistente con las prácticas artísticas convencionales en las que un artista de manera independiente desarrolla la obra de arte, ya sea un performance, objeto, imagen o instalación, y la presenta después en una galería, museo o cualquier otro espacio de exhibición. En este caso, el acto de producción es distinto y está claramente separado de la posterior recepción que los espectadores tengan de la obra, durante la cual el artista a menudo está ausente. La tarea del crítico conlleva entonces un involucramiento especulativo, cuasifilosófico, con las proposiciones que el artista presenta en determinada obra. Estas propuestas (por ejemplo, los argumentos sobre el valor de la vida humana y el trabajo en la obra de Santiago Sierra) no están ahí para ponerse a prueba per se, sino que se ofrecen como afirmaciones hipotéticas acerca del mundo, en una forma física y espacial. El trabajo creativo ocurre antes de que se inaugure la exposición, cuando Sierra empieza a planear un particular esquema que genere una reacción a través del despliegue planeado de cuerpos en el espacio de la galería. Mis reacciones potenciales (indignación filistea o reflexión culpable, en el caso Sierra) están anticipadas por el mecanismo de comportamiento de la pieza misma. Además, la obra es finita: el evento u objeto tiene un principio y un fin delimitados en el tiempo y el espacio. Está pensado para ser completo en sí mismo y su forma se mantiene fija desde que el artista lo concibe (I. E., el guion que determina la disposición de los cuerpos en un performance de Sierra, así como la forma física de una escultura, está predeterminado).

Con el desarrollo de las prácticas artísticas participativas y colaborativas, especialmente con el aumento que han tenido en la última década, empezamos a ver una desconexión fundamental entre las convenciones de la crítica de arte y una forma de producción artística que desafía muchos de los requisitos que acabo de describir. El aspecto más amenazador de este trabajo tiene que ver con la decisión de un creciente número de artistas y colectivos de arte de involucrar deliberadamente a los públicos y a las redes institucionales mucho más allá de los confines del mundo convencional del arte. El resultado ha sido una serie de debates, en su mayoría improductivos, sobre el estatus epistemológico de esta clase de obra, que en muchos casos conlleva variaciones de la misma oposición simplista entre una práctica artística social ingenua, asociada con los males del humanismo o el sentimentalismo provinciano, y una práctica artística avant-garde teóricamente rigurosa y políticamente sofisticada. Estos debates suelen llevarse a cabo en un alto nivel de abstracción y dependen de la defensa ad hominem de un concepto generalizado de valor estético, el cual está en peligro de ceder su lugar a un concepto igualmente vago de arte comprometido.

Un ensayo de Andrés David Montenegro Rosero sobre el trabajo de Santiago Sierra, aparecido en la revista Ephemera, provee un ejemplo útil del tipo de crítica de arte, intencionalista y taquigráfica, en la que muchos autores, yo incluido, podemos caer en ocasiones.

((“Locating work in Santiago Sierra’s artistic practice”. Sierra, al igual que un gran número de artistas contemporáneos exitosos, ha desarrollado su práctica a lo largo de dos ejes complementarios. El primero es una serie de acciones performativas, usualmente provocativas o de naturaleza antagónica, producidas con el patrocinio de un museo, galería o bienal. La documentación generada por estas acciones puede ser mercantilizada (en el caso de Sierra, en forma de fotografías de edición limitada que alcanzan precios hasta de 50,000 euros cada una). Su obra está, por lo tanto, definida por dos temporalidades. La primera tiene que ver con el momento inicial en que se presenta en una galería o bienal, mientas que la segunda, que dura más, implica una segunda vida en el mercado comercial del arte contemporáneo en el que las obras de arte son compradas y vendidas. No hace falta mencionar que el crecimiento de la venta de arte contemporáneo como una forma de inversión es producto directo de la concentración creciente de riqueza a nivel global, a la cual Sierra supuestamente se opone.
 
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 De acuerdo al crítico, las instalaciones de Sierra “problematizan supuestos”, “cuestionan la lógica”, “revelan condiciones”, “enfatizan indicios” y “hacen evidentes las imbricaciones” del “capital”, de los “intereses y deseos capitalistas”, del “intercambio de capital”, de las “prácticas de subyugación individual”, de la “marginalización económica” y, finalmente, del “sistema económico dominante”. Todo esto, hay que decirlo, en un ensayo que en ningún momento ofrece una definición sustantiva de capitalismo ni un marco de referencia dentro del cual entender claramente el uso que el autor hace del término. En cada caso tenemos un proceso de revelación cuya intención es vincular un referente a menudo amorfo (“intereses”, “deseos”, “intercambio”, “prácticas”, etcétera) con un espectador igualmente abstracto (¿“revelar condiciones” a quién?). Si bien no dudo que Sierra tenga la intención de que su trabajo brinde algún tipo de revelación, esta descripción nos dice muy poco sobre las complejidades y contradicciones del desempeño real de sus obras. El acto de exponer el dispositivo implica una audiencia ante la cual este se haya mantenido oculto: un espectador que de pronto se dé cuenta de la existencia de algún mecanismo ideológico que regula lo que había venido experimentando como acción y pensamiento autónomos. Por lo tanto, para Sierra, siempre debe haber un espectador preparado para ser sorprendido por la violencia de la explotación capitalista, pero este espectador es, como ya he sugerido, necesariamente hipotético. Puede que las reacciones de los espectadores reales se parezcan poco o nada a este esquema perpetuo, del mismo modo que el crítico o artista puede sentirse obligado o no a demostrarles a los espectadores la eficacia de este acto de revelación.

Producción y recepción coinciden cuando la práctica es dialógica y la recepción misma se reformula como un modo de producción. Como resultado, el momento de la recepción no está oculto ni es inaccesible para el artista ni para el crítico. Por lo tanto, requerimos nuevos modelos de recepción capaces de dirigirse a la experiencia real, no a la hipotética, de los participantes de un proyecto, con particular atención a los parámetros de agencia y reacción. Un segundo conjunto de inquietudes, al que ya me he referido, tiene que ver con límites espaciales y temporales que se perciben en la obra de arte. Las prácticas textuales o basadas en objetos son evidentemente finitas; existen solo durante un periodo fijo de tiempo (mientras dure la exhibición, por ejemplo) y luego terminan. Además, el campo espacial para dichas prácticas es también, por lo general, fijo (el espacio de la galería). Dado que los límites de la obra son finitos, y a menudo están predeterminados por las restricciones particulares de un espacio de exhibición, el crítico puede con facilidad identificar el objeto de análisis (una instalación, pintura o performance que empieza y termina). Las prácticas dialógicas, por el otro lado, pueden extenderse durante semanas, meses y hasta años, y sus contornos espaciales típicamente fluctúan, se expanden y contraen a lo largo del tiempo. Como resultado, este tipo de obra confronta al crítico con una serie muy diferente de preguntas. ¿Dónde termina y dónde empieza la obra? ¿Cuáles son los límites del campo en el que opera y cómo fueron determinados? En el nivel más básico, ¿podemos siquiera estar de acuerdo respecto a lo que constituye el objeto de crítica? Dado que estamos frente a un proceso de desdoblamiento en vez de, o además de, una imagen, objeto o evento discreto definido por un conjunto de límites espaciales (las paredes de una galería) o temporales (la duración del performance), estas cuestiones se vuelven decisivas en el análisis de la obra. La cualidad interminable de la producción dialógica exige que comprendamos la delimitación del campo de la práctica y cómo estas fronteras han sido producidas, modificadas y desafiadas.

Esta labor también requiere un entendimiento muy diferente de la duración de la experiencia estética. La crítica de la obra de Bruguera que mencioné no nos dice nada sobre cómo evolucionó el proyecto en el tiempo ni cómo se alteraron las percepciones de los participantes y de la misma Bruguera en los momentos de resistencia, antagonismo o conciliación. El tiempo, en el modelo textual del que hablé antes, siempre es sincrónico; nuevas ideas se transmiten al espectador a través de un momento peculiar y atemporal de reconocimiento (el momento decisivo en que el dispositivo queda expuesto). Este modelo de recepción asume la existencia de un espectador que se encuentra bajo el yugo de un sistema ideológico, que solo un momento compensatorio de violencia homeopática podría romper. Como resultado, no hay entendimiento alguno del tiempo receptivo más allá del momento de la disrupción misma ni un recuento de cómo se sostiene posteriormente esta conciencia transformada del mundo. La temporalidad en las prácticas artísticas dialógicas es amplia a la vez que irregular, y está marcada por una serie de subdivisiones graduales dentro del ritmo mayor en el que se despliega una obra determinada. Por lo tanto es necesario desarrollar un sistema de análisis y notación diacrónica que pueda abarcar el proyecto como un todo en movimiento a través de momentos de conflicto y resolución, con un enfoque en la tensión entre ocultamiento y revelación, resistencia y acomodo.

Conclusión: conciencia y acción

Quisiera terminar con algunas observaciones sobre la posición del crítico respecto a las prácticas artísticas dialógicas y colaborativas. La primera tiene que ver con el estatus de la teoría. Si bien he expresado cierto escepticismo sobre el papel de la teoría en la crítica de arte actual, esto no significa que ignore las revelaciones profundas que varias formas de teoría crítica pueden proporcionar a las operaciones del lenguaje, de la conciencia y del arte mismo. Sin embargo considero que, como resultado de la manera en que la teoría ha sido aplicada por muchos críticos e historiadores, nos hemos alejado gradualmente de una manera más cercana de relacionarnos con la materialidad de la práctica artística. Demasiado a menudo, los críticos utilizan la teoría solo para validar en lo intelectual conceptos o ideas relativamente insignificantes que ya están bastante aceptados en el campo discursivo y que en nada abonan a nuestro entendimiento de una obra de arte en particular. Aquí abogaría por un entendimiento más reflexivo y recíproco de la relación entre teoría y práctica en la crítica de arte. Me gustaría que el teórico fuera considerado un genuino interlocutor en el desarrollo de una obra específica, en vez de una eminencia gris (o quizá, más puntualmente, blanca). En este escenario, la teoría puede traer consigo una revelación, pero también puede ser desafiada, incluso por la experiencia misma de la práctica. La segunda observación tiene que ver con el tema de la recepción. Quiero alentar a los críticos de obras dialógicas a seguir abiertos a la posibilidad de que un proyecto determinado represente formas de recepción fuera de los modelos existentes, que por lo general se basan en la experiencia individual del espectador de un objeto estático o fijo. En la práctica artística, la reflexión se genera de muchas maneras, más allá del esquema establecido de disrupción y simultaneidad. Esta apertura es todavía más necesaria en el caso de obras dialógicas en las que los procesos no pueden ser anticipados por el artista y se mueven en direcciones muy distintas a las que plantea la organización original de una pieza.

Finalmente, quiero señalar que las prácticas dialógicas sugieren un entendimiento muy diferente de la relación entre conciencia y acción dentro de la estética. Como dije antes, es un lugar común criticar las prácticas artísticas sociales por sacrificar una experiencia auténticamente estética (concepto bastante turbio) a cambio de una idea reduccionista de eficacia política. Pero todo el arte modernista, incluso aquel que con más ahínco rechaza cualquier exigencia de utilidad, es funcional, ya sea en forma de protesta contra el utilitarismo de la sociedad moderna o como depósito de aquellos valores espirituales que asociamos a una resistencia intelectual o creativa al capitalismo. La pregunta es cómo y a qué escala se promulga esta eficacia. Según el punto de vista tradicional, el arte puede conservar su autoridad cultural mientras funcione como la transformación personal y progresiva que experimenta una conciencia única frente a la obra de arte. Una vez que intentamos agrandar este proceso (para hacerlo social, por ejemplo), con el fin de entender la estética como una forma de conocimiento susceptible de ser comunicado dentro de un grupo más amplio o en relación a un conjunto de instituciones, en lugar de una conciencia única y soberana, se pone en riesgo la autonomía de la estética y el arte se reduce a variantes degradadas de lo kitsch. Es por esto que a menudo vemos a los teóricos imponiendo una barrera entre la experiencia individual del espectador y cualquier acción subsecuente (práctica y por lo tanto no estética) que pueda, de algún modo, partir de este encuentro.

((Incluso un artista tan bien establecido como Thomas Hirschhorn siente la necesidad de asegurarles a sus críticos que su obra es “arte puro” y no trabajo social.
))

 La experiencia estética, entendida en estos términos, es esencialmente monológica. Me parece que ambas restricciones enfrentan ahora el desafío de las nuevas formas de la práctica social artística, comprometida con una articulación más amplia de la experiencia estética y por un interés en la relación creativa y transversal entre conciencia y acción en el mundo. ~

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Traducción del inglés de Isabel Zapata. Una versión más extensa

de este ensayo se publicó en la revista e-flux.

 

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es profesor de historia del arte en el Departamento de Artes Visuales de la Universidad de California
en San Diego. Editó junto a Bill Kelley Jr., Collective situations. Readings in contemporary Latin American art, 1995-2010 (Duke University Press Books, 2017)


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