Algunas de las decisiones más importantes que tomamos a lo largo de nuestra vida ocurren en momentos de estrés y ansiedad. Desde decisiones médicas a financieras o profesionales, a menudo se nos exige evaluar información bajo condiciones muy estresantes. Tomemos como ejemplo unos padres que necesitan tomar una serie de decisiones importantes durante el embarazo y el parto, situaciones en las que casi todo el mundo se siente estresado. ¿Somos mejores o peores procesando y usando la información en estas circunstancias?
Mi compañero Neil Garrett, que trabaja ahora en el Instituto de Neurociencia de Princeton en Nueva Jersey, y yo salimos de nuestro seguro laboratorio y nos aventuramos a investigar cómo funciona la mente bajo estrés en cuarteles de bomberos en el estado de Colorado.
El día a día de un bombero varía bastante. Algunos días son bastante distendidos: se pasan la mayor parte del tiempo lavando el camión, limpiando material, cocinando y leyendo. Otros días pueden ser frenéticos, con numerosas amenazas a las que deben atender; entran en casas ardiendo para rescatar a residentes atrapados y atienden emergencias médicas. Estos altibajos presentaban el marco perfecto para un experimento sobre cómo las habilidades personales para usar la información cambian cuando nos sentimos bajo presión.
Descubrimos que la amenaza percibida desencadenaba una reacción de estrés que mejoraba el procesamiento de información de los bomberos, siempre y cuando se tratara de malas noticias.
Así llegamos a los resultados. Les pedimos a los bomberos que calcula-ran la probabilidad de experimentar cuarenta sucesos desagradables diferentes en su vida, como por ejemplo tener un accidente de coche o ser víctima de fraudes cometidos con tarjetas de crédito. Luego les dábamos buenas noticias (les decíamos que la probabilidad de experimentar alguna de estas situaciones era menor de lo que habían pensado) o malas noticias (que era mayor) y les pedíamos que nos proporcionaran nuevas estimaciones.
La investigación ha demostrado que, en general, somos bastante optimistas. Ignoramos las malas noticias y nos quedamos con las buenas. Esto pasa cuando los bomberos están relajados, pero cuando están bajo estrés surge un patrón diferente.
Bajo estas condiciones se volvieron hipervigilantes ante cualquier mala noticia que les diéramos, incluso cuando no tenía nada que ver con su trabajo (como por ejemplo, saber que la probabilidad de fraude con una tarjeta era más alta de lo que pensaban), y alteraron sus creencias como respuesta. Por el contrario, el estrés no les hizo cambiar la forma en que respondían a las buenas noticias (como saber que la probabilidad del fraude con la tarjeta era menor de lo que habían pensado).
Al analizar esto en el laboratorio, observamos el mismo patrón en estudiantes universitarios a los que se les pidió que dieran una discurso público sorpresa, que sería juzgado por un jurado, grabado y publicado online. Sus niveles de cortisona se dispararon, su ritmo cardíaco subió y de repente mejoraron en el procesamiento de información no relacionada, aunque alarmante, sobre tasas de enfermedad y violencia.
Cuando se experimentan situaciones estresantes, ya sean personales (esperamos un diagnóstico médico) o públicas (inestabilidad política), se desencadena un cambio fisiológico que puede provocar que nos pongamos alerta ante cualquier alarma y nos obsesionemos con lo que podría salir mal. Un estudio que utilizó imágenes cerebrales para observar la actividad neuronal de personas bajo estrés reveló que este “cambio” estaba relacionado con un impulso repentino en una señal neuronal importante para el aprendizaje (conocido como error de predicción), específicamente como respuesta a señales inesperadas de peligro (caras que expresan miedo, por ejemplo). Esta señal se basa en la dopamina, un neurotransmisor que se encuentra en el cerebro y cuya función, bajo estrés, se ve alterada por otra molécula llamada factor liberador de corticotropina.
Esta ingeniería neuronal podría haber ayudado a los primeros humanos a sobrevivir. Cuando nuestros antepasados se encontraban en un hábitat lleno de animales hambrientos, se beneficiaron de una mayor capacidad para aprender sobre los peligros con el fin de evitar a los depredadores. En un entorno seguro, sin embargo, sería un desperdicio estar constantemente en alerta. Cierta ignorancia puede ayudar a mantener la mente en calma. Por lo tanto, un “interruptor neuronal” que aumente o disminuya automáticamente la capacidad para procesar peligros en respuesta a cambios en el entorno puede ser muy útil. De hecho, las personas con depresión clínica y ansiedad parecen incapaces de salir de un estado en el que absorben todos los mensajes negativos a su alrededor.
Es importante darse cuenta de que el estrés viaja rápidamente de una persona a otra. Si un compañero de trabajo está estresado, es más probable que acabes tenso y sintiéndote estresado también. Nuestros cerebros están diseñados para transmitir emociones rápidamente de unos a otros, porque generalmente transmiten información importante. Wendy Berry Mendes, profesora de emoción en la Universidad de California, San Francisco, y sus compañeros han descubierto que en situaciones donde hay madres que sufren o acaban de sufrir experiencias socialmente estresantes, los ritmos cardíacos de los bebés que cogen en brazos aumentan también. El mensaje transmitido por el corazón palpitante de la madre era un signo de peligro, y como resultado el bebé evitaba interactuar con extraños.
Ni siquiera es necesario estar en la misma habitación con alguien para que sus emociones influyan en nuestro comportamiento. Hay estudios que muestran que si observamos interacciones o imágenes positivas en las redes sociales, como fotografías de un atardecer rosado, es más probable que publiquemos mensajes más positivos y alentadores. Si observamos mensajes negativos, como quejas sobre colas largas en una cafetería, a su vez nos harán crear publicaciones más negativas.
De alguna manera, muchos de nosotros vivimos como si de verdad estuviéramos en peligro, al igual que los bomberos de guardia, y estamos constantemente preparados para apagar las llamas de correos y mensajes exigentes, y responder alertas y estímulos de redes sociales. Revisar repetidamente el teléfono, como indica una encuesta realizada por la Asociación Psicológica Americana, está relacionado directamente con el estrés. En otras palabras, una reacción fisiológica preprogramada, con la que la evolución nos ha equipado para ayudarnos a evitar a depredadores hambrientos, se desencadena ahora por un tuit. Los tuits, según un estudio, aumentan el pulso, hacen sudar y amplían las pupilas más que la mayoría de las actividades diarias.
El hecho de que el estrés aumente las probabilidades de que nos centremos en mensajes de alarma, junto con el hecho de que se propaga como un tsunami, puede crear un miedo colectivo que no está siempre justificado. Después de un acontecimiento público estresante, como un atentado terrorista o un tumulto político, suele haber una ola de información tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales que los individuos absorben bien, pero que puede exagerar el peligro existente. Se produce un patrón fiable después de ataques terroristas y caídas de la bolsa: el estrés se dispara y se propaga de una persona a otra. Eso aumenta temporalmente la probabilidad de que la gente acepte noticias negativas, lo que a su vez incrementa el estrés todavía más. Como consecuencia, se cancelan viajes, aunque el ataque terrorista se haya llevado a cabo en la otra punta del mundo; se venden acciones, incluso cuando retenerlas es la mejor opción; y las campañas políticas temerarias atraen seguidores, hasta cuando no se ajustan a la realidad.
La buena noticia es, sin embargo, que las emociones positivas, como la esperanza, son contagiosas también, y tienen el poder de inducir a la gente a encontrar soluciones. Ser consciente de la estrecha relación entre el estado emocional y cómo se procesa la información puede servirnos para estructurar nuestros mensajes de manera más efectiva y ser agentes conscientes del cambio. ~
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Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en Aeon.
Creative Commons.
es la directora del Affective Brain Lab y profesora de neurociencia cognitiva en University College London. Es autora de The influential mind (2017) y The optimism bias (2011).