El hambre que se renueva

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Elisa Díaz Castelo

El reino de lo no lineal

Ciudad de México, FCE, 2020, 70 pp.

Según el fallo donde se le otorga el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2020, El reino de lo no lineal de Elisa Díaz Castelo es “un libro cuyo tema central es la vida y la muerte”. Al leer esa descripción vaga (por decir poco), uno se pregunta si no es que toda la literatura tiene como tema central a la vida y a la muerte. Escribimos sobre habitar nuestra vida o las de otros, establecemos un juego entre el sueño y el despertar, entre el mundo sensible y las cosas que pasarán, o que pueden pasar, después del tránsito por la conciencia. Sin embargo, una vez leído el libro, la consideración de los jurados cobra sentido: en su segundo libro de poesía, Díaz Castelo ofrece una experiencia intersticial, resuelta en dos secciones en las que se enmarca, primero, lo que hay después (“Vuelta”) y antes de la muerte (“Ida”). En estas dos partes, encontramos diferentes voces que nos relatan sus cotidianidades, sus deseos, sus búsquedas y sus tristezas. Es un libro habitado por personajes que habitan en estado de tránsito, sin solución de continuidad; esta conciencia limitada de en dónde están le otorga al libro una gravedad y una sustancia que no es fácil encontrar en la poesía mexicana reciente.

“Vuelta”, la primera parte del libro, trabaja el monólogo dramático a partir de la interconexión entre diferentes voces líricas, que nos hablan desde la primera persona; esto genera una reflexión sobre las maneras en que el fallecimiento encaja con la vida, la recontextualiza o simplemente le da continuidad. A primera vista, la sección puede leerse en línea con una amplia tradición de muertos que nos cuentan su historia; tenemos, por ejemplo, a Graveyard clay de Máirtín Ó Cadhain o a la Spoon River anthology de Edgar Lee Masters, donde la elegía en primera persona sirve como un vehículo satírico para mostrar la brutal cotidianidad de la existencia. Sin embargo, en “Vuelta” los nombres de los muertos y sus papeles en la sociedad no son lo que define sus intervenciones; en lugar de esto, la elección de voces y relatos hace que el poema salga del ámbito ilustrativo para acceder al territorio de la reflexión. Con cierta voluntad modernista, Díaz Castelo construye algo parecido al Bardo del budismo tibetano, “un mundo submarino” que los muertos llenan con movimientos “leves como de medusas que apenas creen en su cuerpo y se miran a través de sí mismas”; ahí, sus voces se encuentran, retumban y hacen parecer que la gran diferencia entre la vida y la muerte no es más que un simple pragmatismo, “pura formalidad”, como dice el hablante del sexto poema.

Las voces que pueblan esta sección, como las del inframundo tibetano, no hacen más que preguntarse por lo que ha significado la muerte, y qué habrá después de todo esto. El desconcierto de la muerte, ese transitar por un no espacio se percibe también en las referencias que las voces líricas hacen a una amplia gama de símbolos en la tradición poética. Tenemos el vaso de agua de José Gorostiza, los ángeles de Rilke ya domados, el verde que es tanto prosperidad como putrefacción y, sobre todo, la urgencia de la voz: el desear querer algo y no poder decirlo, la violencia que condena las cosas a no poder olvidarse: “Dolor a rajatabla, muerte limpia, menudo cuerpo / de agobio y saliva, escabechado.” “Estuve muerta / lo que tarda / una fruta / en madurar.” Paralelamente a este purgatorio sui generis, la poeta nos ofrece algunas definiciones tentativas, fluctuantes, de lo que es, sería o puede significar la vida. Estos poemas breves, de dicción ríspida y que aprovechan el lenguaje de la búsqueda en diccionarios digitales, nos permiten despejarnos de tanta muerte, y recordar que el espacio que interesa al poema es, sobre todo, liminal. La transición entre vida y muerte, la imposibilidad de definir una sin la otra, sostiene al poema como un centro yeatsiano sin el que todas las cosas se desplomarían. “Qué es la vida: dos cosas: vapor y reflejo.”

Después de lo general y abstracto que nos ofrece “Vuelta”, en “Ida” nos encontramos con una serie de poemas que, si bien recurren de nuevo al monólogo dramático, lo hacen desde una aproximación muy diferente. En lugar de la mezcla de voces y sujetos mayormente indeterminados de la primera parte, en esta encontramos poemas con una voz declarada: la de Orfelia, quien transita por lo cotidiano mientras cobra conciencia, y llega a la aceptación, de una pérdida. Donde “Vuelta” era prolífica en preguntarse por el significado de la vida, sus aristas, sus dolores, “Ida” está completamente volcada en el duelo, en la experiencia contingente de ver morir a alguien, de saberse mortal, y lo poco que esa certeza puede resultar reconfortante en un momento de crisis. Si los muertos que flotan como medusas por el Bardo lo hacen ya sin miedo, con la extraña ligereza de saber que ha pasado lo peor, el tránsito de Orfelia es, firme y dolorosamente, con los pies en la tierra: “Seremos sed, seremos / sedimento. Explícitos cadáveres apagados. / Calaveras dormidas / al fuego lento de los crematorios.”

“Ida” tiene algo de poema de hospital, subgénero lírico muy popular en México y que cuenta con varios referentes de prestigio, como Me llamo Hokusai, de Christian Peña, Operación al cuerpo enfermo, de Sergio Loo, y, someramente, la elegía de Jaime Sabines a su padre (Algo sobre la muerte del mayor Sabines), referente obligado para todo el que quiera escribir sobre el duelo en español. Sin embargo, Díaz Castelo no obedece más que parcialmente a los tropos de este subgénero. En lugar de concentrarse en los procesos de la enfermedad, en sus efectos sobre el cuerpo, o en la intensidad de su dolor, la poeta explora el duelo con el interés observacional, de impronta científica, que la caracteriza. Nos muestra a su Orfelia en situaciones cotidianas entrecruzadas por la pérdida, que aparece como un color que impregna los objetos y los sentidos, que nos hace pensar de maneras en que no lo hubiéramos hecho antes. La muerte llorada no es tanto la de “alguien” concreto, sea un tú o un yo como en la obra de los autores citados, sino la de un “nosotros” que se fragmenta, que una vez se concibió como unidad y ya no existe. “Los síntomas son los mismos, pero el dolor es otro.” “Estoy triste como el inicio del deseo.” “Es como querer gritar / bajo el agua, me dice. Como querer.”

Este libro se construye sobre las promesas realizadas en Principia (2018), primer poemario de la autora. Remite a él en su uso del monólogo dramático, en su particular trabajo del verso por medio de cadencias variadas que tienden a la enumeración, al verso largo y a la referencialidad, y en su profunda observación de fenómenos naturales. El duelo que se nos presenta en estos poemas no es un acontecimiento firme, concreto, ni tiene un objeto específico al que llorar, lo que convierte la pérdida en algo más incomprensible. Decorados por el duelo, los momentos cobran nuevos significados, los sabores se tornan diferentes, pues emergen “la felicidad y su envés: el desamparo”. Desamparo que es divisa de todos los que recorremos el mundo, que reconocemos la profunda soledad y confusión que trae consigo el simple hecho de vivir.

Al conocer el título El reino de lo no lineal, y teniendo en consideración el diálogo entre lenguajes poético y científico que da soporte al libro de 2018, pensaba que este poemario trabajaría con multiversos, física cuántica o fractales de Mandelbrot. Una de las mayores cualidades de la poeta nacida en la Ciudad de México es poner acontecimientos como esos, emergidos del mundo intelectual y abstracto, en diálogo con problemas terrenales. Si bien en este libro no hay poemas que evidentemente glosen temas científicos, como en el anterior, este interés se exhibe más profundo y maduro. Los procesos del conocimiento, las transformaciones del mundo natural y la imposibilidad de saber cuál es nuestro lugar en el universo siguen siendo los asideros que sostienen estos poemas. Sin embargo, a pesar del tono entre la resignación y la lamentación que aparece en la mayor parte de este libro, no resulta una experiencia fatalista o calculada. En el dolor de Orfelia se percibe la latencia de una vida enorme; en la mirada hacia atrás y la esperanza frente a la muerte que transpiran los habitantes de “Vuelta” se percibe la existencia como posibilidad inmanente: a fin de cuentas, al final de nuestro camino, lo que fuimos será “sustento, sustancia de otra vida / a la que no le pondremos nuestro nombre”. Con este libro, a fin de cuentas, Elisa Díaz Castelo no ha logrado solamente escribir “sobre la vida y la muerte”, como han dicho los jurados que le otorgaron el premio, sino que ha escrito una obra sobre lo que está en medio: eso que desconocemos y nos une con todo lo que existe. ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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