Hace no mucho tiempo, en un estudio en la Universidad de Yale, un grupo de estudiantes debió puntuar su conocimiento del funcionamiento de artefactos de uso diario como un inodoro de baño, una cremallera o un candado. Algunos dijeron excelente, superbién, soy un crack. Luego les pidieron que explicaran, paso a paso, cómo funcionaban. Zafaron con el candado y la cremallera, pero el taponazo estaba en el váter: todos sabemos cómo usar un inodoro, pero si nos preguntan la mecánica de los sifones de vacío y succión que se llevan la caca, nos daremos cuenta de nuestra ignorancia supina.
Este fenómeno se llama “ilusión de profundidad explicativa”: creemos que sabemos mucho más de lo que realmente sabemos. La razón detrás de esto es que confiamos en los ingenieros que se especializaron en mecánica inodoril para que nosotros solo debamos aprender a jalar la palanca y dejar contenta a mamá porque sabemos limpiarnos bien.
La misma lógica del inodoro está detrás de la gestión del Estado: esperamos que sus ingenieros de inodoros sepan qué están haciendo para que, cuando nos encontremos en problemas, no acabemos todos tapados de mierda. Y no siempre es así.
Al inicio de la crisis, por enero de 2020, el gobierno de México por intermedio del subsecretario de Salud Hugo López-Gatell hizo saber que la pandemia llegaría al país. Para fines de marzo ya había 993 casos confirmados y veinte muertos. En abril, con esas cifras, López-Gatell era un rockstar. Alguien dejaba filtrar fotos de su juventud y la prensa hablaba del ministro de Salud de facto. Miel y hojuelas, vamos.
Por entonces el gobierno todavía confiaba en un sistema de vigilancia centinela que había sido útil durante la crisis de la h1n1. El sistema centinela recolecta información rutinaria de puntos predeterminados que se supone son una muestra representativa de la población. Pero, en ese abril de López-Gatell oficiando de Jim Morrison, algo comenzó a mostrar luces rojas. Los casos ya tocaban los dieciocho mil y las muertes confirmadas se aproximaban a dos mil personas.
Pronto empezó a quedar claro que al centinela se le estaban escapando casos aprovechando las escasas luces. Para mayo, López-Gatell ya no hablaba del centinela, un modelo matemático reemplazaba sus proyecciones y el propio rockstar asumía que, bueno, quizá los muertos eran más que los registrados en la estadística oficial. Con toda la información global que para entonces ya acumulaba cualquier ciudadano medio, todos sabíamos lo que López-Gatell de pronto venía a contarnos: la crisis era más grande de lo esperado. La sociedad vio primero que el experto en inodoros que nos estábamos tapando de mierda porque alguien no había hecho bien su trabajo.
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En 1774, el filósofo y economista Edmund Burke, un irlandés católico inflamable y polemista, contradictorio y fascinante cerebro del conservadurismo del siglo xix, dio un discurso a sus pares sobre el rol de un mp, un member of the Parliament británico:
Señores, debe ser la felicidad y la gloria de un representante vivir en la más estricta unión, la correspondencia más cercana y la comunicación más transparente con sus electores. Sus deseos deberían tener un gran peso para él; sus opiniones, alto respeto; sus negocios, atención continua. Es su deber sacrificar su reposo, sus placeres y satisfacciones por los de ellos; y sobre todo, siempre y en todos los casos, preferir sus intereses al suyo. […] Su representante les debe, no solo su industria sino también su juicio; y les traiciona, en lugar de servirles, si los sacrifica a vuestra opinión.
Burke, un puritano, estaba lejos de ser un demócrata. Era un monárquico platónico militante, un fiero defensor de la instauración de una geniocracia aristocrática. Para más broncas, creía que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo era una ocurrencia en extremo imperfecta. Había desarrollado tal inmunidad a la idea de la Revolución francesa que un día le escribió a un amigo para decirle que la toma de la Bastilla era una patraña: “Ustedes habrán subvertido la monarquía, pero no recuperaron la libertad.”
Burke creía en la sabiduría que daban experiencia y vejez y sostenía que todo gobierno precisa una inteligencia inhabitual en los hombres de la calle y que si se permitía votar a esas personas del común su pasión y rabia serían rápidamente aprovechadas por los demagogos. (Cof, cof.) Un gobierno cooptado por personalismos con el apoyo de las masas, creía Burke, permitiría el surgimiento de una “tiranía de las mayorías” –John Stuart Mill suponía lo mismo– que gobernaría sin atender a los intereses de las minorías. (Cof, cof, again, y no es covid-19.)
Estamos lejos de la idea de una geniocracia aristocrática –por fortuna– y nuestras democracias son saludablemente variadas y, por lo tanto, necesaria y, otra vez, saludablemente conflictivas. La homogeneidad propuesta por Burke no duró demasiado tiempo. Dos años después de su discurso, en 1776, las colonias británicas en América declararían la independencia de su majestad e iniciarían el camino a la construcción de la mayor democracia liberal del mundo, Estados Unidos. Y, aunque no tengo claro que a Burke eso le haya enfriado el té, la historia mostraría que, en menos de un siglo, el influjo de la democracia representativa obligaría a las monarquías a renovarse so pena de perecer.
Con todo, ese fragmento del discurso de Burke tiene una fuerza medular para una democracia pues expresa una defensa vehemente del vínculo indestructible –sagrado, diría, y disculpen– que debiera existir entre un votante y el tipo que lo representa. Cuando esa relación institucionalizada falla, es usual que el agua dura de la desconfianza filtre por la grieta. Y todos sabemos que nuestras abuelas tenían razón: construir confianza toma toda la vida; destruirla, un minuto.
Ahora el candado parece roto y, para una buena porción de los escépticos, demasiados políticos dan la impresión de legislar y gobernar en nombre de sus propios intereses o cuando menos desplazando las exigencias de la sociedad mientras priorizan su supervivencia electoral. Las imágenes del enojo con las dirigencias impregnan las retinas de medio planeta y tan poderosa es su fuerza evocativa que los buenos representantes que intentan cambiar las cosas resultan invisibilizados por el manto oscuro. El efecto de acumulación podría llevar a creer que prácticamente hacia donde miremos –“excluidos los nórdicos”, dirá el mantra– tenemos las peores dirigencias de la historia.
Edmund Burke pedía una ética del servicio público y en muchas de nuestras naciones su reclamo sería asumido con la mirada lánguida que se otorga a los ingenuos y a los niños. En parte sucede que nuestras representaciones son paternalistas: una vez electo, el balance de poder pone el fiel del lado del elegido. Nuestras sociedades carecen de mecanismos eficientes de control del trabajo de sus representantes mientras legislan o gestionan. En la mayoría de los países de América Latina debemos esperar hasta las elecciones intermedias para cambiar cargos electivos. Las revocatorias de mandato presidenciales existen solo en Venezuela, Bolivia, Ecuador y más recientemente en México, pero son una broma: todas establecen requisitos muy elevados para sacarse de encima a un mal gobernante. De hecho, los dos referendos de remoción presidencial –Chávez en 2004 y Evo en 2008– actuaron como mecanismos de legitimación.
Si no podemos castigar fácilmente las transgresiones, los incentivos para la transparencia son bajos. Un funcionario execrable puede esconderse en una lista sábana en una posición que le permita ser reelegido o flotar en su cargo porque nadie más está dispuesto o preparado para ser su reemplazante. Dependiendo de sus habilidades para la triquiñuela podría incluso obtener los votos necesarios con algunos arreglos espurios con grupos de interés, cambiar de partido u obtener un salvoconducto nada precario como un salto a un ministerio del ejecutivo o una posición diplomática.
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López-Gatell es un funcionario de segunda línea convertido en vocero de la estrategia del gobierno de AMLO contra el coronavirus –no estoy seguro de llamar a eso una promoción–. Cuando le llegó el empujón que decía “aitevés, hazte cargo”, tenía dos opciones: renunciar porque no estaba preparado para tamaña tarea o asumir el rol porque creía que podría dominarlo. Un dilema burkeano. Si lo tomó, eso significaría que, técnicamente, se consideraba idóneo. Pero a poco de andar sus errores de gestión fueron evidentes. Lo cual deja una sola salida: si es técnicamente inhábil, solo puede estar ahora allí como gestor político. (Por supuesto, hay una opción adicional: que esté allí porque no hay nadie más, ni mejor ni peor que López-Gatell, en cuyo caso México bajo la 4t está, en efecto, perdido. Tiene lo mejor que puede y lo que puede es poco. Burke se ha quedado sin pelo.)
Este es el fondo del asunto: López-Gatell debía asumir una función técnica como cualquier epidemiólogo a cargo del control público del coronavirus. Anthony Fauci es un inmunólogo que dirige el Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas tras medio siglo como funcionario sanitario y después de ser asesor presidencial desde 1981. El exvicepresidente de Taiwán Chen Chien-jen es epidemiólogo y lideró el sistema público de respuesta a la crisis. Angela Merkel, una científica, elevó a categoría de función de Estado a sus asesores científicos. Cada uno se rodeó de un equipo de técnicos. Todos sabemos que detrás de Fauci están los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC). Taiwán tiene un centro de comando epidémico instrumentado tras la epidemia del SARS en 2003. Pero la batalla contra el coronavirus en un país de 129 millones de habitantes fue siempre de un solo hombre: López-Gatell y su alma.
Los problemas se apilaron pronto. Sin capacidad técnica, sin equipo conocido de respaldo para enviar un mensaje de seguridad a la población, una improvisada estrategia de comunicación y un cinismo capitular en la jefatura de Estado –AMLO llamó a darse abrazos en los primeros tiempos y dijo que sus guardaespaldas antivirales eran un par de estampas religiosas, un billete de dos dólares y un trébol de cuatro hojas–, lo único que le quedó a López-Gatell fue la renuncia o actuar políticamente. Y eso hizo: en vez de ser un gestor científico de la crisis fue un gestor político de la respuesta sanitaria a pedido de su jefe, AMLO.
Si hay ideología en la gramática, entonces ser un servidor público debiera ser un ejercicio de militancia trotskista: monacal, racional y revolucionariamente ascético. Servir antepone la dedicación a la sociedad al privilegio del poder. Quien asume la función pública debe asumir que primero tiene un rol técnico y después, si le sobran horas, político. ¿Sobreviviría López-Gatell como funcionario noruego? No. ¿Lo haría en Alemania? Tampoco, quizá lo moverían discretamente a una segunda línea en un exilio interno de la Westfalia. Un funcionario debe cumplir el rol para el que fue designado. Si no lo hace, siempre debe haber una puerta para que se retire. Con cuánto honor depende de él y de la voluntad ciudadana.
El llamado de Edmund Burke estaba destinado a los funcionarios electos, pero un servidor público debe atender al mismo lazo sagrado con la sociedad. Fauci hizo un equilibrio cuestionable con Donald Trump hasta que observó que la respuesta del presidente de Estados Unidos era definitivamente impresentable y comenzó a contradecirlo en público como un abuelo a un niño malcriado. Merkel obedecía la guía profesional ante el agravamiento de la crisis. Los funcionarios suecos de salud debieron ensayar un mea culpa agrio tras fracasar con su estrategia inicial de inmunidad de rebaño. Hasta el impresentable Boris Johnson debió volverse un converso y reconsiderar la laxitud del tratamiento británico después de asustarse hasta el tuétano cuando contrajo la enfermedad. En todos esos casos, la ciencia dictó al final el trazo fino.
No en México –o, para más inri, otras naciones de dominio populista como Brasil, Argentina, Venezuela o Nicaragua–. López-Gatell decidió abandonar su rol de técnico para convertirse en dos cosas: un político y un censor sin lazo. Su rol político es deleznable y lambiscón: se convirtió en un justificador de López Obrador. Obvió cuestionar al presidente que mantuvo durante demasiado tiempo sus mítines multitudinarios, esquivó convocarlo públicamente a emplear mascarillas como figura prescriptora central de la república y, finalmente, acabó por rendirse a la adoración del ídolo pagano: “La fuerza del presidente es una fuerza moral, no una fuerza de contagio.” Madresanta.
La traición burkeana de López-Gatell es doblemente compleja. Primero porque justificar a un político es poner en riesgo la gnosis por el nombre ajeno y segundo porque por quién pongas tu nombre en juego marcará el tuyo. López Obrador es un señor intuitivo y listo, pero que clausuró su aprendizaje intelectual con Luis Echeverría, construyó su panteón ideológico mezclando a Lázaro Cárdenas, Francisco I. Madero y Benito Juárez –el equivalente político a meterse un shot de brandi, vodka y sotol– y acabó por construir su acción política con la fuga de la izquierda del PRI, acto que marcaría sus futuros escapes de cualquier estructura o norma que encorsetase su deseo. López Obrador no es un estadista, apenas un caudillo crepuscular, su comprensión del mundo moderno está lacerada por el filtro de los sesenta y setenta y, dada su negativa a aprender, es incapaz de entender el siglo XXI.
Con un agravante: como buen populista, sabe cómo engañar jugando al gato y el ratón con otros seres humanos, pero un virus no está sometido a las debilidades del ego. La covid-19 demostró cómo los líderes carismáticos son incapaces de lidiar con la realidad. Un virus no puede ser convencido de nada. Un virus actúa para lo que está programado, no duda. La pandemia se interpuso en la vida cotidiana y descentró a los líderes populistas. La mayoría de los gobernantes de Occidente falló en la aproximación inicial a la pandemia, pero una vez que entraron a tallar los epidemiólogos las respuestas comenzaron a alinearse. No en los países con caudillos al frente. Trump menospreciaba a Fauci y al CDC. López Obrador negó por meses que el coronavirus fuera severo. Bolsonaro también. El nivel de compromiso para la salud ciudadana en Nicaragua y Venezuela es desconocido pues mantienen cercos informativos. Argentina se convirtió, con el paso del tiempo, en una de las naciones más afectadas y su proceso de vacunación fue lento. Solo Nayib Bukele pareció actuar con una premura que los demás no tuvieron.
Este es el punto crítico: como todo mesiánico, López Obrador se piensa para las grandes cuestiones. Para lo operativo, lo técnico, lo burocrático, tenía a su sucedáneo, López-Gatell. Un mesiánico piensa en la refundación de una nación, no en las terapias intensivas de un hospital. Se desvive por la construcción de una nueva ficción orientadora que supere el pasado, no por el nivel de vacunación. Entiende la política como un juego de suma cero: algunos habrán de caer –morir– para que los elegidos sobrevivamos. Como todo Amado Líder, AMLO piensa en su bronce bruñido y alineado junto a los otros bronces de los padres fundadores de la república, jamás en las necrológicas de la próxima familia que pierda a un padre o a una hija. Para esas minucias están los servidores. El problema, claro, es cuando los servidores no sirven porque renunciaron a su rol y decidieron aplicarse al sijefismo.
Cuando López-Gatell se hizo mandadero de AMLO, desertó de la sociedad y debió montarse en el rol del perro cancerbero que exhibe dientes y fierezas: ya no debía explicar nada, ahora debía enfrentarse a los críticos. La técnica era innecesaria; la demagogia podría ocupar más espacio en la verba. Todo funcionario público aprende en un país desarrollado que debe apegarse a un manual de gestión de crisis para evitar producir nerviosismo, inquietud o pánico. En esos manuales es relevante una indicación: jamás pierda la compostura, los modales y la paciencia. Explique, explique, explique.
López-Gatell se hartó del López-Gatell funcionarial. Se exasperó. Cuando ya pasaba la curva de la mitad de 2020, a la vez que sus ojeras se estiraban hacia el centro de los pómulos, el humor de López-Gatell se agrió y su condescendencia e irritabilidad comenzaron a hacerse visibles. ¿Iba a las vespertinas contrariado, sin voluntad? Debiera haber renunciado. Pero se quedó. Y ya no explicaba, ahora sermoneaba. Ya no toleraba preguntas, ahora miraba desde arriba a los inquisidores. Sus explicaciones se hicieron crecientemente paternalistas, del tipo padre cansado: les estoy haciendo el favor de decirles, así que cierren la pinche jeta, tomen nota y publiquen.
A medida que las muertes se empeñaban en demostrarle a López-Gatell que eran inefectivas las medidas de un gobierno que lo había lanzado a una arena para la que no estaba preparado, los periodistas empezaron a introducir preguntas más incisivas. Finalmente, cuando apareció Peniley Ramírez, una inquietante reportera cubano-mexicana, el justificador pandémico de López Obrador perdió los estribos. Ramírez hizo lo que muchos buenos periodistas hacen: jamás soltar al interrogado hasta que provea una respuesta convincente que agote toda posible crítica razonable. López-Gatell no está acostumbrado a la insistencia de un tábano y perdió la compostura. Antes de mandar a pasear a Ramírez en un nuevo encuentro, casi a la siguiente vespertina sobre la covid anunció que se acababan las vespertinas sobre la covid.
Era el 11 de junio de 2021. López-Gatell dijo que suspendían las conferencias porque el virus llevaba meses a la baja, casi veinte estados mexicanos estaban en riesgo mínimo y la vacunación avanzaba. Curioso. Aun ahora, Fauci sigue apareciendo casi a diario a informar sobre el progreso del virus en un país como Estados Unidos que lidera el ratio de vacunaciones per cápita, muy por encima de México. Merkel y su ministro de Salud continúan dando respuestas sobre la estrategia de vacunación. Y la primera ministra de Nueva Zelanda Jacinda Ardern se reúne con otros gobiernos para discutir mecanismos de colaboración vacunatoria. En México, López-Gatell desapareció y AMLO decidió que su nueva función como jefe de Estado es actuar como fact-checker-in-chief de la prensa crítica. Todo ello significa que la Cuarta Transformación resolvió que la pandemia ya no es un tema de extrema gravedad del que deba abocarse a diario el principal responsable de su control o el gobierno en sí.
Tras la despedida de López-Gatell, la Secretaría de Salud informó que entre diciembre de 2019 y junio de 2021, casi 1.6 millones de personas murieron en México: casi medio millón son “excesos de mortalidad” durante la pandemia. Oficialmente, más de 353,000 personas murieron por el virus. Una tercera ola, activada por la variante delta detectada en India, avanza más veloz y agresivamente que las dos precedentes por todo el mundo. López-Gatell no está allí para responder por ella cada tarde como en el pasado, sino que sus apariciones esporádicas han procurado ajustarse a defender la agenda del gobierno, como el regreso a clases aun sin vacunas para menores. No, López-Gatell no vuelve como técnico ni como vocero político ni como censor. La Cuarta Transformación ha renunciado a informar a la ciudadanía. Ha elegido la propaganda.
La ética, desde Sócrates, es la ciencia de la moral. ¿Recuerdan a Edmund Burke, el que pedía respetar el vínculo del funcionario con la sociedad? Es también autor de otra célebre frase, reescrita con el tiempo e igualmente imprescindible en momentos de crisis: “Cuando los hombres malos se combinan, los buenos deben asociarse; de lo contrario, caerán uno a uno, un sacrificio impío en una lucha despreciable.” El hombre que debía ocuparse de dar respuestas a la sociedad no está allí. Cerró la puerta del baño y se sentó en el inodoro a pensar cómo hace la presión para expulsar la mierda acumulada. ~
es periodista y editor. Su libro más reciente es Amado Líder. El universo político detrás de un caudillo populista (HarperCollins México, 2021).