El liberalismo de Isaiah Berlin y la vuelta de las autocracias

Berlin dedicó buena parte de su vida a pensar sobre la libertad y el pluralismo. Sus reflexiones, incluso en sus aspectos más discutibles, mantienen su vigencia en un tiempo de fragilidad democrática.
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Decía Isaiah Berlin que mientras exista la política –la actividad dirigida a organizar la vida humana de forma que el conflicto no derive en violencia– existirá la teoría política. Llamaba teoría política a la aplicación de categorías morales al análisis de la política. Con ello nos hacía ver que se trata de una disciplina de segundo orden, que trabaja sobre un objeto inestable y que se dedica a la valoración, algo cercano a lo subjetivo. Esta caracterización humilde de la teoría política estaba suscitada por un contexto de afirmación de la filosofía como ciencia en los años treinta, algo que ahora nos parece un sueño truncado, el proyecto de la filosofía analítica.

Sin embargo, siendo la teoría política una disciplina menor desde el punto de vista de la verdad científica, le parecía un estudio indispensable por su dimensión práctica, porque al aplicar las categorías morales de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto a la política como actividad, nos facilita mejorar nuestra vida colectiva, al distinguir lo mejor de lo peor y lo que está bien de lo que está mal. Esto es, la teoría política es imprescindible porque nos permite evaluar la política, nuestra organización de la vida colectiva y de esta manera mejorarla.

Pero Berlin entendía también la teoría política como historia de las ideas. Esta segunda afirmación necesita aclaración porque ha de entenderse de forma congruente con la anterior, esto es con la definición de la teoría política como un saber orientado al fin práctico de la mejora de la vida social. Para Berlin, la actividad política está informada por ideas que, al no ser reflexivas, han de calificarse como creencias. Sostenía además que su tiempo, el tiempo de la polarización ideológica extrema de la primera mitad del siglo XX, se caracterizaba por la hegemonía de los credos políticos vinculados al totalitarismo. Pues bien, estas ideas que se integran como creencias en las religiones políticas del presente tienen una genealogía, fueron de alguna manera creadas por pensadores en épocas y contextos particulares antes de convertirse en creencias aceptadas acríticamente por la multitud.

Para Berlin, la tarea del teórico político es el estudio de estas ideas políticas propensas a convertirse en creencias, idealmente en el momento de su nacimiento, de manera que se evite así que una vez instaladas en la mentalidad de las masas se conviertan en poderosas fuerzas tectónicas imposibles de contrarrestar. Dado que son los teóricos los que crean o inventan las ideas políticas, corresponde a otros teóricos desactivarlas, pues el estudio de las ideas es su especialidad. Así pues, la tarea de la teoría política es la de juzgar la realidad política pero también analizar las ideas que informan la política con el ánimo de mejorar nuestra vida colectiva y evitar en lo posible la extensión de las religiones políticas destructivas, esto es, de los totalitarismos.

Teoría política sobre el horror totalitario

Berlin ha sido visto por muchos comentaristas como un pensador típico de la Guerra Fría, porque el credo político del siglo XX que más denunció fue, sobre todo, el comunismo, capaz de sobrevivir y extenderse tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la calificación de Berlin como pensador de la Guerra Fría es insuficiente. Pareciera que la única batalla de las ideas en la que hubiera combatido fuera la librada contra el comunismo y esto es no solo es parcial sino falso. Berlin también se ocupó ampliamente del fascismo, pero, sobre todo, fue un crítico contumaz del racionalismo político, esto es, de los monstruos del sueño de la razón. Para Berlin, es la búsqueda de una sociedad perfecta racionalmente concebida lo que está detrás de las grandes ideologías que llevaron a las tragedias totalitarias de la primera mitad del siglo XX.

Como buen británico por elección que era, militaba en el empirismo y era un crítico acérrimo, como acabo de apuntar, del racionalismo en política. Es más, pensaba que el torpe materialismo racionalista de la Ilustración francesa era la cepa de la que el comunismo no era sino un retoño pobre y confuso destinado a perecer. Resulta curioso, y tendría que estudiarse, lo próximo que está Berlin a la crítica de Edmund Burke a los filósofos ilustrados franceses, a los que hace responsables de la violencia y la destrucción de la sociedad que ve encarnada en la Revolución francesa, y sin embargo cada vez que lo cita es para reprocharle su nacionalismo y su estrechez de miras. Quizá es el antisemitismo de Burke el responsable de que Berlin, siendo en todo un burkeano, reniegue del maestro. Como se sabe, Burke se dejaba llevar por alguna baja pasión cuando hacía chistes antisemitas sobre su archienemigo Richard Price, el defensor dentro de su propio partido Whig de la democracia soberana a la francesa. Price predicaba en la Vieja Judería y Burke lo trae una y otra vez con el ánimo de colgarle el sambenito de criptojudío, lo que era una manera de denigrarle a los ojos de sus contemporáneos.1

Por tanto, mejor que un pensador de la Guerra Fría, creo que Berlin ha de verse como un típico representante de la teoría política de la segunda posguerra. Una teoría política que no estaba dedicada a delinear en abstracto los rasgos de una sociedad justa sino, más modestamente, a explicar cómo el horror totalitario del siglo XX había sido posible.2 Curiosamente, es en las ideas, su génesis y su evolución donde esperaban encontrar alguna respuesta; y esto explica que se dedicaran a trazar la genealogía de aquellas ideas que, concebidas por un acaso oscuro pensador, se habían diseminado en un contexto determinado hasta convertirse en un violento credo político capaz de movilizar de forma abrupta y destructiva a las multitudes. Berlin estaba convencido de que el totalitarismo se explicaba por una multitud de razones, pero una muy importante, crucial, eran las ideas/creencias de las que se nutría. En esto seguía el magisterio de Heinrich Heine, que vinculaba a los pensadores enclaustrados en su despacho con la política destructiva de la revolución en la edad moderna.3 No es casual que Berlin prestara tanta atención a Georges Sorel y su estudio del leninismo como credo político a cuyo través se llega a la psicología social del fascismo.4

La historia de las ideas como genealogía del mal, con cierto aire inquisitorial, era una disciplina cultivada con asiduidad por los pensadores de la posguerra y Berlin en esto estaba acompañado por muchos otros como Karl Popper y su sociedad abierta; Hannah Arendt y sus orígenes del totalitarismo; Raymond Aron y el opio de los intelectuales; Michael Oakeshott y el racionalismo en política; también Adorno y Horkheimer en su dialéctica de la Ilustración, pero, sobre todo, Jacob Talmon y su democracia totalitaria, que algunos como Caute señalan la fuente verdadera de las ideas de Berlin; y en un sentido también diferente, Elie Kedourie y su nacionalismo como ideología.5 Resulta interesante comparar la teoría política de nuestros días con la de la posguerra para ver cómo aquella estaba estructurada por problemas políticos de trágica actualidad, mientras que en el presente la disciplina cultiva el solipsismo y la autorreferencia, desinteresada por completo de la realidad política. Esto explica su irrelevancia y el desinterés del público por sus productos.

En 1958, en las primeras líneas de su más célebre escrito, Dos conceptos de libertad,6Berlin adjudicaba el desentendimiento del mundo a la filosofía de su tiempo como disciplina y vinculaba la teoría política con el embarrado combate de las ideas en el campo de batalla del presente. Así pues, la tarea de la teoría política estaba mediada por lo contingente de su objeto y la falibilidad de sus juicios, pero resultaba inaplazable e imprescindible por su valor práctico.

Berlin era profesor desde los años treinta, pero su verdadera actividad intelectual no comienza sino en la posguerra, un tiempo de esperanza, pero también de escasez y de tenaz combate ideológico. Estuvo en el congreso sobre el futuro de la libertad que proclamó en 1955, en Milán, el fin de la ideología y, como he señalado, contribuyó poco después a la defensa de la libertad liberal en su famosa conferencia de 1958.7 En suma, Berlin era un pensador de su tiempo que hizo suyos los desafíos de la posguerra y los convirtió en un ejercicio intelectual que buscaba iluminar la manera en la que las ideas habían dado forma a su mundo, particularmente las ideas destructivas que se habían convertido en ideologías.

Me parece importante señalar que esta asumida tarea de lidiar con los males políticos que Berlin encomendaba a la teoría política no era únicamente la del testigo de su tiempo, sino que tenía una importante dimensión personal que puede seguirse en su biografía.

Pluralismo y libertad

Isaiah Berlin nació en 1909 en Riga, entonces importante ciudad industrial rusa y ahora capital de Letonia, y murió el 5 de noviembre de 1997 en Oxford, Inglaterra. Su familia, de religión judía y cultura rusa, se dedicaba al comercio de madera. Berlin sostuvo que, aunque Inglaterra lo había tratado muy bien, él siempre se sintió un judío ruso. A consecuencia de la guerra, la familia se trasladó en 1916 a Petrogrado, hoy nuevamente San Petersburgo. Será allí donde se forme el carácter de Berlin bajo el impacto de la Revolución rusa. La imagen infantil que recibió del fanatismo alimentado por la idea de una sociedad perfecta modelará su pensamiento de por vida. En 1921 los Berlin se trasladan definitivamente a Londres. Isaiah estudió en Oxford de 1928 a 1932. Allí se despierta su interés por la filosofía. La teoría política y la historia de las ideas no formaban parte del currículum de Oxford por aquel entonces y el desarrollo posterior de estas disciplinas en la universidad es responsabilidad personal suya.

En 1932 fue contratado como profesor de filosofía en Oxford. Participó del nacimiento de la filosofía analítica de Oxford dentro del círculo de Ayer, Quine y Hampshire, pero muy pronto quedó desengañado de este tipo de pensamiento. El encargo para que escribiera la que luego sería su célebre biografía de Karl Marx (1939)8 lo rescató de la filosofía analítica y le permitió dedicarse a lo que ya siempre sería su mundo: la historia de las ideas. Durante la Segunda Guerra Mundial realizó tareas de información para el gobierno británico en Estados Unidos y, posteriormente, en la Unión Soviética. Sionista convencido al tiempo que leal patriota británico, apoyó activamente la construcción del Estado de Israel, pero rechazó radicalmente el uso del terrorismo. Se negó, por ejemplo, a estrechar la mano a Menachem Begin. En 1946 se reincorporó a la docencia en Oxford, que compaginó con estancias como profesor visitante en Harvard y otras universidades norteamericanas. El resto de su vida la dedicó a la enseñanza universitaria en distintos colegios de Oxford.

A pesar de que hay quien ha querido ver en Berlin únicamente un intérprete de los clásicos del pensamiento político, hay en él un pensamiento propio que puede reducirse a dos temas en los que realizó una contribución original. Estos temas esenciales serían el pluralismo y la libertad. Con relación al primero, Berlin señala que los humanos tenemos fines y valores diversos, y que incluso una misma persona los tiene, de forma que su reconciliación es siempre compleja e incompleta. Esto lo expresa con la idea de que nuestros valores pueden ser incompatibles y que, por tanto, la sociedad perfecta no solo es empíricamente imposible, sino que esa imposibilidad es también de tipo conceptual. Por tanto, los ideales de una humanidad racionalmente integrada, cuando se convierten en programas de construcción de la sociedad futura, no solo son imposibles de realizar, sino que son inhumanos. Son inhumanos porque buscan encajar modelos preconcebidos en una realidad que es siempre, dada la condición humana, pluralista y, por tanto, exigen actuar con violencia sobre los hombres existentes, reales, de carne y hueso.

De esta idea nuclear del pluralismo se alimenta su credo liberal, lo que John Gray ha denominado liberalismo agonístico.9 Esto es, que en una sociedad en la que conviven valores diversos y fines últimos en conflicto solo las instituciones liberales permiten su articulación pacífica.

El otro gran tema de su pensamiento es la libertad política. Su libro Cuatro ensayos sobre la libertad (1969) le otorgó la fama y el reconocimiento académico del que todavía hoy disfruta.10 Para Berlin, la política no es disociable de las ideas y puesto que, como antes mencioné, las ideas políticas son creadas a menudo por profesores universitarios, son estos mismos quienes tienen la obligación de examinarlas y criticarlas antes de que germinen en fanatismo. Su estudio de las nociones de libertad negativa y libertad positiva contenidas en la libertad política han marcado el estudio y el entendimiento de este concepto desde entonces. Para Berlin estas ideas no son buenas ni malas en sí mismas. La libertad negativa hace referencia a la ausencia de interferencias a nuestro libre obrar; la libertad positiva al ejercicio de nuestra voluntad para hacer aquello que queramos. De alguna manera una y otra son dos facetas de una misma libertad. Pero, y esto es lo que importa a Berlin, cuando se coloca una u otra como principios que ordenan la actividad política, los resultados, nos dice la experiencia, son antagónicos.

Si se pone el foco en proteger la libertad negativa, entonces da lugar a los sistemas constitucionales o liberales, donde la soberanía encuentra su freno al ejercicio de un poder ilimitado en los derechos de los individuos y en las instituciones dirigidas a controlar, dividir y limitar el poder. Por el contrario, la historia nos ha mostrado que enfatizar la libertad positiva ha llevado a su colectivización y, a la postre, a la eliminación de toda libertad en nombre de una libertad superior. Los credos racionalistas de los totalitarismos serían el resultado de abrazar esta idea. Por lo demás, los otros libros de Berlin, colecciones de artículos dedicados al romanticismo, a los pensadores rusos, a Vico y Herder, o a figuras políticas o intelectuales contemporáneas, están básicamente marcados por estas dos preocupaciones centrales: el pluralismo y la libertad.

La libertad según Berlin y Constant

Como he señalado, el pensamiento de Berlin bucea en el pasado, en la historia de las ideas, para entender el presente. Esto queda particularmente de manifiesto en el citado ensayo Dos conceptos de libertad, que es resultado de una conferencia inaugural publicada en 1958. En él, Berlin distingue entre libertad negativa, el coto de la libertad individual, que se define por la ausencia de interferencias a nuestro libre actuar, y de ahí lo de negativa; y la libertad positiva, el autogobierno que nos convierte en amos en el ejercicio de nuestra voluntad. A pesar de que este ensayo ha dado para escribir miles de páginas, tengo la impresión de que no ha sido del todo entendido. Una mayoría de comentaristas han querido ver en él una exploración analítica de los significados del concepto de libertad. Pero este propósito está bien lejos de la intención de Berlin, que señala que posiblemente se han producido centenares de definiciones del significado de la libertad, pero que a él únicamente le interesan las dos señaladas. Y estos dos significados le interesan porque han dado lugar, al encarnarse en instituciones y proyectos políticos, a resultados históricos muy diferentes, que nos proporcionan conocimiento práctico sobre cómo hacer mejores nuestras sociedades o, en todo caso, cómo hacerlas más libres y cómo evitar fantasías que a la postre acaban con la libertad.

Se ha querido ver en esta distinción un trasunto de la comparación de la libertad de los modernos y de los antiguos teorizada por Benjamin Constant en su famosa conferencia de 1819, pero las diferencias entre ambos son significativas. Para Constant, efectivamente, la libertad de los modernos es la libertad individual, la libertad negativa, que se encarna en una serie de derechos que nos protegen frente a interferencias. La libertad de los antiguos, en cambio, se corresponde con el autogobierno colectivo. Muchos han querido ver en Constant un defensor particularista del goce privado como libertad. Pero esta es una interpretación errada porque como modernos valoramos nuestra libertad individual, pero para protegerla necesitamos de la libertad política. Esto es, para Constant solo podemos proteger la libertad individual mediante la participación política y, por tanto, la libertad política, la participación colectiva en la política, es la garantía del disfrute de la libertad moderna, individual.11

En Berlin la conceptualización es diferente. La libertad negativa la asocia al proyecto milliano de libertad, donde esta es vista como un espacio en el que la no interferencia del Estado ha de estar garantizada, y cuyo único límite de no interferencia es el de la libertad de los demás.12 Nuestra libertad debe respetar la del prójimo y si no lo hace, hay derecho a limitarla; pero su peligro no es el de que, al gozar de su disfrute, tal como señalaba Constant, nos olvidemos del concurso público para su defensa, sino que, abusando de ella, explotemos al débil. Curiosamente, Berlin critica el liberalismo económico radical como emanación indeseable de la libertad negativa y esto lo conecta con la crítica que los pensadores de posguerra reunidos en Milán hicieron al liberalismo de mercado, lo que ahora se llama neoliberalismo, y que estaba encarnado en la figura de Friedrich Hayek.

Berlin llega tan lejos como para imaginar un “autócrata”, luego volveré sobre este tema, que respete plenamente la libertad negativa. Para Constant, esto es inimaginable porque la única garantía de la libertad individual es, precisamente, la participación política, que pone freno a la tendencia de todo poder a extenderse. Aquí Constant está con Montesquieu: “La libertad política solo se encuentra en los Estados moderados. Pero no la hay siempre en los Estados moderados, la hay cuando no se abusa del poder; sabemos desde siempre que todo hombre con poder se ve impelido a abusar de él; y llega hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! Hasta la virtud misma necesita límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que se dispongan las cosas de modo que el poder frene al poder.”13

De alguna manera, parece que Berlin ignorara la justificación de la separación de poderes como instrumento de protección de la libertad. Me resulta enigmática la razón por la que Berlin lanza esta afirmación sobre la compatibilidad posible entre perfecta libertad y autocracia porque, justamente, la autocracia es el ejercicio de una soberanía absoluta, valga la redundancia, inmoderada y sin límites. Friedrich Hayek, en La constitución de la libertad (1960), se ocupa en extenso de esta cuestión al abordar la relación entre libertad y democracia, y apunta como imaginable la idea de una libertad sin democracia, pero parece concluir que la experiencia lo desmiente. Hayek en esta obra también podría considerarse como un teórico político de la posguerra puesto que dialoga con muchos de sus autores, en particular con Talmon, y le sigue en la cuestión central planteada por Alexis de Tocqueville de la relación entre democracia y libertad. Ronald Hamowy, en las notas que añade a la edición definitiva a esta obra, ha conectado apropiadamente el pensamiento de Hayek con el de Ortega para señalar el consenso liberal en torno a la relación entre libertad y democracia.14 En cualquier caso, y a pesar de que se ha hecho de Hayek un defensor de la compatibilidad entre libertad individual y dictadura, a propósito de algunas declaraciones desafortunadas sobre Pinochet, lo que pareciera servir como ilustración de la ocurrencia de Berlin, su posición en esto es meridiana: “si la democracia es un medio para preservar la libertad, entonces la libertad individual es una condición esencial para el funcionamiento de la democracia. Aunque la democracia es probablemente la mejor forma de gobierno limitado, se vuelve absurda si se convierte en gobierno ilimitado”.15

Para Constant, el peligro de la libertad de los antiguos radica en que su ejercicio colectivo haga que la libertad individual desaparezca y, por tanto, le interesa mucho mostrar cómo las instituciones republicanas de libertad colectiva son contrarias a la concepción moderna, individual de la libertad. Aquí, nuevamente Berlin se separa. Nos dice, pensando en Kant y su concepto de libertad como autodeterminación, que hay una tradición liberal de la libertad positiva. Pero acaba por reconciliarse en este punto con Constant al señalar que la libertad positiva tiene el peligro de entenderse de forma colectiva y, una vez que esto sucede, la libertad desaparece en todos sus sentidos. Los grandes credos ideológicos de su tiempo participarían de esta circunstancia. Y añade algo más, la libertad negativa es una planta frágil, escasa, que solo ha progresado ocasionalmente en algunas sociedades muy refinadas.

La incompatibilidad entre libertad y autocracia

En el ambiente propicio de la Guerra Fría, al final de los años cincuenta, cuando apenas Gran Bretaña salía del racionamiento, y cuando el Estado de bienestar llevaba más de una década funcionando, el ensayo de Berlin fue visto como una crítica semiimplícita a los sistemas comunistas, sistemas que en el nombre de una libertad humana superior habían agostado toda libertad. Por eso extraña, como ya referí de pasada, que Berlin nos diga que la libertad negativa “no es incompatible con ciertos tipos de autocracia o, en cualquier caso, con la ausencia de autogobierno”.16

Y continúa al señalar que “del mismo modo que una democracia puede privar, de hecho, al ciudadano individual de gran número de libertades de las que podría disfrutar en otro tipo de sociedad, es perfectamente imaginable un déspota con espíritu liberal que concediera a sus súbditos un gran espacio de libertad personal. El déspota que deja a sus súbditos amplio terreno de libertad puede ser injusto, puede dar lugar a las desigualdades más salvajes, puede atender poco al orden, la virtud o el conocimiento; pero supuesto que no reprima la libertad de dichos súbditos o, al menos, que no la reprima tanto como muchos otros regímenes, satisfará los requisitos de Mill”.17

Este pasaje resulta oscuro y parece señalar que la democracia totalitaria denunciada por Constant, Tocqueville y Talmon puede acabar con las libertades que disfrutan los ciudadanos en otras sociedades que no se especifican. La primera afirmación forma parte del consenso liberal, una democracia que ignora los límites que los derechos individuales imponen al ejercicio de un poder soberano no es más que un despotismo tumultuario, tal como dijo Constant. Sin embargo, la oscuridad está en que no nombra las sociedades en las que sí se disfruta de la libertad negativa. Parece que se refiere a los Estados constitucionales, pero lo deja en la ambigüedad. Y da la sensación de que por simetría con este argumento se ve impelido a formular el contrario, que puede haber libertad y no haber democracia, esto es, que hay una desconexión entre la libertad individual, el coto privado de la soberanía personal y la democracia entendida como gobierno de mayorías.

Curiosamente Berlin solo utiliza dos veces la palabra autócrata/autocracia en su texto sobre los dos conceptos de libertad. La otra es para señalar que el estoicismo, como filosofía del refugio interior, puede vincularse al fin de las polis democráticas griegas ante la “centralizada autocracia macedonia”. En la misma página, en nota, amplía esta idea al señalar que “el quietismo de los sabios orientales era igualmente una reacción frente al despotismo de las grandes autocracias”.18 Ciertamente, la conexión entre autocracia y estoicismo parece obvia. Y no deja de ser preocupante la popularidad creciente del estoicismo que estamos viviendo en el presente, con una verdadera avalancha de libros sobre el estoicismo como autoayuda, al tiempo que asistimos al crecimiento global y beligerante de las autocracias. Vale la pena recordar la lección de Séneca. Para este, perdidas las virtudes del pueblo romano, el orden solo puede ser resultado de la concentración del poder en un soberano, el emperador, que lo imponga. Pero para que este poder dé lugar a la paz y la felicidad de los súbditos es necesario que sea un poder que se autolimite. Este es el tema de De Clementia. No se sabe si Séneca dirige estas palabras a Nerón por cinismo o con buena voluntad, porque para entonces el emperador ya se ha manchado las manos con la sangre de Británico. En cualquier caso, el poder del emperador queda pintado por Séneca en un retrato que presenta a Nerón como si hablara de sí mismo:

Yo, entre todos los mortales he recibido la aprobación y he sido elegido para desempeñar en la tierra el papel de los dioses. Yo soy árbitro de la vida y la muerte de los pueblos, en mi mano está la suerte y situación de cada cual; por mi boca, la fortuna manifiesta qué quiere conceder a cada uno de los hombres; según sea mi respuesta, pueblos y ciudades conciben causas de alegría; no hay parte en lugar alguno que prospere sin que yo lo quiera y propicie; todos estos miles de espadas que mi paz sujeta se desenvainarán a una señal mía; qué países conviene que sean extirpados de raíz, cuáles trasladados, cuáles recompensados con la libertad y cuáles privados de ella, qué reyes conviene esclavizar y en torno a la cabeza de cuáles colocar el emblema de la realeza, qué ciudades deben quedar arrasadas y cuáles surgir de nuevo, depende de mí.19

Séneca conecta la necesidad de un déspota que mantenga el orden y la paz con la degradación del pueblo romano puesto que, perdidas sus virtudes, sostiene, solo mediante un soberano absoluto se puede proteger la sociedad. Anne Applebaum ha mostrado que este mismo argumento lo utilizan los autócratas de hoy día para legitimarse: ensucian la respetabilidad de los demócratas mediante campañas destructivas para así generar el escepticismo en la población, lo que les permite prosperar.20 Para Berlin el autócrata puede ser protector de la libertad negativa pero también el déspota que impone la renuncia a sus súbditos, que les proporciona la falsa libertad de prescindir de todo. Berlin nos dice que la libertad del sabio estoico debe ser rechazada en tanto falsa libertad. Aquí acierta Berlin, sin duda, pero nos quedamos sin saber cómo pueden conciliarse libertad y autocracia. Creo que el argumento de Berlin es confuso y que Constant resulta más clarividente porque entiende que una soberanía absoluta, sea ejercida en el nombre de uno o de muchos, significa siempre la desaparición de la libertad, de la libertad moderna, de la libertad individual.

El nuevo significado de autocracia

El vocabulario con el que conceptualizamos la realidad política está sujeto a una dinámica peculiar. En general, hay poca innovación en los términos que utilizamos, pero como necesitamos acomodar los cambios que ocurren en las sociedades, su significado va cambiando, hasta el punto de que, dada la antigüedad de muchas de estas palabras, este acaba por invertirse. Por ejemplo, la palabra democracia ha pasado en su milenaria historia de significar, eso nos decía Aristóteles, el gobierno injusto de una multitud en su propio provecho a denominar una forma de gobierno limitado, con sufragio universal y derechos garantizados.

Pues bien, puesto que la democracia es el gobierno que protege los derechos de los individuos a través de la participación política de los ciudadanos, lo contrario de la democracia será el gobierno de una única persona que lo ejerce sin someterse a límite alguno, de acuerdo con su voluntad despótica. Hasta hace poco, tales regímenes se calificaban de autoritarios o de dictaduras, pero ahora la palabra autocracia ha alcanzado una importante audiencia porque permite unificar en una única denominación una forma de gobierno que puede manifestarse formalmente de maneras muy distintas, en repúblicas o en monarquías; con elecciones y partidos políticos o sin ellas y sin pluralismo político.

En la lengua española la palabra es relativamente nueva, no aparece en el Diccionario de autoridades y sí lo hace en el de la lengua de la rae, donde se señala que autocracia es el “sistema de gobierno en el cual la voluntad de una sola persona es la suprema ley” y autócrata “la persona que ejerce por sí sola la autoridad suprema de un Estado”, y añade: “se daba especialmente este título al emperador de Rusia”. El Shorter Oxford Dictionary es más específico. La palabra no entra en la lengua inglesa, en su sentido político, prácticamente hasta mediados del siglo XIX y se hace sinónimo de gobierno absoluto. Autócrata había aparecido ya en esta lengua a principios del mismo siglo para denominar a un monarca con autoridad ilimitada o a un gobernante absoluto e irresponsable. Pero además nos recuerda que era uno de los títulos del zar. De hecho, el zar de Rusia se tituló desde 1721 hasta la desaparición de su monarquía en 1917 como “emperador y autócrata de toda Rusia” o también como “emperador y autócrata de todas las rusias”.

En la primera constitución de Rusia, las “Leyes fundamentales”, promulgada por Nicolás II el 23 de abril de 1906, se explicitaba el significado de la autocracia zarista al afirmar la supremacía del emperador sobre la ley, la Iglesia, y la Duma. El artículo 4 establecía que: “El poder supremo autocrático se establece en la figura del emperador de toda Rusia. Es un mandato divino que su autoridad sea respetada y cumplida no solo por miedo sino como deber de conciencia.” Con el título de autocracia se buscaba afirmar que la soberanía absoluta quedaba encarnada en el monarca y que este tenía un carácter sacral y casi divino. En suma, que un autócrata es un gobernante absoluto, que ejerce una soberanía total, lo que le coloca por encima de los hombres y las leyes. De hecho Император и Самодержец Всероссийский, romanizado Imperator i Samoderzhets Vserossiyskiy, se traduce muchas veces, en español y en otras lenguas, como soberano absoluto aunque literalmente especifique emperador y autócrata de toda Rusia.

La denominación “autocracia” se ha generalizado en el presente para denominar a aquellos regímenes políticos cuya característica común, al margen de sus diferencias, es que no son democráticos. Así lo hace, por ejemplo, el Instituto V-Dem, que distingue entre democracias liberales, democracias electorales, autocracias electivas y autocracias cerradas.21 La palabra también la usa Anne Applebaum en su ya mencionado excelente y terrorífico último libro, titulado Autocracy, S. A. y subtitulado “Los dictadores que quieren gobernar el mundo”. Frente a la imagen tradicional del Estado autocrático, en el que un malvado hace lo que le da la gana gracias al control del ejército y la política, y donde hay también colaboracionistas y quizá algunos valientes opositores, lo que hoy vemos es algo muy distinto. Las autocracias han cambiado radicalmente y ya no responden al viejo modelo. Sostiene Applebaum que hoy en día las autocracias se sostienen mediante una red de estructuras financieras cleptocráticas, de tecnologías de vigilancia y de propagandistas profesionales que operan más allá de las fronteras. Las compañías corruptas de un país hacen negocios con las compañías corruptas de otro y la policía de una autocracia entrena y forma a la de otro.

Para Applebaum, los autócratas están reescribiendo las normas del comercio y del gobierno internacional al tiempo que difunden los mismos mensajes sobre la debilidad de la democracia y la maldad de los Estados Unidos de América y Occidente. Los miembros de la Corporación Autocracia no están unidos por una ideología sino por un común deseo de poder, riqueza e impunidad, y por la creencia de que las ideas democráticas, tanto si vienen de su propia oposición interna como si lo hacen del mundo democrático, son peligrosas y deben ser destruidas. Entre los “modernos autócratas hay comunistas, monárquicos, nacionalistas y teócratas. Sus regímenes tienen raíces históricas, fines y estéticas diferentes […] y no operan como un bloque sino como una confederación de empresas, unidas no por la ideología sino por la determinación brutal y obtusa de preservar su riqueza y su poder personal […] En lugar de ideas, los caudillos que dirigen Rusia, China, Irán, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua, Angola, Myanmar, Cuba, Siria, Zimbabue, Mali, Bielorrusia, Sudán, Azerbaiyán […] comparten la determinación de privar a sus ciudadanos de toda influencia o voz pública, de echar atrás toda forma de transparencia o responsabilidad, y reprimir a todo aquel, en casa o en el exterior, que les desafíe”.22 Applebaum sostiene que si queremos salvar las democracias habrá que cambiar nuestra forma de ver el mundo y combatir a los autócratas con nuevas armas.

Ya no hay ideología sino intereses

De la reflexión de Applebaum me parece importante retener que los autócratas no tienen ideología sino intereses y que, por tanto, la dedicación al estudio de las ideas propiciada por la filosofía política de la posguerra, y por Isaiah Berlin en particular, puede ser una dedicación melancólica y errada si lo que nos interesa es conceptualizar y analizar la política de hoy con el ánimo de mejorarla. Si pensamos en quiénes se sentaban en la mesa del dictador Maduro, un autócrata, en su autonombramiento como presidente de Venezuela el 10 de enero de 2025, podemos ver que había déspotas y propagandistas de todos los colores, unidos por el interés y no por las ideas, desde comunistas a extrema derecha. Si acaso, la única idea que compartían era un igual desprecio por la democracia liberal.

Por tanto, a diferencia de lo que ocurría en el tiempo del paroxismo ideológico del inicio del siglo XX, donde las religiones políticas movilizaban contra la democracia a las masas, ahora la amenaza no viene de las ideas, sino del socavamiento de la legitimidad de la democracia, esto es, de un discurso negativo donde el autócrata se ofrece como garante de orden y seguridad frente a la decadencia de las sociedades liberales, desprestigiadas dentro y fuera de sus fronteras. Pero esta amenaza nueva a las democracias no viene solo de la alianza global de autócratas de todo pelaje. También dentro de las democracias liberales se ha producido una sustitución del pluralismo como valor por la afirmación de una política personalista del hombre fuerte, del caudillo.

Erika Frantz y otros han señalado recientemente algo que me parece particularmente relevante y es que, si bien tras el final de la Segunda Guerra Mundial las democracias fueron derribadas normalmente mediante golpes de Estado o por la fuerza, hoy, por el contrario, se están erosionando a manos de gobernantes elegidos democráticamente que retienen el poder socavando lentamente sus instituciones. Para entender este desarrollo, estos autores proponen como necesario el estudio “del papel de los partidos políticos personalistas […] partidos que existen principalmente para promover la carrera de sus líderes”. Afirman que se puede constatar mediante datos que “el auge de los partidos personalistas en todo el mundo está facilitando el declive de la democracia”. Y que esto es debido a que “los partidos personalistas carecen de incentivos y capacidad para contrarrestar el empeño de un líder por ampliar el poder ejecutivo”. De este modo, los líderes de partidos personalistas tienen muchas probabilidades de tener éxito a la hora de desmantelar las limitaciones institucionales a su gobierno. Y concluyen con un diagnóstico pesimista que resulta coherente con el clima crispado que viven las democracias en el presente: “estos ataques a las instituciones políticas repercuten, por su parte, en toda la sociedad, profundizando la polarización política y debilitando el compromiso de los defensores de las normas democráticas. De esta manera, el personalismo del partido gobernante erosiona las limitaciones horizontales y verticales que pesan sobre un líder, degradando en última instancia la democracia y aumentando el riesgo de un fracaso democrático”.23

Contra lo que pensaba Berlin, hoy día no hay autócratas buenos que respeten la libertad de sus súbditos; y lo que es peor, autocracia y democracia no son necesariamente incompatibles, puesto que desde la segunda se puede llegar a la primera. La teoría política como historia de las ideas estaba orientada al fin práctico de defender las sociedades que habían hecho de la protección de la libertad individual el principio organizador de su sistema constitucional. Berlin habló de la libertad negativa como una planta frágil y escasa que prosperaba en pocos lugares y exigía mucha civilización. Entonces, en su tiempo, estas sociedades excepcionales de la libertad se enfrentaban a sistemas de ideas que, en el inicio de la secularización, se comportaban como religiones políticas, como sistemas de ideas convertidos en creencias que movilizaban a las masas. Pero en el tiempo postsecular que vivimos parece que el fin práctico de defender la democracia liberal ya no se sirve únicamente mediante la historia de las ideas políticas, mediante la genealogía crítica de los credos destructivos.

Parece, por el contrario, que esta planta frágil de la democracia liberal lo que necesita hoy, si queremos que no se agoste, es más democracia entendida como separación de poderes, Estado de derecho, independencia judicial, opinión pública independiente y participación política. Decía Constant, en su famosa conferencia, que la participación política no solo es un instrumento de protección de la libertad sino una escuela de educación ciudadana. Sin estos ingredientes, los nuevos autócratas, elegidos o autonombrados, acabarán con la democracia sin necesidad de ofrecer una ideología. Berlin señaló que mientras existiera la política habría teoría política, porque la necesidad práctica de mejorar nuestras sociedades nos acompañará siempre. En esto, sin duda, sigue siendo plenamente actual. ~

Este texto se presentó en una primera versión como conferencia en el Seminario de Pensamiento de la Fundación Civismo, Madrid, 17 de enero de 2025.

  1. Frans de Bruyn, “Anti-semitism, millenarianism, and radical dissent in Edmund Burke’s ‘Reflections on the revolution in France’”, Eighteenth-Century Studies, vol. 34, n.º 4 (verano, 2001), pp. 577-600. Una vitriólica crítica de Burke a cargo de Jeremy Fox puede verse en https://www.opendemocracy.net/en/opendemocracyuk/edmund-burke-unspoken-villainy/.
    ↩︎
  2.  Bhikhu Parekh ha sido el gran defensor de esta teoría política frente a aquellos que señalaban que hasta la llegada de John Rawls y su Teoría de la justicia en 1971 la disciplina estaba muerta. El tiempo pone cada cosa en su sitio y la farragosa escolástica rawlsiana ha quedado olvidada mientras que los clásicos de la posguerra mantienen todavía su vigor. Sobre este debate puede verse Bhikhu Parekh, “Traditions in political philosophy,” en A new handbook of political Ssience, R. Goodwin y Hans-Dieter Klingenmann (eds.), Oxford, Oxford University Press, 1996.
    ↩︎
  3. Heinrich Heine, Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania. La escuela romántica, Madrid, Tecnos, 2015. Traducción de Manuel Sacristán Luzón.
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  4.  Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia, Madrid, Alianza, 2016. Prólogo de Isaiah Berlin.
    ↩︎
  5.  Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós, 2017 [1945]; Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006 [1951]; Raymond Aron, El opio de los intelectuales, Barcelona, Página Indómita, 2018 [1955]; Michael Oakeshott, El racionalismo en la política y otros ensayos, México, FCE, 2000 [1962]; también Adorno y Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 2016 [1944-47]; Jacob Talmon, Los orígenes de la democracia totalitaria, Madrid, Olejnik ediciones, 2023 [1952]; David Caute, en su libro poco piadoso con Berlin, Isaac and Isaiah: The covert punishment of a Cold War heretic, New Haven, Yale University Press, 2013, apunta a que lo original de este no es sino plagio de Talmon; Elie Kedourie, Nacionalismo, Madrid, Alianza, 2015 [1960].
    ↩︎
  6. Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad. El fin justifica los medios. Mi trayectoria intelectual, Madrid, Alianza Editorial, 2014. Edición, introducción, traducción y notas de Ángel Rivero.
    ↩︎
  7.  Sobre el fin de la ideología y el congreso de Milán de 1955 puede verse mi introducción a Daniel Bell, El final de la ideología, Madrid, Alianza, 2015 [1960].
    ↩︎
  8. Isaiah Berlin, Karl Marx, Madrid, Alianza, 2015. Edición corregida y puesta al día por Ángel Rivero.
    ↩︎
  9. John Gray, Isaiah Berlin, Alfons el Magnànim, ivei Valencia, 1996. Ángel Rivero, “John Gray y el liberalismo agonístico de Isaiah Berlin”, Revista de Libros, 1 de enero de 1997, disponible en: https://www.revistadelibros.com/john-gray-y-el-liberalismo-agonistico-de-isaiah-berlin/.
    ↩︎
  10.  Isaiah Berlin, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 2017. Edición de Henry Hardy y de Ángel Rivero para la versión española. Berlin consideraba su libro Cuatro ensayos sobre la libertad su obra más importante y original. Esta edición definitiva cambia el título de la obra y se hace cargo de la voluntad última de Berlin de incluir un quinto ensayo que la editorial no le dejó incorporar en su momento debido a los retrasos que las dudas del autor generaron en la producción del libro.
    ↩︎
  11. Benjamin Constant, La libertad de los modernos, Madrid, Alianza, 2019. Edición de Ángel Rivero.
    ↩︎
  12. John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 2013. Prólogo de Isaiah Berlin.
    ↩︎
  13.  Montesquieu, El espíritu de las leyes, Madrid, Alianza, 2015, libro XI, capítulo 4, p. 586.
    ↩︎
  14. Friedrich A. Hayek, The constitution of liberty, The collected Works of F. A. Hayek, Volume XVII, The definitive edition, Chicago, The University of Chicago Press, 2011 [1960]. Edición de Ronald Hamowy. El análisis de Ortega y Gasset de la relación entre liberalismo y democracia se encuentra en el capítulo V de su librito Castilla y sus castillos, Madrid, Afrodisio Aguado, 1942. La inspiración de Ortega es francesa y al leerle no puede uno dejar de pensar en el castillo de La Brède donde Montesquieu escribió El espíritu de las leyes.
    ↩︎
  15.  Friedrich A. Hayek, op. cit., pp. 182-183.
    ↩︎
  16.  Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad. El fin justifica los medios. Mi trayectoria intelectual, op. cit., p. 73.
    ↩︎
  17. Id.
    ↩︎
  18.  Ibid., p. 88.
    ↩︎
  19.  Lucio Anneo Séneca, Sobre la clemencia, Madrid, Alianza, 2018, L. I, 2.
    ↩︎
  20. Anne Applebaum, Autocracy Inc. The dictators who want to run the world, Londres, Allen Lane, 2024, p. 122 y sig.
    ↩︎
  21. https://www.v-dem.net/.
    ↩︎
  22. Anne Applebaum, op. cit., pp. 2-3.
    ↩︎
  23.  Erica Frantz, Andrea Kendall-Taylor y Joe Wright, The origins of elected strongmen: how personalist parties destroy democracy from within, Oxford, Oxford University Press, 2024. ↩︎


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