El peluquero de Picasso

Un museo en Buitrago dedicado a Picasso no exhibe sus grandes obras sino trabajos menores de la última época. Sin embargo, la colección deja ver una faceta poco atendida del pintor: la de su amistad con el barbero Eugenio Arias, que logró conformar, a base de regalos, un acervo único.
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Ni fastos ni fiestas, ni París, ni Nueva York, ni Barcelona o Madrid o Málaga: conmemoraré a Picasso cogiendo el coche cualquier domingo de estos, en cuanto empiece a hacer bueno, para acercarme a Buitrago del Lozoya y visitar mi preferido de entre todos sus museos.

Aviso antes de nada: el Museo Picasso de Buitrago solo guarda obras menores de la última época. Que no espere encontrar quien lo visite grandes lienzos de los periodos azul o rosa, exploraciones cubistas, esculturas o collages. No está el Picasso fundacional del Bateau-Lavoir ni el descomunal del taller de la rue des Grands-Augustins y las fotos de Dora Maar. No está el Picasso hermosísimo de Horta d’Ebre (mi favorito absoluto, que conmueve por lo que pinta y sobre todo por lo que se adivina que pintará, por ese “presentimiento de maravillas aún por llegar” que era para Henry James la sensación más hermosa que puede darnos la vida) ni el de Apollinaire o de Max Jacob, Olga o Marie-Thérèse.

En Buitrago está el Picasso anciano del retiro en la Costa Azul, de La Californie y Mougins, el del último Cocteau, el ceramista de Vallauris que dejó a Françoise Gilot por Jacqueline. El del compromiso comunista del que se burlaba Dalí, el de los toros en Nimes y Arles, el famoso y mundano de portadas en la Paris Match. También el que roza olímpicamente (cuando no cae de lleno) el kitsch mediterraneísta, el de la dudosa corte de pelotas y aprovechados de los últimos años, las peleas con los hijos y el escándalo ocasional.

Iré también para homenajear a su fundador, Eugenio Arias, que donó a su pueblo natal su colección, tan íntegra como él (habría podido venderla por buenos dineros). No fue un rico mecenas ni hizo pujas millonarias en subastas históricas. Fue uno de tantísimos exiliados republicanos que llegaron a Francia con lo puesto al acabar la guerra. Reunió sus piezas –dibujos, cerámicas y litografías, sobre todo– a lo largo de casi veinticinco años de amistad con Picasso. Se habían conocido en 1945 de la mano de La Pasionaria, en una reunión de exiliados en Toulouse. Arias era un ferviente republicano que trabajaba como barbero en Vallauris, el pueblo de Provenza de tradición ceramista donde Picasso se instaló en 1948. Suzanne Ramié, dueña del taller alfarero Madoura, recomendó al pintor como cliente, y fue un éxito más de sus grandes dotes emparejadoras: presentó a Picasso y a Éluard a sus respectivas últimas esposas.

Pronto fueron cogiendo confianza. A los dos les gustaban los toros –su gran tema de conversación– y los dos echaban de menos una España a la que no querían regresar en vida de Franco. Se trataron con respeto y cariño mutuo hasta su muerte. Arias afeitó y cortó a domicilio el escaso pelo de Picasso durante veinticinco años, pero la verdad es que la ceremonia del afeitado era solo la excusa para charlar en español sobre cualquier tema. Y a cualquier hora: Arias era de las poquísimas personas con libre acceso al artista en los últimos años, y quedan fotos muy hermosas de David Douglas Duncan que muestran a ambos practicando toreo de salón en el taller de La Californie, junto a una divertida Jacqueline, a altas horas de la noche. Fue Arias quien dio en Mougins con Nôtre Dame de Vie, la última de las casas míticas donde vivió Picasso; y también él quien cubrió con una capa española el cuerpo del pintor y lo veló la noche de su muerte.

Por su parte, Picasso apadrinó a Arias el día de su boda, y el retrato de su madre que guarda el museo encabezó una petición de amnistía para los presos políticos españoles. Incluso permitió al barbero dar unas pinceladas a su mural Guerra y paz para la capilla desacralizada de Vallauris. Entre bromas y veras le dijo que ya eran coautores de una obra: “Ahora tendremos que firmar Picasso y Arias.”

Por medio de Picasso, Arias conoció (y afeitó) a Cocteau, Leiris, Prévert, Dominguín y otros amigos de los últimos años, y hasta confeccionó la famosa peluca hippie con que Santiago Carrillo se disfrazaba en sus entradas clandestinas a España. Nunca cobró al pintor por su trabajo, pero Picasso fue haciéndole pequeños regalos que acabaron por convertir su barbería en un pequeño museo picassiano. El mismo que en 1985 se inauguró en el sótano del ayuntamiento de Buitrago y lleva allí apretujado desde entonces. Ahora (¡a buenas horas!) la Comunidad de Madrid se sube al carro de los fastos picassianos y anuncia un plan para restaurar una casona del pueblo donde colgar las obras en condiciones… era, claro, demasiado pedir que a alguien se le ocurriese esa idea, que la colección pedía a gritos desde hace cuarenta años, con antelación suficiente para inaugurarlo a tiempo este año. Veremos en qué queda.

En la colección hay muchas dedicatorias sobre las guardas de monografías y catálogos. Coloristas e historiadas, algunas son verdaderas obras maestras en ese arte de difícil improvisación en el que ni los más grandes salen siempre airosos. También hay muchos dibujos taurinos, recordatorio y comentario de la última corrida a la que hubiesen ido juntos. Y todo un equipo de barbería diseñado especialmente por el artista: un estuche de madera para los útiles de Arias –su única incursión en la técnica del pirograbado– y una estupenda bacía en cerámica roja con dibujos negros del Quijote y Sancho, el Yelmo de Mambrino particular de Picasso. Hay más cosas interesantes: el Pájaro del progreso, realizado sobre una placa de cagafierro (quizá lo más interesante sea la propia palabra, que se refiere a desperdicios triturados de metal). O la deliciosa aguada Plato de toritos fritos, feroz y delicada al mismo tiempo, que abrió el apetito del mismo Museo Picasso de París, que la pidió prestada en 1993 para su gran exposición Picasso: toros y toreros.La dedicatoria que la acompaña es seguramente la más elocuente de todas las que se ven en Buitrago. Rezuma nostalgia y cariño irónico frente a esa España a medias real, a medias soñada e imaginaria, que tanto lugar ocupó en su amistad: “Aquí te mando […] un buen plato de toritos fritos para que se los coma Currito el día de su santo, con un vaso de Valdepeñas y un porrón del Priorat. Ya ves que me acuerdo.” ~

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