El sacrificio del Dr. Rizal

Reformista ilustrado, escritor asombroso en un castellano que concebía como un instrumento de liberación de su patria Filipinas, amante indómito y burlón de su país, Rizal es una figura fascinante y difícil de encasillar.
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Hace algo más de 125 años, el 30 de diciembre de 1896, fue ajusticiado José Rizal en Manila al grito de “viva España”. Grito “sacrílego”, escribió después Unamuno, que había sido su condiscípulo en la universidad. Cuarenta años más tarde, el 12 de octubre de 1936, en su célebre último discurso en Salamanca, del que solo conocemos de forma cierta las notas que había tomado sobre una cuartilla usada, todavía le ardía: “odio y compasión, odio a la inteligencia que es crítica, diferenciadora, inquisitiva no inquisidora…, imperialismo, lengua, Rizal…”. Se cuenta que en ese momento el general Millán-Astray le interrumpió con un dicterio, que pudo o no ser “muera la inteligencia”. Cuando cada mes de octubre se escuchan las facundias rituales, blandas y machaconas, sobre genocidios, sobre glorias hispanas, se llega a temer que las palabras exactas de aquel abracadabra fuesen un maleficio duradero sobre los cerebros de la raza. Mas para este filipino, malayo con algo de chino y algo de mestizo español, ni inteligencia ni apenas recuerdo han quedado entre nosotros.

Rizal fue un reformista ilustrado, un escritor asombroso del idioma castellano, que cultivó con devoción y defendió como medio para la libertad de su patria, y un amante indócil y burlón del país del que era súbdito, al que le exigió ser ciudadano y lo hizo reo. Tenía 35 años.

Una paradoja del caso es que, si bien la memoria de Rizal se venera en Filipinas, como héroe primero, en plazas, colegios y monumentos, quienes conocen el país coinciden en que es muy poco leído, salvo por algunas traducciones abreviadas para uso escolar de “Noli” y “Fili”, los diminutivos de sus novelas. Una razón evidente es que el castellano nunca llegó a ser la lengua general del archipiélago, donde hoy se ha apagado casi del todo. Una razón menos obvia es que tanto su vida como su obra son difíciles de enderezar como las de un ideólogo nacionalista, si no es en efigies mudas y en centones de pasajes extractados con resonancia antiespañola. Su martirio, que aceptó mansamente como su destino, ha prevalecido sobre sus escritos. En ellos gobiernan los diálogos, la lógica y las dudas, además del humor. Ningún dogma.

Su figura en suspenso, desapercibida entre quienes lo entienden, de idioma raro para quienes lo recuerdan, es un símbolo de lo que Benedict Anderson describió como “el vértigo” que sentía el estudioso de la formación de las naciones ante el caso de Filipinas. Anderson utilizó una palabra más cargada, “lobotomía”, para referirse al efecto cultural del imperialismo estadounidense, que sucedió al español e incomunicó a los filipinos con sus clásicos. No sé si eso explica la insólita amnesia española, que alcanza a casi todo lo relativo a esas islas.

Una educación y religiosidad estrictamente occidentales –más aún, su anticlericalismo– hicieron de Rizal, que era coetáneo de Tagore, un pensador atípico en Asia; lo que lo hacía único en la lengua española comenzaba solo con su origen tagalo. Rizal escribió novelas, cuentos, ensayos, artículos periodísticos, memorias, discursos y poemas. Manejaba la sátira con un gusto especial, pero tenía otros recursos, en un castellano literario, como devoto cervantino que era, y como autor que se adueñó de la lengua en la escuela. En la mayoría de sus poemas se siente un extraño soplo de pupitre y siglo de oro. Era de palabra y pluma fáciles a la hora de establecer argumentos; resultaba persuasivo. Tenía mucho carisma personal, aunque maneras tímidas, y dicen que a todos les resultaba siempre agradable. También se dice que no soportaba las críticas. Estudió medicina al tiempo que filosofía y letras en Manila y Madrid; se especializó como oftalmólogo en París y Heidelberg. Se interesó por la antropología y la historia. Políglota y traductor, en su primera biografía, la de Retana (1907), ya se le atribuían una decena de lenguas; la leyenda las ha aumentado después hasta veintidós. La mitad de su vida adulta la pasó en Europa; a los veintisiete años había dado la vuelta al mundo. No es exagerado decir que cuando lo mataron era uno de los intelectuales más interesantes del idioma castellano; y el más cosmopolita.

En Filipinas decían ilustrados a los que como él tenían estudios y una familia acomodada, pero Rizal lo fue en el sentido clásico. El último ilustrado de la escasa cosecha española, forzado por la anacrónica situación de su país, donde subsistía un gobierno indirecto de tipo feudal, a la vez que un pionero heterodoxo del pensamiento anticolonial moderno. Sus conclusiones fueron reformistas. La revolución era un mal que debía evitarse en lo posible, por razones morales de principio –la sangre– y por razones éticas finales, pues el progreso gradual conducía a un resultado mejor para la gran mayoría. Era inexperto en política, pero predijo que una independencia temprana atraería a los Estados Unidos sobre las islas (Filipinas dentro de cien años, 1889). Tenía una visión benigna de España y su potencial modernizador, pero no se engañaba acerca de los torpes efectos del colonialismo (Sobre la indolencia de los filipinos, 1890).

Antes de escribir su primera novela, Rizal propuso a la tertulia de los filipinos residentes en Madrid, adonde había llegado en 1882, componer un libro coral que mostrase la situación de la colonia. Allí había otros estudiantes como él, escritores, pintores, periodistas y alguna gente de dinero. Por lo general eran miembros de la Propaganda filipina y muchos escribían en La Solidaridad, “quincenario democrático” de los filipinos en España, en el que Rizal publicó sus principales ensayos. Todos habían descubierto una España liberal, posterior a 1868, muy diferente de la que podían imaginarse desde su país. La Propaganda reclamaba la ciudadanía española, como habían tenido en 1812, pero ni la República les había devuelto representación en las Cortes, observación de las leyes de España, incluyendo la instrucción pública, la supresión del gobierno de facto del clero regular, una administración local abierta a los nativos, un gobernador general civil y no militar… A lo largo de su vida Rizal pasó por momentos de ira, imaginó la revolución, pero nunca pidió más para su tiempo.

El libro no se hizo, pero Rizal escribió Noli me tangere, una referencia irónica al Evangelio (“No me toques”, Juan 20, 17) que podía creerse dirigida a los frailes que estaban por encima de la ley, o a la verdad de la que no se podía hablar, o al dolor de un tumor. Pienso que le gustaban todas esas resonancias. Lo publicó en Berlín en 1887, año en que lo recibieron como miembro de la Sociedad Antropológica en esa ciudad, con un discurso sobre el tagalo. Es una novela que conmueve al lector menos anticlerical y una maravilla para el sociólogo. Ese año comenzó a escribir su continuación, El filibusterismo, redactada como la anterior entre varias ciudades de Europa y publicada en Gante en 1891. El título se refería al término tal y como se empleaba en las colonias, de uso parecido a nuestro “terrorismo”. Es una novela inferior, con una trama inverosímil y menos emoción humana, aunque de igual o mayor interés histórico y político. Pese a sus defectos, contiene, como la primera, páginas estupendas, sobre todo, en sus retratos cómicos.

Algunos han creído encontrarse con Rizal en uno u otro actor de sus ficciones, sobre todo entre los revolucionarios. Unamuno, que casi siempre leía bien, advertía que Rizal “necesitaba de más de un personaje para mostrar la multiplicidad de su espíritu”. Para él sus novelas eran “no otra cosa sino diálogos sociológicos, y a veces filosóficos”. Tenía bastante razón. Además, el argumento, en el sentido dialéctico, no quedaba cerrado en ninguna de ellas. Para terminarlo aún debían actuar algunos personajes del mundo a los que el texto quería interpelar, dando los pasos hacia las reformas o hacia la revolución. La multiplicidad de su espíritu era también la de su país. Rizal era un demócrata que para la literatura fundacional de Filipinas compuso intercambios argumentales, no teatralizó los dogmas de un partido. No es poco lo que con ella se olvida.

Rizal exigía respeto para su lengua materna, nunca dijo que fuera en todo igual a otras. Creía que el autogobierno de Filipinas, archipiélago multilingüe, necesitaba un idioma común, y reclamaba su plena hispanización. El castellano era, además, el camino más corto a una biblioteca. Había sido el suyo y en sus primeros escritos se apreciaba la conmoción del descubrimiento (léase El consejo de los dioses, de 1880). No defendía la simple aculturación, pues creía, obviamente, en el bilingüismo. Pero entendía que las lenguas autóctonas, sin el castellano, sostenían el despotismo de unos clérigos, ellos sí, bilingües.

En sus novelas el esencialismo lingüístico se encuentra en la voz de personajes tanto reaccionarios como revolucionarios, mientras que los caracteres mejor intencionados defienden el español (y el bilingüismo) frente a ambos. En las “Aventuras de un maestro de escuela” (capítulo xix de Noli me tangere) el protagonista, un rico emigrado que regresa al país por amor, conoce a un maestro que le cuenta sus desventuras al intentar enseñar el castellano a los niños (“porque además de que el gobierno lo ordenaba, juzgué que también sería una ventaja para todos”) y cómo los frailes le hicieron la vida amarga e imposible. Entre otras maldades, Rizal no descuida la humillación. Tras burlarse de sus buenos días pronunciados en “gracioso” castellano, un fraile le dice al maestro, naturalmente, en tagalo: “No me uses prendas prestadas; conténtate con hablar tu idioma y no me eches a perder el español, que no es para vosotros”.

En “El sermón” (capítulo XXXI) se dramatiza el uso de la lengua para mantener la jerarquía étnica y social. No es cosa de parafrasear esa misa de odio, que llega cuando el lector ya solo puede detestar al taimado padre Dámaso; es notable que también tenga su momento, diríamos, interseccional, recordando cómo San Francisco los protege a todos de los chinos. Me importa sobre todo el guiño que hace Rizal antes del comienzo. “La primera parte del sermón debía ser en castellano y la otra en tagalo: loquebantur omnes linguas.” Aunque el latinajo sea incorrecto, la referencia burlona a la glosolalia de Pentecostés (loquebantur variis linguis) es muy especial, quién sabe si única en la literatura española. Con esa emoción lo he leído: la Iglesia, da a entender Rizal, no predica en lengua indígena para aproximar la Palabra –no, al menos, en el siglo xix– sino para intermediar. Una hipótesis que tiene muchos méritos.

No es que Rizal fuera ajeno a la intermediación, pero buscaba poner en contacto a las culturas, no las barreras ni las esencias. Podemos pensar en cómo escribió en español cuentos del folclore filipino, como “La tortuga y el mono” (también lo hizo en inglés, ilustrado con sus dibujos), pero para los niños tagalos tradujo los cuentos de Andersen. Al tagalo tradujo también el Guillermo Tell de Schiller, para introducir el lenguaje de la libertad política. Sin embargo, apenas escribió nada propio en ese idioma.

En El filibusterismo hay dos tramas principales, la primera es la de un resentido que quiere provocar una revolución acelerando las contradicciones, como se diría en otro momento, y procurando a este fin la injusticia y el asesinato. La pretendida cumbre dramática del libro es un plan de nitroglicerina, inocentes, fracaso y contrición. La segunda es la de un grupo de estudiantes universitarios que exigen la creación de una academia de castellano. Los frailes se oponen con vehemencia y malas artes, consiguiendo que los funcionarios del gobierno rechacen el proyecto, lo que aboca a algunos a pensar que la vía de las reformas es imposible. Pero también se opone a ello el nihilista Simoun, el filibustero de intenciones homicidas.

Cuando el estudiante Basilio observa en el curso de un diálogo que el conocimiento del castellano “puede unir a todas las islas entre sí”, el terrorista queda al cargo de exponer el argumento esencialista: “¡Error craso! […] El español nunca será lenguaje general en el país […], cada pueblo tiene el suyo, como tiene su manera de sentir […] los que presumís de ilustrados sois renegados de vuestra patria […] Por fortuna tenéis un gobierno imbécil. […] Mientras […] el gobierno alemán prohíbe el francés en las provincias conquistadas, vuestro gobierno pugna por conservaros el vuestro y vosotros en cambio, pueblo maravilloso bajo un gobierno increíble ¡vosotros os esforzáis por despojaros de vuestra nacionalidad! […] El idioma es el pensamiento de los pueblos.”

Una fantástica perorata con la que Rizal no podía estar de acuerdo. El tagalo no era la única lengua de los filipinos, ni siquiera la de la mayoría, y él era tan patriota como ilustrado.

Rizal dejó España en 1892 y se instaló en Hong Kong, donde se reunió con su familia esperando una ocasión para pasar a Filipinas. Llevaba consigo la edición de su último libro. Sin embargo, allí su agitación política se detuvo. Redactó los estatutos de una apenas reformista Liga Filipina y escribió cartas de despedida pública y privada para el caso de morir, consciente de que regresar a su casa era meterse en la boca del lobo. Allí estaban sus peores enemigos y la ley de España no regía ni lo protegía. El gran filipinista español Isaac Donoso aduce la hipótesis de una renovada reflexión religiosa para explicar su actitud. Hubo también un innegable sentido del honor tradicional, al saber que su familia estaba siendo hostigada y perseguida injustamente por su causa. Se presentó en Manila en junio para consternación del gobernador Despujol, que se entrevistó con él casi a diario hasta que, con un pretexto, ordenó su destierro en Dapitán, Mindanao, como mal menor. Este liberal gobernador fue reemplazado por el general Blanco, que pasaba por serlo menos, pero que hasta lo visitó en el destierro. Le propuso un regreso honorable a España, o un extrañamiento atenuado en el norte. Puede notarse que Benedict Anderson consigna estos hechos con aturdimiento. Rizal rehusó: había fundado una escuela, escribía un poco, tenía el amor de una mujer que había venido desde Hong Kong (Josephine Bracken, la “dulce extrangera” de su último poema), habían tenido un hijo que allí había muerto.

En 1896, por razones no del todo claras, Rizal solicitó unirse a los españoles como médico en la guerra de Cuba. Se le concedió, con la conformidad del cruel Weyler desde La Habana. Distintos retrasos impidieron que Rizal consiguiese lo que tal vez buscaba, ausentarse antes de que se iniciara la inevitable revolución. Cuando partió su sombra ya le perseguía. Le propusieron desembarcar en Singapur y acogerse a la ley británica, pero había dado su palabra a Blanco de ir a España. Antes de llegar a Barcelona ya lo habían confinado. Pasó una noche en Montjuic, la última en Europa; lo devolvieron a Manila para poder matarlo. Allí estaba todavía Blanco; lo último que hizo antes de ceder el mando al nuevo gobernador fue escribir cartas en defensa de Rizal, pero el general Polavieja ya tenía sus órdenes. El consejo de guerra las ratificó sin preguntar a un solo testigo. Lo fusilaron de espaldas en la campa de Bagumbayán, donde en 1872 habían sido agarrotados los tres presbíteros de 82, 35 y 30 años a los que Rizal había dedicado El filibusterismo. El último libro que leyó fue la Imitación de Cristo, que entregó a su esposa, Josephine, tras casarse con ella antes de morir.

En sus últimos días, tal vez horas, compuso el poema “Último adiós”. Escondido en una lamparilla se lo hizo llegar a su hermana. Las naciones pueden ser inventadas, pero no dejan de ser objetos de amor, pensaba Anderson al introducir estos versos a sus lectores de todo el mundo. De hecho, Rizal conocía las Filipinas peor que Europa y escribía en un idioma que solo una clase de filipinos entendía bien. Podría decirse que así es el amor. Son catorce quintetos que empiezan y terminan así.

¡Adiós, patria adorada, región del sol querida,

perla del mar de Oriente, nuestro perdido Edén!

A darte voy alegre la triste mustia vida,

y fuera más brillante, más fresca, más florida,

también por ti la diera, la diera por tu bien.

[…]

Adiós, padres y hermanos, trozos del alma mía,

amigos de la infancia en el perdido hogar,

dad gracias que descanso del fatigoso día;

adiós, dulce extrangera, mi amiga, mi alegría,

adiós, queridos seres, morir es descansar.

Escribió Unamuno: “En lengua española pensó, y en lengua española dio a sus hermanos sus enseñanzas; en lengua española cantó su último y tiernísimo adiós a su patria, y este canto durará cuanto la lengua española durare.”

BIBLIOGRAFÍA

El ensayo de Unamuno sobre Rizal apareció como epílogo a la Vida y escritos del Dr. José Rizal, de Wenceslao Retana (Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1907). Además: Isaac Donoso, “Invocación de un mito: Rizal y el último discurso de Miguel de Unamuno”, en Revista Filipina, vol. 6, núm. 1, 2019. Benedict Anderson sobre el “Último adiós”, Comunidades imaginarias (1983; traducido en fce, 2006); sobre Noli me tangereThe spectre of comparisons (Verso, 1998); sobre la vida de Rizal y El filibusterismoBajo tres banderas (2005; traducido en Akal, 2011). Para sus textos breves: Prosa selecta: narraciones y ensayos, ed. crítica de Isaac Donoso (Verbum, 2012) y Poesía completa/Ensayos escogidos, ed. de J. F. Ruiz Casanova (Cátedra, 2014). Donoso ha hecho una edición crítica de Noli me tangere inhallable en España. Hay reimpresiones del texto de dominio público, por ejemplo: Noli me tangere, Ediciones del Viento, 2008; El filibusterismo, Lingua Digital, 2014. ~

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es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.


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