Ningún otro gremio artístico, como el teatral, se piensa tanto como una comunidad creativa. Reuniones de todo tipo son habituales en la vida de actores, directores, dramaturgos, escenógrafos y productores. Debido a eso, fue natural que el Congreso Nacional de Teatro, celebrado el pasado mayo, fuera una reflexión colectiva sobre los problemas actuales que enfrentan todos los que hacen teatro en México.
El Congreso arrojó dos líneas de acción primordiales sobre el quehacer artístico en general y el teatro en particular. En primer lugar, es necesario crear una ley nacional para las artes escénicas que atienda los problemas particulares de sus trabajadores. En segundo, resulta ya inaplazable mitigar la actual desigualdad que enfrentan los ciudadanos en el acceso a los bienes y servicios culturales del país, en especial a la oferta escénica, situada generalmente en lugares hegemónicos.
El telón de fondo sobre una ley especial para el teatro es evidente: dotar a actores, acróbatas, bailarines, narradores orales y performers de un programa propio de seguridad social, que tenga en cuenta los riesgos laborales de su labor creativa, además de las necesarias prestaciones de ley a partir de un esquema de percepción económica que no necesariamente puede compararse con otros oficios cuya remuneración es constante. Lo anterior sitúa al Estado mexicano en un problema: cómo ser al mismo tiempo el principal cliente de los teatristas mexicanos y también el responsable de garantizar un marco legal que sirva al óptimo desarrollo de quienes se dedican a las artes escénicas. Convertir el conocido círculo vicioso de oferta y demanda paraestatal en virtuoso es una tarea que deben atender diversas instituciones públicas.
Según lo dejaron manifiesto, gran parte de los teatristas que participa- ron en el Congreso Nacional de Teatro no quieren ser vistos como simples clientes del Estado mexicano ni ser tratados como un proveedor empresarial cualquiera. A cambio, piden que se les reconozca como agentes propiciatorios de un bien público: el derecho a la cultura.
Asumir la identidad del teatro como un derecho social implica abandonar el prestigio de trabajar en los principales teatros públicos, diluir la vanidad de las trayectorias y generar espectáculos de pequeño y mediano formato para que puedan viajar a comunidades, plazas y escuelas de todo tipo. Eso supone modificar no solo la estructura pedagógica del teatro nacional sino los programas de reputación y recompensa y, al mismo tiempo, organizar una auténtica política de creación y renovación de públicos. Los creadores escénicos, en ese sentido, deberían empezar a mirar hacia la primera infancia, niñez y adolescencia, una perspectiva nada popular al interior del gremio.
La ley en cuestión no se encargaría únicamente de proveer a los artistas escénicos de hospitalización –sobre todo si sufrieron un accidente debido a su trabajo, lo cual es muy común–, pues su condición laboral tendría que ser diferente, en tanto facilitadores de un bien público. Al respecto, valdría la pena observar la iniciativa que, entre 1958 y 1964, impulsó Benito Coquet en el Instituto Mexicano del Seguro Social cuando incluyó las actividades culturales –y el teatro en particular– dentro del esquema de cobertura de la sanidad pública. Para el funcionario, la salud de los ciudadanos implicaba también el acceso a teatros y auditorios de primer orden. Ahora es común ver al lado de hospitales, en diversas ciudades del país, recintos teatrales que formaron parte de una red ejemplar de infraestructura cultural inédita en América Latina, actualmente en el abandono.
El Congreso Nacional de Teatro concluyó con la brillante ponencia de Sandra Ivette García Sánchez, de Tabasco, quien se encuentra al frente de un grupo de teatro escolar comunitario (El Hilo de Ariadna, en el municipio de Jalpa de Méndez). Más allá de su valor emocional –acerca de cómo el teatro puede convertirse en la única válvula de escape al tradicionalismo religioso y la misoginia–, su testimonio ejemplificaba el desafío mayor del teatro mexicano actual: volverse una necesidad en el concierto social, dejar de ser solo una opción de entretenimiento en las grandes ciudades y llegar a las zonas marginales para contribuir al pacto social de pacificación. La ventaja del teatro es que para movilizar una puesta en escena o un taller de actuación no necesita más que un espacio vacío donde pintar una raya.
Solo entrando a la médula del país el teatro podrá ser, de verdad, un derecho ciudadano. ~
Es dramaturgo y crítico de teatro. Ha publicado, entre otros libros, Patán, hazme un hijo (Arlequín, 2015)