El Ășltimo tigre

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Mi abuelo matĂł al Ășltimo tigre.

Al menos eso creĂ­ haberle entendido a Kullu. EstĂĄbamos caminando en un barrio de BerlĂ­n que no parecĂ­a BerlĂ­n, llamado Grunewald, con un bosque inmenso y sobrepoblado de zorros y mapaches y jabalĂ­es; con mansiones antiguas y tambiĂ©n mansiones nuevas; con riachuelos y lagos donde los berlineses, continuando una tradiciĂłn alemana del final del siglo xix conocida como freikörperkultur (“cultura del cuerpo libre”), nadan y se asolean desnudos.

Jalambaba, me dijo Kullu. AsĂ­ se llamaba mi abuelo. MuriĂł antes de que yo naciera.

Mal estacionado en la calle, frente a una taberna de cerveza, brillaba un Ferrari amarillo yema.

De niño, dijo Kullu, mi abuela me solía contar que una noche, a finales del 64, Jalambaba se escondió dentro de su establo en las afueras de Mukpat, nuestra aldea, a pocos kilómetros de las cuevas budistas de Ajanta. A través de un agujero en la pared, Jalambaba podía ver la silueta de su vaca muerta sobre la hierba. Y ahí dentro se puso a esperar, paciente, con una escopeta de un cañón en las manos, a que volviera el depredador que esa tarde la había matado. Jalambaba sabía, dijo, que un depredador siempre vuelve por su presa.

Nos detuvimos ante la estación de tren de Grunewald. En la entrada había una pequeña cafetería con cuatro mesas sobre la banqueta. Le dije a Kullu que nos sentåramos unos minutos, que le invitaba un café antes de subir a la plataforma.

Me encantarĂ­a, Eduardo, dijo con esa su manera de hablar siempre suave y medida, como si no tuviera ninguna prisa por llegar al final de las palabras.

Yo entré y me acerqué a una señora alta y corpulenta que estaba detrås del mostrador. En inglés, alzando dos dedos, le pedí dos cafés, y mientras ella los preparaba descubrí que, sobre una larga estantería colgada en la pared, había una serie de muñecas antiguas, sentadas en fila. Quizå treinta o cuarenta muñecas, una a la par de la otra, todas viejas y sucias y muy dañadas. A mås de alguna le faltaba una pierna o un brazo. Otras habían sido remendadas con hilo o con cinta adhesiva. Una estaba decapitada, y la cabeza de lana roja y deshilachada yacía a su lado.

*

Todos le dicen Kullu porque su nombre es interminable. Kulbhushansingh Suryawanshi. El leĂłn que honra a su familia, en idioma maratĂ­, me dijo el dĂ­a que nos conocimos en BerlĂ­n. Ambos estĂĄbamos ahĂ­ con una beca del Wissenschaftskolleg para pasar una temporada larga entre los bosques y los lagos de Grunewald. VivĂ­amos en el mismo edificio: una mansiĂłn restaurada y rehecha en apartamentos llamada Villa Walther (su dueño original, el arquitecto Wilhelm Walther, en ruina econĂłmica tras construir tan aparatoso palacio en 1917, se ahorcĂł adentro de la torre). Kullu y su familia nos invitaban a su apartamento para comer un tĂ­pico desayuno hindĂș de poha, sabudana y chapati; nosotros los invitĂĄbamos al nuestro para comer un tĂ­pico desayuno guatemalteco de frijoles, huevos rancheros y tortillas. Su hija y mi hijo recibĂ­an juntos su clase de alemĂĄn, jugaban juntos en el ostentoso jardĂ­n.

Uno de los cientĂ­ficos mĂĄs reconocidos en su campo, Kullu llevaba casi quince años –toda su vida acadĂ©mica– trabajando para la protecciĂłn y conservaciĂłn de los leopardos de las nieves. EscuchĂĄndolo hablarme de las semanas o los meses que pasaba en las regiones mĂĄs inhĂłspitas de la India y Mongolia y Nepal y KirguistĂĄn, hablarme de la absoluta y prolongada soledad y de los tantos peligros (varios de sus colegas habĂ­an muerto de hipotermia en las montañas), yo solo podĂ­a pensar en el cuento de Jorge Luis Borges sobre un sacerdote azteca, quien, encerrado por sus captores españoles en una cĂĄrcel de piedra, se pasa los dĂ­as mirando y estudiando las rosetas en el pelaje de un jaguar encerrado en la celda vecina. Hasta que, una noche, al despertarse tras un sueño afiebrado, el sacerdote azteca cree ver en el pelaje del jaguar una escritura divina. Una sentencia mĂĄgica de catorce palabras casuales, escribe Borges, que con solo pronunciarse harĂ­a desaparecer la cĂĄrcel de piedra y lanzarĂ­a al jaguar sobre sus captores. Pero el sacerdote azteca, al final, decide no pronunciar las catorce palabras.

*

Pasada medianoche se abrieron las nubes y mi abuelo logró ver a un enorme tigre comiéndose el cadåver de la vaca.

Kullu hizo una pausa y yo aprovechĂ© esa pausa para beberme el Ășltimo y ya frĂ­o sorbo de cafĂ©.

Muy despacio, continuó Kullu, para no espantar al tigre, mi abuelo alzó la escopeta. Sacó la punta del cañón por el agujero en la pared y apretó el gatillo. Todos oyeron el disparo. De inmediato empezaron a congregarse cerca del templo Hanuman, en el centro de la aldea. Querían saber si el tigre estaba muerto. Pero nadie se atrevía a acercarse al establo donde Jalambaba había pasado la noche, solito, esperando a que este volviera.

En la mesa vecina habĂ­a una pareja de chicas adolescentes: tatuadas y rapadas y acariciĂĄndose las manos mientras compartĂ­an un cigarrillo ilĂ­cito, escondido debajo de la mesa.

De niño, dijo, yo siempre le pedía a mi abuela que me contara ese cuento antes de dormirme. Jalambaba era mi héroe. Jalambaba, para mí, era el hombre mås fuerte y valiente.

Kullu intentó tomar un trago de café, pero su taza estaba vacía.

DespuĂ©s de esa noche, dijo, nadie volviĂł a ver a un tigre en los bosques alrededor de la aldea. Mi abuelo, fui comprendiendo con los años, habĂ­a matado al Ășltimo tigre de las cuevas de Ajanta. Y entonces dejĂ© de pedirle a mi abuela que me contara el cuento de Jalambaba. Y tambiĂ©n dejĂ© de contĂĄrselo a mis amigos en la escuela.

Kullu se puso de pie y, sin preguntarme, dijo que subiéramos ya a la plataforma.

*

Gleis 17.

Eso decĂ­a el rĂłtulo colgado en alto en la estaciĂłn de tren de Grunewald, en letras negras y gordas sobre fondo blanco.

Es por aquí, me dijo Kullu, señalando las gradas a la derecha del rótulo.

Yo había estado en esa estación muchas veces, ya sea tomando trenes hacia el centro de la ciudad o atravesando la estación misma para llegar en el otro extremo a los bosques y senderos de Grunewald. Apenas me había fijado en el rótulo. Jamås había cuestionado qué significaba eso de Gleis 17. Pero Kullu sí sabía qué significaba, y también cómo llegar. Llevaba semanas insistiendo en mostrarme, sin decirme mås, sin explicarme por qué.

Subimos las gradas y salimos a una plataforma larga, al aire libre. Estaba vacía. Enfrente de nosotros, del otro lado de los rieles, había otra plataforma igual de larga y estrecha. Un padre estaba parado ahí en la oscuridad, hablåndole a su hijo en lenguaje de señas.

Kullu guardĂł silencio. Supuse que querĂ­a que yo mismo descubriera poco a poco el lugar. Al inicio no vi nada. Pero de pronto notĂ© que todo el suelo bajo mis pies estaba compuesto por una sucesiĂłn de enormes y extrañas placas de acero fundido, cada una de quizĂĄ tres metros de largo por metro y medio de ancho, y cada una perforada por hileras de agujeros. AlcĂ© un poco mĂĄs la mirada y advertĂ­ que arriba, en la parte superior de la placa sobre la cual estaba parado, habĂ­a algo escrito en relieve, en cifras y letras mayĂșsculas ya algo oxidadas. Me arrodillĂ© sobre el acero para lograr leerlo de cerca: 14.10.1943 / 78 Juden / Auschwitz. Luego caminĂ© a otra placa, me arrodillĂ© y leĂ­: 10.01.1944 / 352 Juden / Theresienstadt. Luego a una tercera: 03.10.1942 / 1021 Juden / Theresienstadt.

Son 186 placas en total, en ambos lados, dijo Kullu señalando la plataforma delante de nosotros. Conmemoran cada uno de los 186 trenes que, desde octubre de 1941, transportaron a judíos de aquí hacia distintos campos de concentración.

Seguí caminando mientras leía el relieve de cada placa en voz alta, como si leerlo en voz alta le devolviese vida a una cosa tan muerta, hasta que llegué a una placa en la mitad de la plataforma: 08.12.1944 / 15 Juden / Sachsenhausen.

Sachsenhausen, volvĂ­ a susurrar en la penumbra.

ÂżHabrĂĄ pasado por aquĂ­ tu abuelo polaco, Eduardo, en su camino a Sachsenhausen?, me preguntĂł Kullu con su tono dĂłcil y reverente.

No pude responderle. No pude decir nada. Solo me quedĂ© mirando al niño parado en la oscuridad, del otro lado de los rieles. No emitĂ­a ningĂșn ruido. No hacĂ­a señas de vuelta. Solo respiraba blanco en la noche ya negra mientras miraba las manos de su padre. Lo Ășnico que parecĂ­a importarle en ese momento eran las manos de su padre. ~

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(Ciudad de Guatemala, 1971) es escritor. En 2018 recibiĂł el Premio Nacional de Literatura de Guatemala. Libros del Asteroide acaba de publicar su libro Un hijo cualquiera


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