Pintora en su isla

Originaria de la isla de Wight, pero mexicana por elección, Joy Laville desarrolló una obra que escapa al realismo, los símbolos y las alegorías. Los cien años de su nacimiento son una oportunidad para revalorar el lugar que ocupa en la cultura de nuestro país.
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Una niña hace castillos de arena en la playa de su lugar natal, la isla de Wight. Lleva puesto un sombrero de tela floreada, inmenso y algo cómico, y sonríe feliz ante la cámara. Al fondo se extiende una ancha bahía que bordean acantilados de arena. Las personas y las barcas son detalles aislados, lejanos, inmóviles. El horizonte es una superficie de colores yuxtapuestos, perfiles suaves, mantos que terminan o empiezan en el mar. Cualquier punto es el centro de una esfera de luz y claridad. El paisaje se escapa por los cuatro costados. Desde el piso superior de la residencia de su madre en Southsea, la niña revive la imagen de un famoso pintor de Wight: “From a window he could watch the voice of the long sea-wave as it swelled now and then in the dim-gray dawn.”

Los paisajes que esa niña conocería después tendrían que equipararse con el paisaje original. Siempre prefirió el verde que se despliega libremente en las colinas que los verdes presos en los esmerados jardines de la campiña. Y un dios antiguo, el mar, presidiría sus cuadros: no el mar de Turner, mar de naufragios y tempestades. El mar eterno, sereno y quieto. Un mar de azul cielo.

La niña es Joy Laville. Nacida en 1923, su infancia había sido un reflejo de su nombre, hasta que dio comienzo la guerra. De joven padeció en Portsmouth los bombarderos alemanes. Al finalizar la guerra, casada con un oficial de la Fuerza Aérea Canadiense, se mudó a British Columbia. Por un tiempo desapareció el joy natural de Joy y, con él, el gusto por el paisaje. Necesitaba recobrarlo, pero no quiso volver a Inglaterra. Se enteró de México como es bueno enterarse: por la literatura y la leyenda, no por las oficinas de turismo. Había leído la jornada infernal de Malcolm Lowry por el paraíso de Cuernavaca (“¿Le gusta ese jardín, que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan”). Sabía también, gracias a la marquesa Calderón de la Barca, que para el mexicano la cortesía puede ser una liturgia. Como Lawrence, como tantos otros artistas europeos, sintió el imán de México y se dejó atraer. A los 33 años se mudó con su pequeño hijo Trevor a San Miguel Allende.

México le parecía “el país más bello que había conocido”. Joy definía nuestro paisaje con la palabra lush. Era un paisaje suculento, lujurioso, jugoso. Frente a él, Joy recuperó su ventana múltiple –caballete de su vida– y la enriqueció con vistas sorprendentes al desierto y la selva, a valles y montañas, a mares y playas. México no era una isla sino muchas, un país península que había que recorrer lentamente y pintar por un proceso no de copiado sino de impregnación.

“Los cuadros de Joy –escribió Jorge Ibargüengoitia, su esposo– no son simbólicos, ni alegóricos, ni realistas. Son enigmas que no es necesario resolver, pero que es interesante percibir. El mundo que representan no es angustioso, sino alegre, sensual, ligeramente melancólico, un poco cómico. Es el mundo de una artista que está en buenas relaciones con la naturaleza.” Con Jorge, Joy recorrió, retuvo y recreó la naturaleza de México ceñida por el mar. En la serie de cuadros con paisajes de las costas de Jalisco, Joy encontraría lo que, para Jorge, no había sido “más que un borrón azul y verde”: encontró “el mar lechoso de las mañanas, el azul intenso del mediodía, las formas de las palmeras, el color de las diferentes tierras, la apariencia de las lagunas interiores, los cerros negruzcos en el amanecer”. Luego, ya en la ciudad, siguió una época en que todas las mañanas, al despertar, Jorge vio “una costa lejana, un mar tranquilo, el lecho seco de un río, dunas…”. Los temas mexicanos habían irrumpido en la quieta atmósfera de la isla de Wight. Por eso Joy comenzaba imprimiendo colores fuertes a sus telas, pero, en un viaje hacia el centro de sí misma, la violencia mexicana cedía poco a poco. Los tonos se diluyen y rebajan hasta que son menos fuertes, hasta lograr su objeto final: una serena armonía.

En los años sesenta, durante los cuatro meses que vivieron en la isla de Hidra, la casa veía al mar, al valle, al pueblo y las montañas que dibujaban un perfil sinuoso “como cresta de dinosaurio”. Joy pasaba horas en la veranda mirando el valle. Por la ventana de uno de los cuartos entraba la luz e imponía un orden a las cosas. Luego, por la misma ventana, la luz se escapaba y disolvía en espacios remotos, inalcanzables. En un cuadro que recuerda esos días –los cuadros de Joy, como los sueños, no parten de apuntes sino de recuerdos– una figura reposa en un interior. Los objetos descansan con ella, son parte orgánica del paisaje: valles en una sala, sillas que se tienden a meditar, floreros plantados como palmeras en un rincón. Los floreros de Joy son personajes importantes: no son adornos sino naturalezas vivas, fuentes de paz. “Le robé a Grecia cuanto pude”, decía. No solo el paisaje. En sus cuadros, las vasijas griegas reviven animadas por una danza que recuerda las de Matisse.

Sus cuadros –decía Ibargüengoitia– “son como una ventana a un mundo misteriosamente familiar”. En sus telas las figuras humanas aparecen muchas veces casi desnudas, en “buenas relaciones con la naturaleza”: reclinadas, sentadas, caminando. A veces leen o nadan, duermen o contemplan el paisaje del que también forman parte. Nos invitan a acercarnos a la ventana, a compartir el instante. A veces solo están y esperan: recatadas señoras con tocados antiguos; jovencitas tendidas sobre el diván, en plena ensoñación; damas en un camafeo, con sus collares de perlas; una mujer rosa contempla el mar mientras otra, de pie, está a punto de preguntarle algo, pero calla.

En el exterior predominan las palmeras, con sus frondas que estallan y se vierten como cascadas. Y en todo momento, el aire libre, el horizonte interminable de colinas, dunas, mares, ríos y cielos impecables, salvo cuando los atraviesa un avión sombrío, el avión de Avianca que se estrelló poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Barajas, con Jorge a bordo.

A partir de ese aciago 27 de noviembre de 1983, Joy se pintaría a sí misma, esperando a Jorge. Su falda es azul como el cielo en que cruza un pájaro gris con ala blanca como el color del gato que descansa en su regazo. No regresaría. Impregnada de lo esencial en Jorge –su corpachón contrastando con su cabeza, su sonrisa melancólica, el cocodrilo Lacoste en sus camisas, su figura ligeramente encorvada, su ritmo pausado, lento, su gusto por caminar, por contemplar–, Joy lo evocó mil veces hasta depositarlo en una pequeña barca en el río. Los colores no han cambiado. El navegante solitario ha dejado atrás las vagas geometrías que sugieren jardines, playas y habitaciones, quizás un hogar, y atraviesa el mar con la vista fija en la otra ribera, donde lo esperan azuladas montañas, ciertos indicios de color y vida, una comitiva de palmeras y una playa con piel de mujer.

Aunque Jorge “llevaba el sol adentro”, no se llevó el sol consigo. Joy siguió pintando y sonriendo. Vivió hasta su muerte bajo el volcán, en Jiutepec, pero en sus sueños y en los cuadros que los recogen no hay barrancas ni bocas infernales ni siquiera un deteriorado jardín a punto de que los niños lo destruyan. Hay una paz no beatífica sino natural. Es la isla de sol que llevaba dentro. ~

Versiones de este texto aparecieron en 
Mexicanos eminentes Caras de la historia.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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