Fundado en 1939, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) es una de las instituciones más respetadas, tanto por su labor como por su simbolismo, de aquellas creadas por el antiguo régimen de la Revolución mexicana. Ya bien entrado el siglo XXI, sigue siendo la principal referencia en materia de protección del riquísimo patrimonio histórico de México, su labor más vistosa pero no la única, porque al INAH lo atraviesan, de manera inevitable, las actuales vindicaciones de la memoria histórica, el revisionismo ideológico, la austeridad presupuestal, la tensión que la conservación patrimonial provoca ante la sensibilidad ecologista de nuestro tiempo y las obras de infraestructura que el actual gobierno lleva a cabo, lo mismo que la actividad de un sindicalismo militante no siempre atento al interés general. Diego Prieto, director general del INAH , dialoga, en las páginas que siguen, con Roger Bartra, Manuel Gándara Vázquez y Antonio Saborit sobre cuál es el presente y el futuro de una institución cuyo destino nos interesa a muchos mexicanos. Al publicar esta conversación, Letras Libres ratifica su voluntad de ser un espacio abierto y democrático para todas aquellas voces que se hacen escuchar entre nosotros.
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Christopher Domínguez Michael (CDM): Fundado en 1939, el INAH ha jugado una parte sustancial en la conformación de lo que se entiende por “identidad nacional”. ¿Podrían abundar en la relación, a menudo conflictiva, entre la llamada ideología de la Revolución mexicana y el INAH? Da la impresión de que se trata de una oscilación entre el indigenismo suave o duro, el supuesto mito del mestizaje y de asumir, actualmente, que México es una nación pluriétnica en deuda con los pueblos originarios.
Diego Prieto (DP): Desde sus inicios, la concepción y las tareas del instituto se vincularon estrechamente con la ideología nacionalista revolucionaria del nuevo régimen. El año de 1968 representó un punto de quiebre: con la represión al movimiento estudiantil, el discurso nacionalista y popular del gobierno sonaba hueco e hipócrita. Un conjunto de antropólogos, varios de ellos egresados o profesores de la ENAH –Guillermo Bonfil, entre otros–, se ocuparon de criticar con dureza el indigenismo integracionista del Estado y pugnaron por el reconocimiento de la pluriculturalidad de México y el derecho de los pueblos indígenas a existir, manteniendo sus singularidades étnicas, lingüísticas y culturales. En los noventa, se entronizó el proyecto neoliberal, impulsado por el salinismo, de evidente vocación privatizadora, de apertura incondicional al capital transnacional, adelgazamiento del Estado y exacerbación de la corrupción. No obstante, en 1994, con el levantamiento del EZLN en Chiapas, se marcó el inicio del “nunca más” un México sin sus pueblos indígenas, subrayando la necesidad de darles voz a los sin voz, reconociendo la tarea social impostergable de incluir las diferencias étnicas y culturales en un nuevo proyecto nacional, y de hacerse cargo de las desigualdades abismales que desgarran y confrontan al país.
A partir de entonces, el INAH ya no puede conformarse con la tarea de contribuir a la configuración y discusión de “la identidad” de la nación –que no por ser imaginada deja de tener pertinencia–, sino que ahora tiene que plantearse también el encargo de reconocer, documentar, esclarecer y valorar las múltiples identidades que se contienen en una nación que se asume plural, acreditando la diversidad de las culturas, las lenguas, las regiones, las historias y los universos simbólicos diversos de ese heterogéneo mosaico cultural que es México. Ello significó un cambio drástico en la relación del INAH con la sociedad, el Estado y los muchos Méxicos que somos, y sobre todo con sus pueblos indígenas, sus poblaciones afrodescendientes, sus comunidades rurales y sus grupos subalternos.
Roger Bartra (RB): El INAH tuvo la misión de estudiar y proteger el legado de las culturas prehispánicas, que eran consideradas como un ingrediente fundacional de la identidad nacional mexicana. La llamada ideología de la Revolución mexicana fue un conjunto muy precario y mal definido de conceptos sobre la nación. En realidad, esta ideología es más un conglomerado de mitos que un conjunto articulado de ideas. Por ello, el ejercicio de una antropología científica con frecuencia entraba en conflicto con los mitos que sustentaban el nacionalismo y que apuntalaban el llamado carácter del mexicano. Lo que los arqueólogos iban descubriendo sobre el pasado prehispánico tenía que ser distorsionado para adaptarse al mito de un mundo indígena antiguo unificado que se fusionaba con el mundo español de los conquistadores. Lo que descubrían los etnólogos era una población indígena diezmada, sumida en la miseria y sometida al desprecio racista, cuyos valores culturales estaban arruinados por siglos de opresión. Durante muchos años los trabajos arqueológicos se tuvieron que subordinar a las exigencias del nacionalismo oficial, que anhelaba exhibir al mundo la riqueza cultural de las sociedades prehispánicas, supuesto puntal de la identidad nacional.
Antonio Saborit (AS): Todavía no sé en dónde documentar la identidad nacional y por lo mismo entiendo mucho menos la conformación de una sola identidad nacional, y por lo mismo sugiero buscar los saldos del desempeño del INAH en lo que le incumbe desde su creación en 1939. Ayuda a entender esto último que en una primera instancia se trataba de reunir bajo un solo techo institucional una serie de espacios que hasta ese momento estaban dispersos en distintas oficinas de gobierno y que además se habían formado en muy diversas coyunturas, y siempre bajo la convicción de su pertinencia social y cultural, ya fuera en torno a la idea de los patrimonios, los monumentos históricos, la enseñanza y el estudio de la antropología y la historia, los museos, por dar ejemplos destacados. Desde entonces se trabaja cotidianamente en afinar saberes y cronologías, en ordenar colecciones –paleontológicas, arqueológicas, históricas, etnográficas, bibliográficas y documentales– y en ponerlas al alcance de todos, las más de las veces bajo la marca de la incomprensión cuando no del desinterés de los diversos vientos administrativos que han movido, mueven y moverán al gobierno federal. Estas dos tareas, afinar saberes y sobre todo ordenar –y desde luego cuidar, estudiar y divulgar– colecciones, son una fuente de muy diversos conflictos, y no precisamente con la ideología de la Revolución mexicana, sino con poderes e intereses muy concretos, más en las torres que en las plazas –aunque también en las plazas– de nuestras sociedades.
Manuel Gándara Vázquez (MGV): El instituto tuvo un papel central para consolidar una “identidad nacional” sostenida en tres ejes: un glorioso pasado prehispánico, un origen mestizo y una notable diversidad cultural. El INAH , como custodio del patrimonio arqueológico, amplió el conocimiento del pasado prehispánico reforzando ese eje identitario y, de paso, generó divisas por el turismo. En la década de 1970 se criticó el efecto distorsionador de privilegiar la arqueología para el turismo, que recibía más atención y presupuesto que otros tipos de vestigios. Pero la contribución al eje del pasado prehispánico es la que ha generado menos fricción con el gobierno. El segundo eje, el del origen mestizo, tuvo un impacto menor, aunque pesó el que también fuera el INAH el responsable de los monumentos históricos, muchos de ellos virreinales. En este eje las fricciones han sido de corte práctico, más que ideológico, particularmente en los centros históricos, en donde las restricciones a la modificación de edificios antiguos han llevado a que al INAH se le conozca como el “INÓ”. En el eje de la diversidad cultural la fricción ha sido mayor. El respeto que introdujo la visión antropológica de los grupos étnicos fue clave para corregir una importante política del Estado: el remedio para el rezago educativo, de salud y de oportunidades no era el “asimilarlos a la cultura nacional”. El INAH hizo importantes aportes desde la etnología, la antropología social, la etnohistoria y la lingüística a nuestra comprensión de las culturas indígenas, empezando por el reconocimiento de que los supuestos “dialectos” eran lenguas completas y complejas. Pero, a su vez, generó un indigenismo paternalista que sería más tarde criticado por docentes e investigadores del propio instituto. En los noventa, con el estallido del movimiento zapatista, fue claro que el indigenismo oficialista había dado de sí y que ahora se ponía énfasis en el problema real: el de la autonomía y autodeterminación de los pueblos indígenas. A pesar del reconocimiento del carácter pluriétnico del país, la “identidad nacional” se sigue sosteniendo sobre estereotipos heredados hace cien años. Y por eso lo identitario genera fricción con el Estado, que insiste hasta la fecha, por ejemplo, en que los mexicas son el centro de nuestra “identidad prehispánica”, aunque en el discurso a veces se incorporen otras culturas.
CDM: La polémica de los últimos años con motivo del retiro de estatuas públicas tenidas por colonialistas, como la de Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma, ¿en qué medida satisface a los representantes de los llamados pueblos originales o agravia a quienes se conciben ciudadanos de una nación mestiza? No solo en México, sino en otras latitudes, no parece fácil hallarle la cuadratura al círculo en cuanto a los asuntos de la memoria histórica. ¿Qué opinan al respecto?
AS: No es nada fácil, en efecto. Y menos cuando se piensa que los capítulos más recientes de esta polémica se dieron en los espacios públicos de distintas ciudades mientras era vigente el encierro obligatorio o bien recomendado por una pandemia que a la fecha se cree ha cobrado unas seis millones de muertes. A las estatuas no les han venido bien las pestes, siempre caen, empujadas rabiosamente por el ánimo iconoclasta del momento. Todas las sociedades infelices se parecen y la infelicidad se suele expresar de la misma manera, pero al menos desde hace trescientos años la paulatina secularización de los espacios públicos desplazó las imágenes y estatuas de santos por las de héroes, o bien hombres representativos, como en su tiempo los llamó Emerson, y así se poblaron con estos sujetos no solo los muros de los edificios públicos –como algunos de los nuestros, hace cien años– sino también las calles y plazas de todas las ciudades del mundo. Antes de esto, al inicio del siglo XIX, se borraron los escudos de armas labrados en piedra de las fachadas de las casas aquí en la capital del país. Pero volvamos a la estatua de Colón, tal vez la más documentada de todas por Silvio Zavala. ¿Sonó la hora de un nuevo desplazamiento semejante al que removió las figuras religiosas en aras de la indispensable laicidad del espacio público? ¿Vienen estas últimas de regreso? ¿El reemplazo es indispensable o basta con cancelar el pasado? No tengo la menor idea, como la inmensa mayoría.
RB: Los llamados representantes de los pueblos originarios son una excrecencia demagógica. Se trata de un puñado de políticos, burócratas y académicos que, en nombre de pueblos que no representan, han impulsado una actitud anticolonialista trasnochada. Obedecen a las consignas gubernamentales que piden que gobiernos europeos se disculpen por las acciones de conquista y colonización que emprendieron hace siglos y que devuelvan las obras prehispánicas que se exhiben o se comercian. La exigencia de derribar o retirar monumentos que simbolizan el pasado colonial es el fruto del nacionalismo estrecho y maltrecho que está reviviendo el gobierno populista. Con su demagogia erosionan el mismo mito en que se fundaba la identidad nacional, la del mestizo nacido de la unión de la cultura conquistadora colonial y las tradiciones indígenas de origen prehispánico. Quieren derribar simbólicamente la parte española de la identidad del mexicano. Todo un absurdo.
MGV: Este es un tema muy complejo, originado en contextos de lucha contra el racismo y el colonialismo, más que en una reivindicación directamente de los pueblos originarios, aunque, por supuesto, estos se sumaron muy pronto a la causa. El problema fue muy evidente en Estados Unidos, en donde luego de la Guerra Civil cada bando tenía sus héroes y sus mártires. El problema es que algunos de los héroes sureños eran abiertamente racistas y se preciaban de haber matado o abusado de comunidades afroamericanas: en ese sentido, era un insulto tener monumentos a asesinos y, ante la inacción de las autoridades, la población tomó la piqueta y los demolió. Pero en el caso de Colón, entre otros, hay una dimensión del patrimonio como registro de la memoria, que se ve afectada, particularmente cuando el monumento tiene otros valores que han sido reconocidos social o académicamente, como los valores estéticos o algunos otros de carácter tecnológico o científico. Es decir, algunas de esas estatuas y monumentos son, al menos a los ojos de un arqueólogo, evidencias importantes de sucesos también destacables del pasado. Son testimonios. Por lo mismo, quizás una solución a la difícil disyuntiva de dejarlos puestos o destruirlos sea el retirarlos de la mirada pública, especialmente de aquellos a los que agravia su presencia, y mantenerlos en depósitos como documentos de una historia conflictiva cuya evidencia deba conservarse.
DP: La posición del INAH, de entrada, fue que Colón se quedara donde estaba, en la Glorieta de Colón, que finalmente por eso se llama así; además de que se trata, en principio, de conservar los monumentos históricos donde están, y ya. Pero las sociedades son cambiantes y las ciudades están vivas; las agresiones al monumento se incrementaban, las amenazas de derribarlo, como hicieron los zapatistas en 1992 con Diego de Mazariegos, en San Cristóbal de Las Casas, eran recurrentes, y la coincidencia de la ubicación del monumento con el trayecto de las –muchas y frecuentes– marchas feministas, indianistas, pacifistas, anticolonialistas, populares y de toda índole complicaba su permanencia. De tal manera que, en primer lugar, convinimos en su restauración, y después, con el acuerdo del Consejo de Monumentos del INAH, consideramos pertinente su reubicación a un lugar en que tuviese menos riesgo de agresión, considerando que nuestra labor supone la conservación del patrimonio histórico, independientemente de sus connotaciones ideológicas. Y la glorieta, sin Colón, fue tomada por la causa feminista, y reclamaba un giro, para plasmar la reivindicación de las mujeres que luchan por su dignidad y fuerza.
Lo cierto es que el conjunto escultórico de Cristóbal Colón habrá de preservarse, como documento histórico y obra de arte, junto con las representaciones de los frailes Pedro de Gante, Bartolomé de Las Casas, Antonio de Marchena y Diego de Deza, en un lugar público al que pueda acceder cualquier persona; en tanto que el navegante seguirá presente en el Centro Histórico de la ciudad, con su otra estatua, poco conocida, ubicada en Buenavista, frente de la alcaldía Cuauhtémoc, que seguirá animando la memoria de los mexicanos que se conciben ciudadanos de una nación mestiza de matriz hispánica; aunque el mestizaje comenzó realmente hace cuatrocientos mil años, incluyendo algunas cruzas con los neandertales. Ahora que lo hispano, como lo saben los gringos, nadie nos lo quita y nos caracteriza, por supuesto; incluyendo a la lengua española o castellana, que nos comunica con cuatrocientas millones de personas en el mundo y nos constituye como el contingente hispanoparlante más numeroso y ruidoso del planeta.
CDM: La preservación del patrimonio artístico y arqueológico de México es una de las funciones medulares del INAH. A cincuenta años de la promulgación de la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, ¿en qué punto estamos?, ¿qué urge y qué falta, recordando aquella expresión atribuida a Eduardo Matos Moctezuma de que en México hay en realidad un solo sitio arqueológico: el país entero?
AS: Hace menos de diez años en Alemania se volvió más estricta su propia ley al respecto, y, según se supo en su momento, los legisladores tuvieron a la vista nuestra Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos. Me acuerdo de que esto no lo leí en la prensa nacional, a pesar de su relevancia, y desde luego me gustaría saber más al respecto. Menciono lo anterior para señalar que nunca será poco lo que se haga por divulgar no solo el contenido de esta ley federal sino sus antecedentes, el entorno de su gestación y los múltiples sentidos de su existencia. En 1970, dos años antes de esta ley federal, la UNESCO adoptó su “Convención sobre las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales”, y el museo de la Universidad de Pensilvania, como lo señala el arqueólogo Colin Renfrew, fue el primero en declarar que no adquiriría más bienes artísticos o antigüedades a menos que se especificara su procedencia. Esto fue lo que hizo que desde entonces dejaran de verse con buenos ojos los enfoques académicos y museísticos relacionados con antigüedades “sin procedencia”, algo que antes ni se cuestionaba. Renfrew, quien hace unos años dictó un par de conferencias sobre este mismo tema en el Museo Nacional de Antropología, ve esto como un avance moral de nuestras sociedades, pues a partir de ahí se fijaron medidas legislativas, nacional e internacionalmente, para restringir el tráfico de antigüedades “sin procedencia”, y al mismo tiempo se creó una normativa ética para orientar las adquisiciones de los museos. Aún son muchos los coleccionistas privados que respaldan indirectamente los procesos de saqueo, así como los museos que compran o aceptan donativos de objetos cuyo origen e historia no son claros, y que por ende también son cómplices del saqueo. El INAH ha respaldado esta postura con la misma decisión que el ICOM (International Council of Museums) y este ethos me parece que está presente en la elaboración de nuestra ley federal. Es un tema de la mayor relevancia, como dejan ver dos obras pioneras. En 2014, Guillermo Palacios publicó los debates legislativos que se dieron entre 1896 y 1897 en torno a las leyes de protección del patrimonio arqueológico en Maquinaciones neoyorquinas y querellas porfirianas, y en 2016 Bolfy Cottom publicó las consultas públicas que precedieron a la promulgación de esta ley en la Cámara de Diputados en Debates por la cultura. Ambos tienen otros estudios sobre estos mismos temas, pero la superficie por desbrozar y conocer es amplísima, y desde luego su incumbencia no es exclusiva del INAH.
MGV: Matos tiene, como de costumbre, razón: la extensión del patrimonio arqueológico es enorme. Incluso en el norte, en donde se han llevado a cabo menos proyectos de investigación, existen vestigios no solo de grupos cazadores recolectores –como campamentos, pinturas rupestres y petroglifos– sino de asentamientos agrícolas e incluso ciudades construidas con tierra. Se tienen registrados en el país oficialmente alrededor de sesenta mil sitios –y el número crece rápidamente– pero la cantidad real es probablemente mucho mayor. ¿Cómo podemos investigar –o al menos, de inicio, conservar– ese enorme patrimonio?
La conservación se ha convertido en un reto prácticamente imposible de enfrentar exitosamente a partir del crecimiento urbano y de la infraestructura productiva y de comunicaciones que se dio con el “milagro mexicano”. El INAH no creció al mismo ritmo: de hecho, se redujo en personal de base, al no reponerse las plazas vacantes. La solución ha sido contratar personal eventual, sobre todo para los proyectos de salvamento y rescate, que ocupan buena parte de la atención del instituto. Esa arqueología, que podemos llamar “de emergencia”, ocurre a contrarreloj: sus tiempos los determinan los calendarios de las obras respectivas. Por una mala coordinación del propio gobierno federal, el INAH se involucra normalmente de manera tardía, una vez que su posibilidad de reorientar los desarrollos y reducir su impacto es mínima. Cuando se ha logrado una coordinación oportuna, se ha permitido que las agencias gubernamentales rediseñen sus proyectos y se ha conseguido evitar costosas modificaciones de última hora.
Esta situación se ha exacerbado en el actual sexenio, al declararse de “interés nacional” los megaproyectos de la presidencia, lo que prácticamente implica que el gobierno puede saltarse todos los dictámenes de impacto que permitirían impedir o aminorar el daño. Se ha actuado con particular opacidad en obras como el Tren Maya, cuyo trazo no se hizo llegar oportunamente al INAH y, encima de eso, ha cambiado constantemente.
Se ha acusado al INAH de “querer conservar todo”. Los arqueólogos tenemos claro que esto es imposible. Por ello, es prioritario saber qué ha sobrevivido y qué características tiene –entre ellas, su grado de conservación–. Nuestra meta es más humilde: obtener muestras de tamaño significativo que sean representativas de los procesos y regiones bajo estudio. Pero es en los casos donde se ha encontrado algo excepcional donde la labor del INAH es más difícil: los gobiernos (federal y estatales) y la iniciativa privada ven sitios como Chichén Itzá desde una perspectiva económica, como fuentes de ingresos. Y sienten que el INAH limita esos ingresos al restringir construcciones y otras actividades en las “zonas arqueológicas” (que muestran apenas una fracción de las antiguas ciudades). Un sitio arqueológico no es el mejor escenario para un concierto de rock: lo daña físicamente y afecta sus valores simbólicos. Tampoco es un buen lugar para poner un hotel o un bar, a costa de los vestigios mismos, de las visuales de las construcciones o del propio entorno ecológico. La ley del 72 puede mejorarse en algunos aspectos, pero su espíritu original es certero: el patrimonio arqueológico es un bien de uso y beneficio social amplio, que por ningún motivo debe privatizarse. Los sitios arqueológicos deben ser disfrutados por la sociedad, pero no a costa de su preservación. El patrimonio arqueológico no es, en definitiva, una mercancía.
DP: A medio siglo de la promulgación de la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, parece una obviedad señalar que las nociones sobre patrimonio cultural, vivo y objetivado, tangible e intangible, material e inmaterial, han tenido una indudable evolución en el plano nacional e internacional. Por lo demás, existe un conjunto de fenómenos emergentes y procesos supervinientes que han vuelto más complejo el abordaje del patrimonio y la patrimonialización en el ámbito cultural de los países, las comunidades y el mundo. Ello a la postre deberá tener reflejo en la legislación. Sin duda, tenemos que fortalecer las capacidades académicas, normativas y reguladoras del INAH en materia arqueológica, pues como dijera mi querido Pedro Francisco Sánchez Nava: “desde el Bravo hasta el Suchiate, México es un tepalcate”.
RB: Lo que vemos hoy en el país entero son ruinas, sí, pero las ruinas que está dejando la política de austeridad del gobierno. La investigación arqueológica y la restauración de monumentos se encuentra seriamente afectada por la falta de recursos. El sector cultural del Estado ha sido especialmente afectado por la política de austeridad, lo que ha provocado el estancamiento en este ámbito.
CDM: El INAH es noticia frecuente, al igual que otros institutos estatales dedicados al patrimonio y a la difusión de la cultura, por sus conflictos laborales. ¿Cómo ordenar la convivencia legal y armoniosa entre nuestro Estado cultural y sus sindicatos?
AS: El flujo oportuno de recursos es la causa de la mayor parte de los conflictos laborales. Pero no es ilegal reclamar pagos oportunos y buenas condiciones laborales, ni el reclamo rompe reglas de convivencia si al reclamar se actúa con toda responsabilidad. Lo sorprendente es que la persistencia de estas faltas no haya servido siquiera para sugerir la existencia de un abismo entre las decisiones operativas al más alto nivel y la realización oportuna de un pago. ¿Por qué han de pasar meses? Nadie lo entiende y, lo que es peor, al parecer no les importa resolverlo a quienes tienen la facultad para hacerlo, más allá del ámbito institucional y secretarial.
RB: Las luchas sindicales en el sector cultural en muchos casos eran orientadas por organizaciones con una vocación de izquierda. Ahora se encuentran enfrentadas a la situación de penuria creada por un gobierno supuestamente de izquierda. Esto genera una gran confusión. No creo que pueda haber una convivencia armoniosa en un contexto de tensiones generadas por la austeridad.
MGV: Los sindicatos de nuestro sector han sido vanguardia en transformar el sindicalismo oficial. En el caso del INAH, hay que reconocer en especial a los comités ejecutivos del sindicato de investigadores de la década de 1970, que tuvieron la visión y la habilidad para conquistar un considerable grado de autonomía relativa dentro del SNTE. En la medida en que la dirección del INAH, ocupada tradicionalmente por académicos del propio instituto, se convirtió en trampolín político, los conflictos se radicalizaron. El tono de los reclamos de los trabajadores en ocasiones ha sido vociferante y “ultra”, pero el fondo es correcto: si, por los compromisos y limitaciones políticas que tienen, las autoridades acaban haciendo una defensa débil del patrimonio, alguien debe salir al quite. Ese papel lo han cubierto, sin duda, los sindicatos. Y, en mi opinión, lo han hecho bien en general. Mientras la visión (y acción) de las autoridades y la de los trabajadores sean divergentes en este punto, el conflicto persistirá, como sucede actualmente con el desafortunado proyecto del Tren Maya.
La otra fuente de conflicto es la laboral propiamente dicha. La cada vez más fuerte presencia de la Secretaría de Hacienda en asuntos del instituto genera un ambiente de tensión, como sucedió recientemente cuando una opinión desafortunada de un funcionario menor de Hacienda cuestionó la legitimidad de las Condiciones Generales de Trabajo. Me parece que las conquistas laborales del INAH han sido todas justificadas y sólidamente argumentadas. Con la reciente aprobación del Reglamento de la Ley Orgánica del INAH se abre una nueva e interesante oportunidad, que estamos empezando a ejercer: la del Consejo General Consultivo y los Consejos de Área. Por primera vez, la dirección del instituto tendrá, al menos formalmente, un contrapeso. Al no ser órganos mixtos patronal-sindicatos, sino instancias académicas, el tono y el cariz de la discusión seguramente tomarán nuevos cauces.
DP: El INAH es parte necesaria y vital de la historia contemporánea de México, y en ese carácter fue escenario del ascenso del movimiento sindical democrático e independiente que enfrentó al charrismo sindical en los años setenta y ochenta del siglo XX, y que dio lugar a los procesos de democratización en el sindicalismo magisterial y universitario de aquellas épocas. Desde hace cuarenta años, los sindicatos se han vuelto una fuerza indudable, no solo en la defensa de los derechos y prestaciones de los trabajadores del INAH sino también en la reivindicación de su materia de trabajo, centrada en la investigación, el cuidado, la difusión y la docencia en los asuntos relacionados con el patrimonio a cargo del instituto. Por eso no es extraño que haya conflictos, pues no siempre es fácil compaginar las limitaciones presupuestales del INAH con la cuantía de las prestaciones y obligaciones laborales no contempladas en el presupuesto original y la magnitud de las necesidades, nunca plenamente satisfechas, en lo que se refiere a la conservación, el mantenimiento, la protección legal, el estudio y el disfrute social del patrimonio a cargo del instituto. Se trata, como no es común, de una institución que funciona y adquiere fortaleza sobre la base del diálogo permanente entre autoridades y trabajadores, lo que asegura su continuidad, su consistencia y su enorme apertura a la crítica y la autocrítica.
En el periodo neoliberal, como en todas partes, la mística militante se debilitó, el compromiso de clase se vio desdibujado y se favoreció un sindicalismo centavero y egoísta, muy proclive a consecuentar la corrupción, la desidia y el abandono del trabajo de sus afiliados, y a medrar sin reparos de las mieles del erario público. Pero el país está convocado al cambio, y estoy convencido de que soplan tiempos nuevos en el sindicalismo, que habrán de anunciar nuevas jornadas de lucha y de trabajo para los trabajadores del INAH.
CDM: La política de infraestructuras del gobierno de López Obrador motiva la preocupación de la opinión pública. Son los casos del Proyecto Chapultepec, que al parecer drena recursos destinados al INAH, o del Tren Maya, que causa daño, según algunos especialistas, en algunos de sus tramos, al patrimonio arqueológico de la península de Yucatán. ¿Qué piensan al respecto?
DP: El INAH ha podido insertarse de manera virtuosa en los proyectos prioritarios del gobierno federal, de manera que ha logrado ejercer recursos muy por encima de su presupuesto original. Concretamente, el Proyecto Chapultepec, Naturaleza y Cultura contempla una serie de acciones para el mantenimiento y la mejora de los espacios museísticos, que representan una inversión sustantiva en la infraestructura a cargo del INAH en el área. Gracias a este proyecto presidencial hemos podido atender necesidades y rezagos históricos de mantenimiento y adecuación en el Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec; la Galería de Historia, Museo del Caracol; y, desde luego, el Museo Nacional de Antropología, que han recibido recursos y atención que antes no tenían. No tengo duda al afirmar que nuestros museos nacionales no habían tenido la atención que merecen ahora, gracias al papel que se le ha conferido al INAH en proyectos como el de Chapultepec.
En relación con el Tren Maya, el INAH desde su arranque ha estado involucrado en los procesos de consulta a las comunidades y ha puesto en marcha el más grande proyecto de investigación, vinculada al salvamento arqueológico, que haya tenido lugar en el área maya de México, con el fin de asegurar el estudio y el cuidado del patrimonio arqueológico en la superficie afectada por la obra pública, aprovechando dicha información para profundizar nuestro conocimiento de las expresiones culturales, la vida social y los patrones de asentamiento de los pueblos mayas de ayer y de hoy.
Además, el Tren Maya abre la posibilidad de un gran programa de mejoramiento de las zonas arqueológicas impactadas por este sistema de intercomunicación, Promeza, que nos permitirá detonar acciones de investigación, conservación, mejoramiento y manejo en una veintena de zonas, que de otra manera estaban condenadas al abandono. Adicionalmente, estamos llevando a cabo un intenso programa comunitario, tendiente a lograr el involucramiento de los pueblos en las acciones culturales vinculadas a las obras del tren, lo que incluye el diseño y la asesoría de museos comunitarios que la gente empieza a considerar.
AS: Del Proyecto Chapultepec han bajado recursos para mejorar los espacios culturales de la zona, entre ellos el Museo Nacional de Antropología. Aquí se ha trabajado en las salas de consulta y lectura de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, en el reforzamiento de toda la estructura del propio museo y en la reelaboración del discurso de las salas etnográficas –ambos en curso– y en la adecuación del espacio del archivo del museo y del archivo del Consejo Nacional de Arqueología –también en curso–. Se trata de una inversión que no pasa propiamente por las áreas administrativas del museo, pero cuya aplicación satisface y beneficia a los proyectos que generamos los distintos equipos del museo, con apoyo del INAH, en beneficio de su intendencia y de su academia.
RB: El Proyecto Chapultepec fue originalmente un buen plan para ampliar el bosque y los jardines. Debía integrar las zonas abandonadas o en manos de militares para construir un gran parque unido por puentes que integrasen el conjunto. A este plan le fue injertado un proyecto “cultural” de museos y áreas de exhibición completamente postizo y confuso, que ha sido con razón muy criticado. Lo que debió ser un plan urbanístico de ampliación de parques, jardines y espacios verdes se convirtió en un engendro incrustado en los espacios gubernamentales de la cultura. Todo indica que los trabajos de remodelación de Chapultepec son caóticos. El llamado Tren Maya es un proyecto turístico con ínfulas de ser un detonador del desarrollo económico del sureste.
MGV: El Tren Maya, a primera vista, parece más una ocurrencia bien intencionada que un proyecto cuidadosamente planeado y analizado. De haber sido convocado a tiempo, el INAH podría haber asesorado al gobierno federal en cuanto al supuesto beneficio que traerá a la región, en comparación con sus efectos negativos. Los antropólogos hemos aportado mucho a iniciativas de este tipo. Quizás un caso ejemplar sea el de la Presa Cerro de Oro, en la región de Tuxtepec. La propuesta original, generada en los setenta, implicaba la relocalización de comunidades indígenas hacia nuevos asentamientos y, aunque fue conocida tardíamente por el INAH, se le permitió intervenir. Se evitó, por ejemplo, unir en un mismo asentamiento a grupos históricamente enfrentados por cuestiones de linderos. Cuando el proyecto finalmente se realizó, en los ochenta, se redujo su impacto negativo.
El Tren Maya va a tener un impacto social aún mayor, simplemente por su escala. Se asume que habrá una fuerte derrama económica en la región (aunque no conozco un solo estudio prospectivo al respecto), precisamente porque sitios arqueológicos antes inaccesibles ahora podrán ser visitados. Pero, para ello, primero esos sitios tendrían que ser habilitados y protegidos adecuadamente. La llamada “erosión turística” es un fenómeno de erosión real, producto de una carga de visita superior a la que un sitio puede soportar. De nuevo, no conozco un solo estudio al respecto, y no por negligencia del INAH, sino por el carácter improvisado del proyecto.
Además del impacto en zonas abiertas al público, se pondrán en riesgo sitios registrados por el INAH pero que no reciben actualmente visitas: los contextos arqueológicos son increíblemente frágiles. La mejor manera de entenderlo es comparándolos con la escena de un crimen: en la medida en que la evidencia forense se haya conservado en su lugar y registrado oportuna y correctamente, informará verazmente sobre el delito; una vez alterada, esa información es imposible de recuperar. La arqueología no estudia objetos o edificios, estudia contextos arqueológicos que, una vez afectados, pierden una gran cantidad de la información científica que contenían, incluso si algunos de los objetos sobreviven. El Tren Maya, al realizarse improvisadamente, aumenta el riesgo de que suceda esa destrucción.
CDM: Idealmente, ¿qué INAH necesita México para el siglo XXI?
RB: El INAH debería alcanzar una autonomía similar a la que tienen algunas universidades. Posiblemente debería desprenderse del peso de la administración y vigilancia de las zonas y edificios que hoy controla, que podrían pasar a formar parte de otros sectores gubernamentales encargados del patrimonio y de su vigilancia. Así, el INAH podría ampliar sus actividades como institución ligada a la investigación y al estudio, y convertirse en una gran organización como la unam. La mezcla de la vigilancia y venta de boletos de entrada a las zonas arqueológicas con las labores de investigación, reconstrucción y restauración significa un lastre para el instituto. No es saludable la mezcla de burocracia e investigación y estudio. Hay que buscar alternativas a este problema.
AS: Un INAH en el que se incremente periódica y armónicamente tanto su presupuesto anual como su planta de empleados –trabajadores, técnicos y profesores-investigadores– con el fin de realizar a cabalidad la misión para la cual se creó y hacer frente con éxito a las imprevisibles solicitudes diarias.
MGV: Un INAH que favorezca la generación de una cultura de conservación patrimonial, a partir de reconocer el potencial del patrimonio como recurso de aprendizaje social. Es decir, un INAH que no solo investiga, sino que también conserva y divulga de manera eficaz. Un INAH integrado, en donde la formación que se hace en sus escuelas no sea vista con desconfianza o en conflicto con las metas institucionales, sino como una manera de explorar e innovar en sus áreas de trabajo. Un INAH con la infraestructura y el financiamiento necesarios para enfrentar las tareas que el Estado le encomienda. El INAH ha crecido de manera caótica y desordenada no por gusto, sino porque nuestro trabajo no puede detenerse en espera de que se regularice nuestro organigrama o la estructura presupuestal. Se necesita un INAH que ocupe el lugar que le corresponde en las instancias en donde se planifican las grandes obras de infraestructura del país. Ahí el INAH sería de gran utilidad, alertando de manera oportuna sobre los riesgos potenciales y proponiendo mejores alternativas.
Un INAH al que el gobierno federal respete en dos sentidos: por un lado, en sus requerimientos para poder operar eficazmente; y, por el otro, en su autoridad académica como institución científica. Para ejemplo basta un botón: no hubo manera de convencer a la 4t de que no existió tal cosa como la “fundación lunar” de Tenochtitlan, que fue celebrada con bombo y platillo en 2021; o de evitar el ridículo de tener una costosa maqueta del Templo Mayor… ¡a escasos metros del propio Templo Mayor! O de insistir en lo mexica como paradigma de lo mexicano, lo que resta valor a nuestras otras fuentes de identidad… y luego nos preguntamos por qué las relaciones con el actual gobierno son ríspidas.
DP: En el futuro, vislumbro un INAH mucho más abierto, reconocido y presente, capaz de constituirse en la vanguardia de una amplia red de instituciones y grupos sociales, comunitarios y gubernamentales, que se ocupen del cuidado, el estudio, la valoración, la significación, la defensa, el manejo y la recreación del patrimonio arqueológico, histórico, antropológico y paleontológico de nuestro país. Siempre en conexión con las nuevas formas de entender, vivir, conceptualizar y aprovechar el patrimonio cultural, biocultural, industrial, arquitectónico, religioso, vernáculo, paisajístico o de cualquier índole.
Un INAH menos endogámico y más incluyente y plural, capaz de asumir posturas autocríticas, pero manteniendo firme la defensa del patrimonio colectivo de los mexicanos, la humanidad y las comunidades. Un INAH estructurado sólidamente, con un presupuesto mínimo pero suficiente, y una plantilla laboral reconocida, remunerada, dispuesta y solidaria, que defienda sus derechos, pero se comprometa con la sociedad y con el recurso público que nos alimenta y retribuye.
Un INAH que, sin dejar de apelar a la rigurosidad científica y a la excelencia académica, pueda ser sensible a las demandas e iniciativas de las comunidades, en un país en que los desafíos centrales tienen que ver con la rearticulación de los tejidos sociales, la construcción de capacidades comunitarias, la pacificación y la erradicación de la corrupción y la impunidad.
Un INAH que conecte sus tareas sustantivas en el estudio, el cuidado, la protección legal y el disfrute social del patrimonio cultural, con la recuperación y el aliento de los valores que han nutrido los esfuerzos y las luchas de las mujeres y los hombres de México, centrados en la reciprocidad, la comunalidad, el bien común, la lealtad, la fraternidad, la solidaridad, la ayuda mutua y el respeto por la tierra y por la vida. Si podemos contribuir a ello, la tarea histórica del INAH habrá sido sin duda pertinente y exitosa. ~