¿Quién es el otro de Europa?

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¿Es esta guerra un momento decisivo para Europa? Desde el 11 de septiembre he explorado esta pregunta en nueve países europeos, por medio de conversaciones con dirigentes políticos, intelectuales, funcionarios y la llamada gente común (que nunca es común) en las calles de Madrid, París, Varsovia y otras capitales europeas. Visitar tantas naciones
en tan poco tiempo ha sido como hojear uno de esos cuadernos de los que tuvimos muchos en nuestra infancia poco tecnificada, donde los dibujos de las páginas sucesivas formaban una animación atropellada al pasar las hojas rápidamente.
     En todas partes encontré una simpatía fundamental con Estados Unidos por ser víctima de los ataques terroristas. Esto puede parecer obvio, pero no ha sido así en todo el mundo. La reina Isabel II cantó el Himno de batalla de la república en la Catedral de San Pablo, y las primeras planas de los periódicos británicos la mostraron saliendo del templo con los ojos llorosos. Un gran pendón en la puerta de Brandenburgo decía "Wir trauen" ("nos solidarizamos"). Un trabajador parisino me dijo en un bar: "Todas las democracias estamos siendo atacadas. Todos somos el mundo libre".
     Sin embargo, cada país europeo tiene su propio 11 de septiembre. Para España, es la lucha contra el terrorismo de sus propios separatistas vascos (ETA), como me explicó con insistencia el primer ministro español, José María Aznar. Para Alemania se trata de la inseguridad interna (sólo en Alemania encontré personas que se sentían personalmente amenazadas, como en Estados Unidos) de una nación post posthitleriana que busca un protagonismo militar en el resto del mundo. En Macedonia se trata de sus propios terroristas (o supuestos terroristas) y lo que esto implica para la intervención de Estados Unidos en los Balcanes. Con Tony Blair, la Gran Bretaña presume de su relación especial con Estados Unidos ("El último embajador estadounidense es primer ministro del Reino Unido", decía un titular memorable del Wall Street Journal Europe), pero también quiere ser líder en Europa. Bulgaria se preocupa por sus intenciones de unirse a la otan y a la Unión Europea. Y así sucesivamente.
     Esta historia de semejanzas y diferencias se repite en todos los niveles de la experiencia europea. Una calle de Madrid de pronto me parece una calle del centro de Belgrado. Me siento en un café de Sofía y podría estar en París. El mobiliario urbano, los olores, la moda, la manera en que un intelectual fuma su cigarro, la manera en que una chica mueve el cabello… todo lo transporta a uno de una ciudad a otra. Podrán decir "sí, esto es Europa": difícil de describir, imposible de definir, pero existe. Sin embargo, parte de lo que define a esta Europa es precisamente la riqueza de su diversidad en un espacio tan pequeño. ¡Cuántas cocinas, lenguas, vinos, periódicos, y también apariencias humanas, en sólo unos miles de kilómetros! "La unión en la diversidad" es la fórmula más trillada. Bueno, sí hay mucha semejanza en la diversidad. Yo diría que hay una comunidad de lo diverso, pero eso no es lo mismo que unidad.
     ¿Ha habido una respuesta unida de Europa ante los acontecimientos del 11 de septiembre? Sólo si se usa la palabra "unida" en sentido muy laxo. ¿Ha habido una respuesta unida de Europa ante la manera en que se está librando la guerra en Afganistán? Sólo si se usa la palabra de manera aun más laxa. Todos los gobiernos europeos han apoyado la acción, pero con distintos grados de dificultad. Todas las opiniones públicas se han preocupado, pero, nuevamente, de formas distintas.
     ¿Han desencadenado estos acontecimientos lo que en casi todas las lenguas de Europa (pero rara vez en inglés) se conoce como "unificación europea"? En un área importante, parecería que sí. Con la ayuda de un dinámico comisionado europeo, Antonio Vitorino, y el apoyo enérgico de gobiernos como el de Aznar en España, la Unión Europea (UE) está introduciendo nuevas medidas para combatir el terrorismo. Aparte de la creciente cooperación entre las fuerzas policiacas y los servicios de inteligencia, y de las nuevas posibilidades de bloquear los fondos terroristas, la medida más importante es una orden de aprehensión aplicable en toda la UE. Esto permitirá que las personas buscadas en cualquiera de los estados miembro sean arrestadas en cualquier otro y entregadas directamente al que las busca.
     Tales medidas son importantes para combatir el terrorismo, y también sirven para unir más a los países de la UE. Pero aun así, eso no es lo mismo que la "unificación europea". En el mejor de los casos, es la unificación de una parte de Europa. ¿Y qué ocurre con los países europeos que no están en la UE pero que esperan entrar? El ministro de Relaciones Exteriores de Francia, Hubert Vedrine, fue una de las varias personas que me sugirieron que los acontecimientos del 11 de septiembre podrían, en realidad, impedir la muy esperada ampliación de la UE a los países del antiguo bloque soviético. Vedrine indicó que los nuevos criterios, más rigurosos, de control policiaco, judicial y fronterizo son otra prueba que países como Polonia tendrán que pasar antes de poder ser admitidos. El comentario de Vedrine no fue simplemente una contribución analítica. Si el ministro francés de Relaciones Exteriores me dice esto ahora, es porque Francia y otros países podrían oponerse el próximo año a aceptar a una u otra nación del centro o del este de Europa, con la objeción de que tienen fuerzas policiacas, judiciales y aduanales débiles y corruptas.
     Así, el 11 de septiembre puede tener el efecto de detener la unificación europea más amplia. Pero ¿ha catalizado la consolidación de una política exterior europea? De manera ambigua, sí. Es verdad que el titular del Alto Comisionado de Política Exterior y Seguridad de la UE, Javier Solana, desempeña un papel importante como promotor de las negociaciones de paz en Medio Oriente. También es verdad que los dirigentes de las principales potencias militares de Europa —Gran Bretaña, Francia y Alemania— han coordinado de manera estrecha su posición. Sin embargo, esto ha generado resentimiento entre los demás países. El cada vez más exaltado presidente de la UE, Romano Prodi, protagonizó una rabieta porque los dirigentes de esos tres países sostuvieron una reunión privada acerca de la guerra justo antes de una cumbre de la UE en Gante. Prodi sugirió que éste no era el verdadero espíritu comunitario.
        Hace poco, cuando Tony Blair trató de celebrar una cena de trabajo sobre la guerra en el número 10 de Downing Street, pero sólo con el canciller alemán y el presidente y primer ministro franceses, el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, insistió en acompañarlos, de modo que Blair sintió que debía invitar también a su amigo José María Aznar. Luego el primer ministro belga se invitó a sí mismo, porque ahora Bélgica ocupa la Presidencia Rotatoria de la UE. Esto implicaba invitar también a Solana, como dirigente de la política exterior europea. Finalmente, como si se pretendiera convertir todo el incidente en una farsa de Feydeau, el primer ministro holandés, Wim Kok, avisado por los belgas, llamó para decir que sería una buena idea que también él asistiera, y llegó 45 minutos tarde en una patrulla londinense.
        Esta versión europea en farsa de Adivinen quién viene a cenar ilustra la tensión entre las dos maneras de entender la "política exterior europea". Por un lado, está el ideal del Tratado de Maastricht de 1992, según el cual los quince estados miembro deben hablar como uno solo a través del señor Solana o del país que esté ocupando la presidencia. Por otro, está la realidad en cuestiones como los Balcanes, en que las principales potencias europeas (siempre Gran Bretaña, Francia y Alemania, a menudo Italia, a veces España y en un futuro quizá Polonia) se unen para definir políticas junto con Estados Unidos, y el resto de la UE acepta las decisiones, con algunos ajustes al margen. Este mecanismo se fortalece con la tendencia del presidente Bush, en esta guerra, a establecer "coaliciones por elección y disposición": muchos están dispuestos, pero pocos son elegidos. Sin embargo, algunas de las principales potencias europeas, sobre todo Gran Bretaña y Francia, también prefieren este estilo. "Estce qu'il y a un directoire?", me preguntó en broma un diplomático francés mientras almorzábamos en París. Con ello quiso enfatizar y festejar que existe una dirección de las tres principales potencias de la UE. Estados Unidos puede estar conforme con esto. De hecho, Henry Kissinger sugirió la reaparición de la Cuádruple Alianza del siglo XIX, pero ahora entre Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania. Todo el resto de Europa odia la idea.
     Detrás de estas luchas políticas hay cuestiones más profundas de identificación e identidad. Muchos europeos no se identifican con "Europa" como organización o fuerza política. Según las encuestas de la UE, menos de la mitad de los europeos opina que pertenecer a la Unión es benéfico para su país. En la taberna La Dolores, en el centro de Madrid, Carlos Molinas, un salvavidas desempleado de 28 años de edad, me explicó: "Las personas no se sienten europeas. Se sienten españolas o inglesas. 'Europa' es un proyecto de los políticos, no llega hasta la gente en la calle. En cambio, 'Estados Unidos' llega a cada familia, como hemos visto tan claro desde el 11 de septiembre". Le parecía que cada casa estadounidense tiene su bandera de Estados Unidos, su orgullo, su sentido de pertenencia a una gran comunidad política.
     Los intelectuales proeuropeos plantean la cuestión de manera distinta. Según ellos, debemos preguntarnos "¿Por qué Europa?" y encontrar una buena respuesta. Se puede ver esta pregunta de dos maneras. Por un lado, puede parecer un síntoma de crisis. Pocos estadounidenses se preguntan "¿Por qué Estados Unidos?" Hasta hace poco, los británicos no se preguntaban "¿Por qué Gran Bretaña?" Mary Douglas observó que las instituciones más fuertes son las invisibles. Del mismo modo, las identidades políticas más fuertes son las que no se cuestionan. Hace diez años, durante un periodo dinámico del desarrollo de la UE, pocos se molestaban en preguntarse "¿Por qué Europa?" Ahora sí lo hacen. De manera más optimista, la pregunta es un síntoma de que algo se está construyendo. Nos preguntamos "¿Por qué Europa?" como los italianos del Renacimiento se preguntaban "¿Por qué Italia?"
     Como se trata de Europa, hay un poco de ambos síntomas, pero más del primero. A las identidades no sólo las define lo que defendemos y con quién nos asociamos, sino también, y sobre todo, aquello o aquéllos a los que nos oponemos o que sentimos que se oponen a nosotros, los que suelen ser un enemigo declarado, pero que también pueden ser sólo el gran rival, el otro equipo. En la jerga de los estudios de identidad, es el otro. La pregunta más profunda que esta guerra le ha planteado a Europa es: ¿qué o quién es el otro de Europa? Durante la Guerra Fría, la respuesta era sencilla: el otro de Europa era la amenaza comunista del Este. Gran parte de la integración de Europa occidental en la Comunidad Económica Europea puede entenderse como una reacción ante esa amenaza. También hubo otros otros: el pasado sangriento de Europa fue una especie de otro histórico; Estados Unidos fue un importante rival para los gaullistas de todos los países. Éste era el otro más importante.
     Desde que terminó la Guerra Fría, Europa ha sido un continente en busca de su otro. Muchos intelectuales europeos, sobre todo de izquierda, consideraban que el otro era Estados Unidos. Europa se definía como lo que no era Estados Unidos. Esto funcionó en varios niveles. En el más cotidiano, Europa era la defensa de cierto estilo de vida, con sus comidas y bebidas tradicionales (la baguette, los quesos, los vinos, el espresso y el schnapps), las largas horas de comida, las antiguas costumbres y la cultura extraordinariamente rica del buen vivir. Esta idea es particularmente fuerte en Francia. Como lo planteó Hubert Vedrine: "Dicho muy sencillo, Europa debería ser el mejor lugar para vivir". Me recordó que en Alemania existe la expresión "vivir como Dios en Francia" para referirse a alguien que disfruta la buena vida, y sugirió que "Europa" debería referirse al hecho de que todos los europeos viven como Dios en Francia. Quizás es una idea autocomplaciente y un poco anticuada (muchos europeos jóvenes sienten que Dios vive en el norte de California), pero aun así tiene sentido para millones de europeos.
     Lo que subyacía en este estilo de vida era un modelo distinto de organización de la economía y la sociedad democráticas y capitalistas, con un énfasis mayor que el estadounidense en el Estado como proveedor de bienestar, a los servicios públicos, a la solidaridad, la justicia social, el ambiente ecológico y la calidad de vida. La UE se concebía como una forma de defender esta "Europa social" ante un mundo globalizado que practica una competencia brutal. Al ser grande y unificada, Europa podría disfrutar los beneficios de la globalización sin pagar el precio de convertirse en una mala imitación de Estados Unidos, lo cual, según lamentaba un amigo polaco, era lo que había destruido a su país. Como señaló el primer ministro francés Leonel Jospin, Europa podría tener la economía de mercado sin la sociedad de mercado. Se suponía que Europa sería el contrapeso de la última superpotencia, cruda, insolente, con su desatinada política en el Medio Oriente, su lamentable expediente de apoyo al Tercer Mundo y su tendencia generalizada a darse demasiada importancia. Hubert Vedrine acuñó el término hyperpuissance (hiperpotencia) para describir al monstruo estadounidense, aunque ahora me aseguró que el término era "puramente analítico". Un postcomunista italiano hablaba de la necesidad de que Europa "equilibrara" el poder de Estados Unidos, usando la expresión "equilibrio" como término políticamente correcto.
     Estos resentimientos y añoranzas se fortalecieron en un principio con la llegada de George W. Bush a la presidencia, pues muchos europeos lo consideraban un vaquero tejano unilateral. Esta percepción no desapareció sin más después del 11 de septiembre. De hecho, ha habido bastantes críticas contra Estados Unidos durante la guerra, y muchos europeos sostienen que el 11 de septiembre demostró la necesidad de una aproximación más profunda y multilateral hacia un mundo complejo y malvado. Sin embargo, es difícil definirse en oposición a Estados Unidos cuando tanto Estados Unidos como Europa parecen sufrir el mismo ataque, en su calidad de partes de una misma civilización decadente, materialista, occidental y cristiana o postcristiana.
     Con este ataque, Osama Bin Laden le impone a Europa la existencia de otro otro, a la vez muy nuevo y el más antiguo de todos, pues "Europa" se definió originalmente como una entidad consciente en el conflicto con el mundo islámico. El primer uso político del término se dio en los siglos VIII y IX, mientras los descendientes de Mahoma (los "infieles", en el habla cristiana) penetraban con las armas en las entrañas de Europa, movidos por una fe que ahora llamaríamos fanática. "Europa" comienza su historia continua como concepto político en los siglos XIV y XV, primero como sinónimo y después como sucesora de la noción de "cristianismo" de los cruzados: otra vez, su otro es claramente el mundo árabe islámico.
     Existe una verdadera tentación de revivir este antiguo demonio europeo. Mientras viajaba por el continente, un dirigente europeo cedió de manera espectacular a la tentación. El primer ministro italiano Silvio Berlusconi le dijo a los periodistas italianos que Europa debía confiar en la superioridad de su cultura. Dijo que "Occidente, dada la superioridad de sus valores, tiende a occidentalizar y conquistar a otros pueblos; lo hizo con el mundo comunista y con una parte del mundo islámico, pero desafortunadamente otra parte del mundo islámico tiene un atraso de 1.400 años". Su vehemencia habría sido aplaudida por los caballeros templarios y por el papa Pío II. En un ensayo explosivo, la veterana periodista italiana Oriana Fallaci agregó: "Más vale que lo reconozcamos: nuestras iglesias y catedrales son más hermosas que sus mezquitas", y describió la migración árabe hacia Italia como una "invasión secreta".
     ¿Es casualidad que estas dos voces provengan de Roma, el centro del cristianismo occidental? Sin embargo, no se trata sólo del cristianismo occidental. La asombrosa respuesta estratégica del presidente Vladimir Putin ante el 11 de septiembre, que inmediata y definitivamente colocó a Rusia junto a Europa y Occidente, tiene su justificación ideológica en la aseveración (arraigada, pero no indiscutida, en la historia de la autoidentificación rusa) de que el mundo del cristianismo ortodoxo es el primero en oponerse a la barbarie islámica y "asiática" (representada para Putin por los "terroristas" afganos y chechenos). Samuel Huntington desarrolló la idea de que una línea divisoria de civilizaciones en pugna atraviesa la Europa del este, entre la "civilización occidental", que incluye tanto a Norteamérica como a la Europa del cristianismo occidental, y la "civilización ortodoxa". Putin replicó que la verdadera línea divisoria corre entre un Occidente que abarca todo el postcristianismo y un Oriente amenazador representado por el Asia central islámica. La voz de la "tercera Roma" (Rusia) refuerza las voces de la segunda Roma. De hecho, Berlusconi hizo sus ahora famosos comentarios después de una reunión con Vladimir Putin.
     La mayoría de los dirigentes europeos, y por supuesto los intelectuales, rechazan esta polémica reconstrucción de la identidad europea. Incluso si se justificara alguna aseveración de superioridad cultural (y todos los actos de barbarie europea durante el siglo XX nos deberían volver humildes en este sentido), sería una locura que Europa adoptara esta retórica. Todo Occidente ya corre el riesgo de enajenar a los musulmanes de todo el mundo con lo que George W. Bush, mal aconsejado, llamó "nuestra cruzada". Esto sería particularmente peligroso para Europa, que se encuentra sólo algunos kilómetros al norte y al oeste de un mundo árabe e islámico diverso, frustrado y en gran medida empobrecido: el norte de África, el Cáucaso, Asia Central y lo que los europeos llamaban el Cercano Oriente. Sobre todo, sería un acto suicida para un continente en el que ya viven cerca de veinte millones de musulmanes.
     Escribo estas líneas en el norte de Oxford. El voceador que me vendió el periódico esta mañana es musulmán. El dueño de la farmacia local es musulmán. La joven de la tintorería es musulmana. Todos son amables, atentos, muy competentes, hablan inglés perfectamente y, hasta donde alcanzo a ver, aceptan plenamente la sociedad británica y son aceptados por ella. Hasta el 11 de septiembre no se me habría ocurrido describirlos como "musulmanes", como tampoco habría descrito al cartero o al empleado de la ferretería como "cristianos". Sin embargo, hace poco escuchamos por la radio a varios musulmanes británicos decir que su patria no es la Gran Bretaña, sino el Islam, y que van a luchar por los talibanes. Representan una minoría pequeña, no infinitesimal, de los musulmanes británicos, pero son los que llenan los titulares, y la gente de poco criterio comenzará a sospechar de todos. Algunos amigos conocedores del medio me han dicho que incluso los musulmanes británicos más pacíficos, liberales y moderados han sentido cierta crisis de identidad, aun antes del 11 de septiembre. Es muy importante que los hagamos sentir realmente en casa.
     Aunque Londres y algunas otras ciudades inglesas albergan a mahometanos radicales, la Gran Bretaña sigue gozando de un buen nivel de integración civil. Las comunidades turcas de Alemania, por ejemplo, están menos integradas. Un político alemán liberal y de avanzada edad me dijo que en Alemania hay maestros del Islam más extremistas que en Turquía. En un barrio de clase baja de Madrid hablé con un inmigrante ilegal marroquí de 23 años llamado Yacine. Llegó a España escondido debajo de un autobús. No tiene documentos para trabajar, así que vive del robo. "Vivo como un lobo", me dijo. Le pregunté si pensaba que la respuesta occidental al 11 de septiembre iba dirigida contra el Islam: "Sí, es un ataque al Islam". Agregó que muchos de sus parientes en Marruecos "piensan que los judíos participarán en el ataque, y yo también".
     Estas personas no se contentan tan fácil cuando el presidente Bush o Tony Blair declaran, como si fueran estudiantes del Corán recién graduados, que el mensaje de Osama Bin Laden es una perversión del Islam. Como sostuvo el escritor francés Olivier Roy, necesitamos una reflexión mucho más profunda de lo que significa hablar de musulmanes europeos o de un "Islam europeo". La noción en sí misma se opone a las concepciones profundamente arraigadas de una Europa postcristiana, que suelen asomarse bajo la elevada retórica de la unificación europea. Se podría argumentar que la aceptación de Turquía en el seno de la UE contradice este aserto, y es en efecto un paso importante, pero la candidatura de Turquía se disputó mucho, precisamente con estos argumentos culturales: ese país está recibiendo un trato distinto al de otros candidatos y, además, se le está apoyando para que no se convierta en un Estado islámico.
     ¿Debemos esperar entonces que este otro, a la vez nuevo y antiguo, quede otra vez empacado en su caja y encerrado bajo llave? Podría ser. Pero muchos musulmanes ya sospechan que Berlusconi simplemente expresó lo que piensan numerosos europeos. Mientras tanto, el otro ruso ya casi desapareció, sobre todo si Putin mantiene su rumbo prooccidental. El otro estadounidense sigue siendo un candidato, aunque un poco fuera de lugar después del 11 de septiembre. Además, nunca será el mejor candidato, pues no se trata de dos civilizaciones separadas, sino de una sola que abarca un amplio espectro de modelos sociales, económicos y políticos, desde la derecha estadounidense hasta la izquierda francesa. Y no hay otro otro a la vista, así que la tarea para los que creemos en un proyecto llamado "Europa" es construir una identidad europea fuerte y positiva, que vincule emocionalmente a las personas con una serie de instituciones, pero sin la ayuda de un otro definido y presente. La guerra aclara esta tarea, pero también la complica. Debo concluir que éste es uno más de los momentos definitorios en que Europa se niega a ser definida. –— Traducción de Lucrecia Orensanz

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